Debajo de la tierra, en el subterráneo, en el
lugar donde guardo mi coche, difícilmente se vislumbra el camino. Es como yacer
en la tumba. Por eso la señal del satélite no acierta a identificar el objetivo.
Y es que allí abajo es inútil cuestionarse
el destino, quizá porque uno se encuentra al mismo nivel donde reposan todos
aquellos que cumplieron ya con el suyo.
Si deseo saber a diario dónde quiero ir, debo
remontar la rampa, alumbrar el morro a la calle y, tras ganar la horizontal, aparcar a un lado para poder pulsar algunas palabras en
el teclado del dispositivo. Una vez
nombrado el lugar, desde lo más alto del cielo, desde el rincón profundo
y oscuro adonde nunca nadie ha llegado,
se produce la triangulación mágica y es
entonces cuando la pequeña
pantalla que cuelga del cristal me invita a iniciar el recorrido.
Una voz metálica y paciente me convoca a seguir escrupulosamente sus indicaciones metro
a metro. En algún momento desdeño sus consejos y tuerzo a derecha o izquierda
haciendo caso omiso a su sugerencia. Sin embargo, sin perder el sosiego, esa
voz sabia procedente de las alturas que
me habla como un sirviente, se adecua siempre a mi voluntad y en un instante se
adapta a la nueva ubicación para ofrecerme un nuevo trayecto que cumpla con
precisión la meta inicial por mí requerida.
Aunque en realidad todo es una pamema, un
juego estéril. Porque cada día, a la misma hora, llueva o hiele, luzca el sol o
soplen las nubes, tanto el trayecto como la culminación de mi viaje siempre es
el mismo. De hecho, podría prescindir perfectamente de sus palabras, de sus
sugerencias precisas, porque hace ya
tanto que ando el mismo asfalto que a
menudo, mientras conduzco, me entretengo en
contar las ramas perdidas de los
árboles secos, erguidos todavía como estatuas del tiempo en los recodos de las
encrucijadas.
Por eso, al poco de iniciado el viaje, anulo la voz solícita y aunque sé que desde allí arriba sigue cantando
igual que un poeta el paso siguiente, me reafirmo en mi sordera y me hago a la idea de que el oráculo de
mi camino ha enmudecido.
Entonces circulo hacia el mismo final cierto
de cada día con la ilusión de deambular por vías desconocidas, porque no hay nadie que me diga
que he equivocado el rumbo. Veo mi vehículo moverse en la pantalla y ese dibujo trazado con la simpleza del juguete de un niño me representa a mí
en movimiento, intentando decidir la
dirección a tomar en el centro de una bifurcación de dilemas, colmada de oportunidades,
mentiras y riesgos.
Soy yo solo en brazos de mí mismo rodando la ruta de siempre entre cuadrículas de calles urdidas, entre tramas de odiseas hiladas. Soy yo solo peregrinando a diario el color de las lineas de un itinerario tejido que dicta inefable a mi vuelta el subterráneo donde guardo mi coche, el destino que nos aguarda, el final de cada camino.
El cuadro es un paisaje del pintor David Hockney
9 comentarios:
Yo sé de uno que en vez de tener un Tom tom tiene un Bep bep. Silencioso, barato, no se equivoca y amigo de Google maps.
La supeditación a las máquinas es un riesgo...
Ester
Vale,queda dicho
me gusta mucho la imagen esa de que mirando el artilugio por un momento, se tiene la ilusión de poder decidir un cambio de rumbo... jajajaja. Eso, la ilusión.
Un abrazo Pobrecito
Roy, de qué sirve escojer uno entre mil caminos, o enmudecer la voz del destino. Nuestras decisiones van todas a parar al mismo lugar. Nuestro TomTom nos lleva donde va todo el mundo.
¡Abrazos!
Estamos programados por los genes desde antes de nacer y después por la tecnología, por la educación, por los políticos, por la geografía, por la cultura del ganador, por los imperios, etc, así que.... donde queda el libre albedrío?? Salud.
¿Y por qué tengo que ir donde me lleve el Tom Tom, que también el nombrecito se las trae, si a lo mejor no quiero ir a ninguna parte?
¿Os acordáis de esa paisana de no sé dónde que salió hace no tanto en "los papeles", y que recorrió tropecientos mil kilómetros por Europa por hacer caso al Tom Tom, cuando quería ir al pueblo de al lao? Pues, eso.
¡Ay, el libre albedrío Loli!
El libre albedrío es una ilusión, por eso es una necesidad a la que no hay que renunciar. Nos hicimos humanos en el momento en que fuimos conscientes de nuestro destino. No hay ninguna otra especie con conciencia de su propio final.
¡Salud, Loli!
Juan, tu también recorres el camino, aunque creas que no te mueves, aunque no quieras ir a ninguna parte. Tu, y Loli,y Ester, y Roy, y todo hijo de vecino.
¿En serio que la paisana no se dio cuenta? No hay nada como hacerse el despistado para oxigenarse un poco con un buen viaje, a lo Thelma y Louise ;)
¡Salud!
También es verdad, tienes razón.
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