Los grandes
barcos de vapor que surcaban el río Mississippi
a mediados del siglo XIX fueron el principal centro difusor del póquer,
un juego de naipes de origen multicultural (oriental, francés y británico) cuyos principales lances son la apuesta y el farol.
Gracias al cine y a la literatura y a la colonización cultural norteamericana, todos hemos visto en
un momento u otro de nuestras vidas, partidas
de póquer en los saloones del lejano Oeste, en esos mismos barcos, en
los casinos de Las Vegas, y en antros y tugurios de muy diversa estofa.
De manera que, sepamos
o no jugar al póquer, cualquiera puede tener claras dos o tres cosas. Con
cierto sentido de la oportunidad y
buenas cartas es difícil perder una mano. Siempre se descubre al tramposo; el
que hace trampas sale mal parado; es necesario saber administrar los fondos con
los que uno cuenta para apostar; una retirada a tiempo es una victoria; y,
finalmente, hay que saber gestionar el farol.
El faroleo o la
astucia como estrategia habitual no es aconsejable. Y menos en ciertos casos, como
por ejemplo cuando uno juega contra el que ha escrito las reglas del juego,
contra el propietario de la baraja, del
garito, o del casino. De cualquier modo,
el momento idóneo para un farol es aquel que no espera el adversario. Es decir,
cuando después de unas manos afortunadas, con buenas cartas, el contrincante
constata que estás en racha y que hoy es
tu día, pero en un instante ves que la tendencia puede cambiar porque empieza a llegarte a la mano la basurilla de la baraja, y no ligas nada, ni una triste pareja de doses, y observas en tu oponente una chispa de
ilusión tras unas horas ruinosas, debida, quizá, a un vulgar trío que intenta
disimular y que se delata con un tic,
una gota de sudor en la patilla, fumar con ansia, beber dos tragos seguidos… Y
tú con tu triste pareja, pero con unos antecedentes inmediatos repletos de
ases, fulls y escaleras, y con una gran disposición de líquido con la que ir,
pujar y ver…
Entonces es el
momento, poco a poco, dólar a dólar, él solito va ir entrando en tu redil con su pobre y
esperanzador trío de cincos que se van a batir el cobre con tu nada, solo con tu mentira, con tu
seguridad, con tu pasado reciente y tu disposición altiva, serena, sutilmente
amenazadora, hasta que llegado el momento, cuando ya se vea ganador, subirá de
manera significativa la apuesta, y entonces tú debes posar tu mano sobre todo
tu dinero, arrastrarlo despacio hacia el centro de la mesa y mirándole muy
fijamente a los ojos, decir aquello de, ¡subo diez mil! Y el otro no tiene diez
mil, se mira el reloj y recuerda que lo compró en el bazar Chino, y aunque
fuese de oro… no va, se arruga, porque tiene en la memoria tus ases, tus fulls,
tus escaleras de color, y se retira, derrotado, impotente, sin llegar a saber nunca
si perdió contra cartas ridículas o si
realmente había ases entre tus dedos.
Es decir, para
farolear es fundamental una faltriquera
bien provista. Por el contrario, si lo único que puedes apostar para ganar no
es tuyo y te enfrentas a un jugador experimentado y consistente, es muy probable que pierdas y
que tengas que salir por piernas de la partida y que, además, se difunda tu fama de insolvente, mentiroso y
tahúr barato, y a partir de entonces solo puedas jugarte en partidas de
provincias el café, la copa y el Farias.
Vivir una
buena temporada en los Estados Unidos de América y además ser una reconocida
experta en la teoría de juegos, puede ayudarte a entender estas nociones
básicas de póquer, como es el caso de la economista y exconsellera
d’Ensenyament de la Generalitat de Catalunya,
Clara Ponsatí, que trabajó durante años en diversas universidades
norteamericanas.
Sin embargo, a pesar de
todo, y a la vista de los acontecimientos,
parece que Ponsatí era una persona demasiado ocupada como para andar
leyendo una manual de naipes y mucho menos sentarse a una mesa tapizada de verde,
encenderse un puro y echar unas manitas. Anduvo demasiado atareada en difundir
las excelencias del capitalismo más salvaje desde las universidades americanas
en las que ejerció la docencia y la investigación. O quizás la mantuvo absorta
la dirección del españolísimo Instituto de Análisis Económico del CSIC hasta
poco antes del inicio del procès; o quizás la mantuvieron enfrascada sus
protestas ante el Estado debido a su cese como profesora visitante de la españolísima
y muy monárquica Cátedra Príncipe de Asturias en la Universidad de George Town,
contra el que interpuso la correspondiente denuncia, porque ambicionaba fundar
una república catalana sin renunciar al sueldo monárquico que cobraba procedente de las arcas invasoras de su país,
cuyos fondos se obtienen de los impuestos que pagan los españoles “esas bestias
carroñeras, víboras, hienas” que juegan al mus, al guiñote y al subastao.
Sea como fuere,
Clara Ponsatí, durante los últimos días
de esta primavera mediterránea, nos ha regalado momentos que pasaran a la
historia del póquer y de los hombres, o bien porque los olvidaremos pronto, o
bien porque quedaran registrados en las últimas páginas dentro del capítulo de la
desvergüenza.
