“Los franceses están cansados de virtudes
mediocres”
Albert Camus en el periódico “Combat”, 27/06/1945
Albert Camus en el periódico “Combat”, 27/06/1945
Están por todas partes. Me he dado cuenta hace
unos días. De alguna manera me ha ocurrido lo que nos ocurre cuando nuestro
matrimonio se queda embarazado, o nuestras hijas se quedan embarazadas, que a cada
paso que damos en la calle vemos vientres hinchados de futuro y nos preguntamos,
por ejemplo, si ese ser que palpita en
útero ajeno algún día conocerá a nuestro vástago; si nuestra criatura cruzará
su destino con aquella que ha de nacer en unos meses y que ahora espera protegida
bajo la piel dilatada de su madre, en el lado opuesto de la calle, junto al
semáforo rojo, mientras come algo y
masticando siente igual que yo la patadita súbita que me recuerda que recuerde
las incertidumbres que no desvelan ni resuelven la imagen gris de una ecografía
ni una amniocentesis, ni ninguna otra prueba médica certificadora de la buena
salud del no nacido.
Yo, al menos las veo por todos lados. Me
sucede desde poco antes de las últimas citas electorales. Las veo y las recuerdo. Por ejemplo, cuando
hacía deporte a diario y competía con otros por tener más, por ser mejor
precisamente porque eras capaz de tener más. Qué otra cosa es si no el deporte
de equipo en el que disputas un balón, defiendes un espacio y el objetivo es
invadir el espacio del enemigo. Si las pisabas debido a la velocidad excesiva
de la carrera, a un mal cálculo en las posibilidades de equilibrio, a un análisis
poco realista del espacio; o debido sencillamente al empujón grosero del
contrincante, la leyes dictaban que perdías el balón. Entonces eran los otros
los que tenían una nueva posibilidad de tener más y por tanto una nueva oportunidad
de ser mejor.
También las veo en el cielo, al atardecer.
Acostumbro a mirar al cielo. No quiero olvidarme del cielo. Cuando el sol roza
el horizonte que me ha tocado en suerte, el tráfico aéreo convierte el ocaso en
todo un espectáculo porque decenas de ellas trazan sobre el azul
efímero rasgos arbitrarios del boceto de una obra que cada día se
intenta construir a sí misma y que está predestinada a la disolución casi
instantánea desde el mismo momento en que el motor del avión lanza como un
pincel su chorro de humo al aire. Pensar así me produce cierto placer, una
especie de gozo estético, pero también me desasosiega porque siendo objetivo,
en realidad lo que sucede es que centenares de almas sobrevuelan mi cabeza
embutidas dentro de un artefacto metálico, con rumbo desconocido, gracias a la
combustión de queroseno que deja la huella encarnada a su paso por el
crepúsculo.
Especulando sobre ellas -presentes a todas
horas, en la televisión, en la radio, en la prensa escrita, en las redes
sociales, en cualquier espacio ya sea geográfico, mediático, analógico o
digital- voy a parar nuevamente a los recuerdos, a mis años escolares. Eran
realmente temidas. El futuro inmediato de cada cual dependía ni más ni menos que de la densidad de ellas por cada párrafo, por
cada cálculo o por cada respuesta dada. Cuantas más, peor; cuantas menos,
mejor. Había a quien le daba igual y hacía las cosas de cualquier manera, sin
preparase, quizá porque sus ambiciones o sus sueños no pasaban precisamente por
la pureza de sus ejercicios, por el folio sin mácula o por la solución exacta.
De algún modo sabían que la profusión de esos trazos enérgicos, siempre encarnados, lanzados sobre la hoja
con cierta animosidad enfermiza que gritaban
de un modo casi obsceno un reproche contra la pereza, la torpeza y la
imbecilidad, en realidad les estaba liberando de la tortura de seguir en el
colegio porque lo que de verdad deseaban era ganarse el primer sueldo y tener
el bolsillo lleno de pasta. Nadie, que ellos conociesen, se había hecho rico
estudiando. Así al menos se lo había
dicho papá.
También las veo sobre el asfalto, en calles
comerciales, delimitando el espacio donde encaja el vehículo que puedes
estacionar allí durante diez o quince minutos; el tiempo justo para comprar una
barra de pan, un poco de vino y volver a casa, preparar la cena, y cenando
observar cómo la gota que resbala lentamente por el cuello abajo de la botella
se convierte también en un delgada línea encarnada que nos complace ver porque
nos invita a la conversación sosegada,
al descanso y al calor del hogar.
Las veo en las cubiertas de los libros, en
forma de faja acharolada, como si fuese una pancarta publicitaria que me
anuncia la maestría, singularidad y el ingenio del autor del libro que jamás
compraré. O en los hospitales, marcando un itinerario determinado que traslada
al paciente a través de pasillos infinitos hacia la esperanza de un diagnóstico benigno o quién sabe si hacia el desasosiego
de una sospecha fundada, hacia otra realidad de su existencia. Y por supuesto en
las pantallas, en los periódicos, igual que dientes dentro de fauces voraces, ilustrando gráficamente la obscenidad de
los beneficios que los corsarios del IBEX 35 se embolsan a diario a costa del
sufrimiento de los demás…
Pero sobre todo las oigo, y no quiero oírlas
más. Las oigo de boca de tipos que para
explicar lo que nos ofrecen no saben más que repetir lugares comunes porque en
realidad no tienen nada que ofrecernos; de individuos que a fuerza de conspirar
han conseguido la celebridad; de fulanos que al entrar en casa dejan la
chaqueta sobre la silla porque temen que al abrir el armario caigan y se
amontonen a sus pies todos los muertos acumulados durante años de vileza,
ambiciones y podredumbre; hombres y mujeres -actores sobreactuados de un espectáculo lamentable- cuyo objetivo en la vida consiste
en engordar cada día su vanidad y, si es posible, su cuenta corriente, utilizando
para ello el único recurso de que disponen, la virtud de su mediocridad.
¡Basta
ya de líneas rojas! ¡Basta ya de gritar,
como quien declama un salmo, la
sacralidad de sus líneas rojas! ¡Basta ya de tirarse a la cara, como si fuesen
piedras, sus putas líneas rojas! ¡Dejen de decir ‘líneas rojas’, por el amor de
dios! Pinten la suya propia justo en bajo el dintel de su portal y no la
traspasen; quédense en casa y déjenos a todos en paz, de una vez por todas. Pero antes vayan y salgan, dibujen una única y
última línea roja contra esas diecisiete empresas españolas que amasan fortunas y que jamás
han declarado sus beneficios a nuestra Hacienda. Entonces habrán servido a sus patrias y a sus
banderas, pródigas en líneas rojas, tan valiosas como el rastro menstrual de
una compresa.
4 comentarios:
En el cuento "BUITRES", Kafka muestra como el buitre se ahoga en la sangre de su presa.
Todo llegará...
Un beso, Ester
No estoy muy seguro de que el buitre finalmente se ahoga en la sangre de la víctima. Creo que la víctima ansía que su tortura finalice de ese modo, pero...
En cualquier caso, no conocía el cuento, magnífico, intenso. Kafka
Gracias Esther
Salud!
La sociedad de nuestros días cada vez se parece más a una carrera de ratas. Pero hay que resistir.
Resistamos Antonio, no hay más remedio
¡Salud!
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