Muy poca gente sabe que soy un genio de la pintura. Mi
secreto, más que una vocación precoz, radica en la práctica bien temprana, pues
me inicié siendo apenas un jovencito. A lo largo de los años he desarrollado
tal destreza en la utilización de todo tipo de técnicas, que mi última obra
roza la perfección. Y no es que lo diga yo. Lo dicen familiares y amigos pues,
en coherencia con mi carácter discreto y humilde y mi rechazo a cualquier forma
de comercialización del arte, el
disfrute de mi obra se reduce a mi
círculo más íntimo.
El reto no era nada sencillo. Se trataba de intervenir en
un espacio previamente pintado con colores fríos e intensos. La pareja que lo
habitó anteriormente probablemente sufría de un pánico estrambótico al vacío y
quizás por ese motivo pintó el comedor de un fucsia brillante, el dormitorio de
morado y las dos habitaciones restantes
con un estucado veneciano de tonos verdosos, imitando el mármol. Todos
los techos eran beige, un beige desierto.
No es difícil imaginar la dimensión del desafío ante el
que me encontraba. Sin embargo, gracias a mi pericia, al control absoluto del
rodillo perfilador y de todos los procedimientos pictóricos de brocha gorda,
las paredes del piso en el que ahora vivo son lo más parecido a un lienzo
virgen, porque he conseguido eliminar para siempre los vestigios de su historia
barroca.
En cuanto al otro tipo de pintura, la que se vende, la
que genera fama y dinero, la que se
enmarca, se cuelga y se expone, debo confesar que soy un absoluto desastre. En
este ámbito mi gran triunfo consiste en un dibujo pintado con lápices Alpino
que perpetré por encargo del colegio, hace ya demasiados años, y que los
hermanos de La Salle valoraron tan positivamente que decidieron exponerlo en
las paredes del pasillo junto con los mejores. El tema era la Semana Santa, la
pasión, muerte y resurrección de Jesucristo;
un tema clásico que ha regalado grandes alegrías a la historia del arte.
Mamá había comprado una Biblia para jóvenes profusamente
ilustrada. Me impactó la doble página con la ilustración que representaba a
Jesús arrastrando la Cruz entre la muchedumbre, camino del Calvario, y decidí
copiarla. Tras varios intentos fallidos, casi estuve a punto de rendirme, pero
algo había que hacer, porque la obra contaba para nota. De manera
que se me ocurrió un recurso cinematográfico, sólo al alcance de mi talento: encuadrar exclusivamente la parte inferior de la escena, que era la
más fácil de copiar. Gracias a esta ingeniosa solución, únicamente tenía que
mostrar y reproducir una multitud de
pies alineados, túnicas de colores, piernas, espadas y lanzas de soldados
romanos y, en el centro, los extremos del travesaño y del madero vertical que
compone la cruz, más la parte inferior de la sotana blanca del nazareno. Y a
triunfar.
Después de esta experiencia artística, nunca, jamás he
pintado o dibujado nada que se parezca o sugiera, ni siquiera mirándolo de lejos, a nada. Cuando intento esbozar una
figura antropomórfica no llego más allá del monigote con el que se juega al
ahorcado. A lo sumo, soy capaz de perfilar un rostro humano utilizando el viejo
truco del seis y el cuatro. Después le planto tres pelos en la coronilla y así
doy a la luz a un Filemón muy particular, con nariz griega.
Ayer supe que los tres pelos no eran un recurso mío en
exclusiva, y tampoco del gran Ibáñez. Me lo explicó el guía que me tocó en
suerte en la visita que hice a la fundación Joan Miró de Barcelona, gracias al
cual he podido entender las claves y los secretos de este pintor catalán
universal. En cualquier obra de Miró, allí donde veamos tres trazos verticales juntos es que son pelos, y como son pelos
significa que lo que hay debajo, a un
lado o al otro, es un hombre, o su representación. Si por el contrario vemos la
forma más o menos perfilada de una almendra y tres pelos a cada lado de sus curvas
es que estamos ante una vagina, una mujer, o su representación.
Miró empezó a pintar como yo, bien jovencito, pero los
paisajes de su Montroig natal o los retratos de su primera época cosecharon malas críticas.
Como tantos otros genios, después de pasar una larga enfermedad, vio la luz, y
decidió que dedicaría toda su vida a la pintura. De modo que en 1919 se
trasladó a París y allí contactó con lo mejorcito de la vanguardia europea, y
se dio cuenta de que lo importante no era pintar bien, ni siquiera pintar. Lo
importante era crear un relato suficientemente intelectual, alegórico,
simbólico y sugerente que sostuviese la obra pictórica. Es decir, colocar
artefactos pseudoartísticos y sus preceptivas
digresiones místicas, filosóficas o estéticas
a personas influyentes y adineradas con el suficiente poder como para
que su opinión se amplifique a los cuatro vientos y permita al artista
construir una marca propia personal universal, gracias a la cual, pueda ser
reconocido, requerido, convocado, expuesto y bien pagado, muy bien pagado. Y a
fe que lo consiguió.