Cuando escuché a Ponsatí afirmar con todo descaro y tranquilidad de espíritu que todo el mundo sabía que jugaban un
partida al póquer y que iban de farol*,
pensé en las personas próximas a mí que durante estos últimos seis años
han confiado ciegamente en las consignas
de los líderes políticos, que les aseguraban que otros territorios de
España les robaba 16.000 millones de euros al año; que una Catalunya
independiente establecería de manera
inmediata una pensión mínima en 1.200 € al mes para todos sus jubilados; que la independencia sería pacífica, negociada
y reconocida ipso facto por España, la Unión Europea y toda la comunidad
internacional; que el referéndum del 1 de Octubre era legal y nos interpelaba a
todos, y que sus resultados se transformarían en un mandato democrático en
virtud del cual se proclamaría la república catalana como nuevo estado miembro
de la Unión Europea; y, sobre todo, que
los catalanes son mucho mejores que los españoles; que Catalunya no progresa y
no está al nivel de los países escandinavos por culpa de España y que la sangre
de las personas que sufrieron la violencia de la policía ese mismo 1 de Octubre
eran la semilla de la que germinaría, como amapola entre el trigo, la
independencia de Catalunya.
No puede haber
ninguna duda. Ponsatí y los líderes independentistas jugaron una partida de
póquer a sabiendas de que no tenían cartas; que tenían enfrente a un todopoderoso
oponente que contaba con toda la infraestructura del Casino (con mayúscula), con un vigoroso y
enérgico servicio de seguridad que salvaguardaría las reglas del juego, garantía
de su credibilidad antes los demás jugadores.
Lo único con lo que contaban Ponsatí
y los suyos para sacar adelante la partida era la voluntad y la ilusión de cientos de miles de personas,
a las que mantuvieron movilizados a través de medios de comunicación afines y subvencionados, gracias a la manipulación sistematizada, a la exaltación
de los sentimientos identirarios más primarios, y a la difusión diaria de mentiras y falsas
promesas. No tenían nada más. Y nada menos.
Nada es unívoco
en los políticos. Sus acciones y
sus declaraciones contienen siempre un segundo sentido, otra lectura, la
astucia del camuflaje, el maquillaje con que se esconde su doble identidad de Barón
Ashler. A veces la ambigüedad de sus palabras
es premeditada, porque resulta rentable, o porque es útil para cubrir la
retirada. Otras, la equivalencia entre lo que dicen y lo que hacen es más que
dudosa y, en ocasiones, es el subconsciente
quien juega en su contra, porque desvela en el mejor de los casos sus
contradicciones, y en el peor, el material del que están construidos los
cimientos de su ideología. En las democracias occidentales, todo esto forma
parte del juego de la política, y quien entra en él tiene que asumirlo y salir
llorado de casa. Pero hay un abismo entre esas prácticas y utilizar descaradamente
como valor de apuesta la piel y las
espaldas de las personas que confían en ti, a sabiendas de que la partida está
perdida de antemano; la misma distancia que hay entre la honradez y la
bellaquería, el juego limpio y la trampa fullera.
Quizás Ponsatí y
los suyos debieron haber pensado en otro
tipo de juego más próximo, cercano y conocido para desafiar al Estado, como por
ejemplo el mus, el guiñote, el subastao o la botifarra. El inconveniente es que todos se juegan con
baraja española: oros, copas, espadas y bastos; sota, caballo y rey. Quizá ese
sea el motivo por el que la exconsellera tirase de subsconsciente, y a la
hora de establecer una imagen ilustrativa de lo que en realidad ha supuesto el
procés, escogió la baraja francesa y no la española.
Si después de un
tiempo prudencial de balance y reflexión les apetece echar la segunda mano del
desquite, le aconsejo a la Sra. Ponsatí y a los suyos que reconsideren la elección de
la baraja y del juego. Que nos les
duelan prendas por jugar con la baraja española, porque tal y como hoy día la
conocemos, fue diseñada a mediados del siglo XIX por el catalán Augusto Ríus, cuyas
primera planchas se grabaron en su Barcelona natal. Hasta entonces, la baraja
española se imprimía según tres patrones, el castellano, el gaditano, y ¡oh
sorpresa!, el catalán.
De manera que lo
más provecho sería dejar a un lado los prejuicios y practicar cada día un poco el mus, otro juego de postura, envite y
farol que a buen seguro les encantará. Se juega con la baraja de Cataluña, la
baraja española. Si les sirve de estímulo, sus colegas del PNV son unos
virtuosos. Hablen y practiquen con ellos. Ustedes, como buenos pardillos, a lo sumo
ganarán o perderán unos cuantos amarracos. Aunque en realidad nadie pierde y todos ganamos, porque mantenemos a salvo la integridad física de sus seguidores, la
legitimidad de sus ideas y la honestidad de sus representantes.
*En catalán, la voz 'farol' es incorrecta, es un barbarismo. Pueden ustedes decir farola, catxa, bluf o faró.
De nada; no hay porqué darlas
*En catalán, la voz 'farol' es incorrecta, es un barbarismo. Pueden ustedes decir farola, catxa, bluf o faró.
De nada; no hay porqué darlas
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