Cuando el sol
ilumina la lluvia se produce el arcoíris. Para observarlo hay que mirar hacia
el horizonte. Las leyes de la física así lo dictan. Si la física no fuese
gobernada por sus leyes, yo elegiría ver el arcoíris más de cerca, asomado
a la ventana, mientras me fumo un
cigarrillo enriquecido y veo a un palmo de mis narices el detalle de la luz
descomponiéndose en colores, atravesando libremente cada gota de agua sin la
necesidad de construir un semicírculo perfecto, tal y como establece la ley de
la descomposición refractiva a lo largo de su articulado.
Entonces, si yo
fuese capaz de desobedecer la ley, en
el aire de las calles mojadas flotarían infinitos alfileres de color que se
precipitarían incesantes al asfalto, o sobre
los paraguas transeúntes, salpicando en sus cúpulas negras, minúsculas chiribitas
pigmentadas. Si fuese así, en el momento
del chubasco psicodélico, la ciudad se
transformaría en un paraíso hippie invadido por miles de centellas
caleidoscópicas y las gentes no dudaríamos ni un instante en aparcar nuestros deberes para disfrutar
durante unos minutos de semejante espectáculo.
Alguna vez he
imaginado que me convierto en un superhéroe sin trabajo y que en una noche de orvallo puedo volar igual que Batman. Imagino que sobrevuelo
los tejados y las azoteas de la ciudad a altas horas, bajo el agua, en un momento en que hasta los delincuentes
duermen, de manera que, libre de obligaciones, me dedico a buscar contra el reflejo de la
lluvia en las farolas avenidas flotantes de colores, un bulevar de ensueño
coronado por las líneas horizontales del arcoíris que dibujan en el aire la
curvatura de las calles sinuosas.
Sin embargo, la realidad
es la que es, y por más que fumemos o
soñemos jamás podremos caminar bajo el
arco formidable que construyen la luz y la
lluvia. Yo estoy seguro de que cada gota de lluvia iluminada por el sol
contiene los siete colores de Newton, pero no lo puedo ver, ni tocar, porque
cuando el agua cae sobre mi mano, la luz se evapora y solo puedo ver transparentadas las arrugas
de mi piel encarnada.
Ayer nevó. No
suele nevar por aquí. Para colmo de la excepción, nevaba y al mismo tiempo
lucía el sol. Frágiles copos de nieve se precipitaban sobre el suelo frío de un
modo misterioso, porque no había nubes en el cielo. Nadie sabía si el viento
del norte había transportado la nieve desde las montañas o si tras el cielo
azul se escondía el nublado negro que la precipitaba.
Había quien decía
que eso era un mal presagio, que cuando nieva sin nubes significa que algo no anda
bien. Todo era muy extraño, pero así ocurrió. Yo busqué un resquicio de
horizonte entre los bloques de viviendas, más allá de los límites de la calle,
y oteé perseverante el arcoíris. Al fin y al cabo, me dije, la nieve no es
más que agua y si el sol atraviesa sus copos, en algún lugar evacuará la luz de
su descomposición.
Nada. El
resultado fue nada. Finalmente se nubló y al ocupar el cielo las nubes negras,
dejó de nevar. Al poco, el frío se recrudeció y el orvallo helado e insistente
sumió a la ciudad en un invierno gris durante días. Parecía un invierno de
otros tiempos.
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