Según nos explicaba el guía, Miró siempre expresó públicamente
su rechazo a la mercantilización del arte. Debe ser ese el motivo por el cual uno de bancos más poderosos del país y de Europa se identifique con un logotipo de su creación o que, gracias a la cuenta de
resultados que generaba su obra, pudo encargar y pagar al gran arquitecto Josep Lluís
Sert la construcción en un lugar privilegiado de la montaña de Montjuïc (Barcelona),
su propio museo en el que exponer lo más significativo de su propia obra. En
este templo mironiano se encuentran las esencias del pintor.
No voy a ocupar mucho espacio explicando las sensaciones
que me asaltaron durante todo el recorrido, al menos, no tanto espacio como
ocupa, por ejemplo, el famoso tríptico “La esperanza del condenado a muerte”, ubicado
en la sala central del museo, llamada la capilla, y compuesto por tres enormes
lienzos de 267x351 pintados en acrílico.
La obra, de una simpleza vergonzosa, pintada
muy probablemente en poco más de media hora, está
datada en 1974 y según ha explicado siempre el autor, la dedicó al malogrado
Salvador Puig Antich, el último ajusticiado por Franco a garrote vil.
Sin embargo, y según el propio Miró, los tres lienzos
fueron el resultado de dos años de trabajo (¡!), de manera que, en el caso de
que ese dato sea cierto, debemos concluir que Miró pintó las tres telas mucho antes de que detuviesen al
joven anarquista, y después, al finalizarlas (Oh! casualidad, el mismo día de
la ejecución de Puig Antich! ) las bautizó con el título que hoy conocemos.
Y la verdad, no me sorprende, porque este es el común denominador de la mayor parte de su obra, su descarado sentido del oportunismo y una ausencia de honestidad intelectual y artística difícilmente comparables, que se ríe de nosotros, tristes mortales semianalfabetos, cuando nos acercamos a sus creaciones e intentamos descifrar sin conseguirlo las motivaciones pseudomísticas de un artista valorado y admirado en el mundo entero.
Y la verdad, no me sorprende, porque este es el común denominador de la mayor parte de su obra, su descarado sentido del oportunismo y una ausencia de honestidad intelectual y artística difícilmente comparables, que se ríe de nosotros, tristes mortales semianalfabetos, cuando nos acercamos a sus creaciones e intentamos descifrar sin conseguirlo las motivaciones pseudomísticas de un artista valorado y admirado en el mundo entero.
Pero en la visita a la Fundación hay un momento que
supera con creces todo lo que uno puede llegar a experimentar contemplando
arte. Se trata de un lienzo totalmente blanco manchado en el extremo inferior
derecho con un leve brochazo de color azul. “Poesía y silencio”, se llama. Para
explicar el sentido y la significación de este cuadro, Miró decía que “El silencio es una negación de ruido, pero resulta que el menor ruido, en el silencio,
se hace enorme”. ¡No me digan que no es fascinante! Con semejante verborrea publicitaria
e ingenio para la argumentación,
solamente es necesario un apellido célebre para llenar el mundo de mamarrachadas con la que
además ganarse estupendamente la vida.
Justificación
por justificación, prefiero la que se desprende de la anécdota que explica el guía del museo. Yo creo
que la explica siempre para apaciguar a los visitantes y transformar su mueca escéptica en una sonrisa amable. Según nos explicó, un niño se plantó
frente al lienzo y al verlo dijo que se trataba de otro niño con sombrero azul
en un campo nevado. Ese niño prometía. Probablemente ya tenga algún cuadro
expuesto en la colección permanente del MOMA.
Mi sobrino
el mayor se ha comprado un piso. Dentro de unos pocos días firmará la hipoteca
y, ahora sí, ya podremos decir que es
todo un hombre. Le he ofrecido mi talento, mi experiencia y mi inspiración para
pintar las paredes y el techo de su futura vivienda. Le voy a proponer colores
calientes, pero suaves, atenuados, contrastados con el blanco inmaculado del
techo. Todo dependerá del estado de las paredes. En cualquier caso, pienso ser
muy creativo. Quiero que mi sobrino tenga lo mejor, que se sienta a gusto con
su compañera en su nuevo hogar y que, de vez en cuando, pueda dejar volar la
imaginación. Por eso, cuando lo tenga todo sellado y la pintura luzca en todo
su esplendor, voy a trazar una línea irregular con un rotulador negro de punta supergruesa sobre la
diagonal de la pared principal del comedor y le voy a
proponer que les diga a sus amigos cuando les visiten que el salón se llama, “Salón
Miró”. Van a quedar como una pareja muy leída y además revalorizarán
significativamente la vivienda casi de manera inmediata. ¡Estoy impaciente por coger el rodillo!.
2 comentarios:
Has dibujado un trazo perfecto para llevarnos donde querías hacerlo desde el principio. Lo del punto azul es como ver el todo o no ver nada, ambas opciones son igual de buenas.
Sigue pintando "hojas" en blanco para nuestro deleite.
¡Hola Beatriz! Imagino que eres la Beatriz con la que compartimos visita y un estupendo fin de semana.
Me he quedado con las ganas de explicar la anécdota del idioma, pero lo dejo para otro momento. Nada podía camuflar mi opinión sobre la gran estafa de este artista, ejemplo paradigmático de la estafa general de buena parte del arte contemporáneo.
¡Un abrazo muy fuerte, Beatriz!
Salud
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