lunes, 12 de febrero de 2018

Un invierno de otros tiempos



Cuando el sol ilumina la lluvia se produce el arcoíris. Para observarlo hay que mirar hacia el horizonte. Las leyes de la física así lo dictan. Si la física no fuese gobernada por sus leyes, yo elegiría ver el arcoíris más de cerca, asomado a  la ventana, mientras me fumo un cigarrillo enriquecido y veo a un palmo de mis narices el detalle de la luz descomponiéndose en colores, atravesando libremente cada gota de agua sin la necesidad de construir un semicírculo perfecto, tal y como establece la ley de la descomposición refractiva a lo largo de su articulado. 

Entonces, si yo fuese capaz de desobedecer la ley,   en el aire de las calles mojadas flotarían infinitos alfileres de color que se precipitarían incesantes al asfalto, o sobre  los paraguas transeúntes, salpicando en sus cúpulas negras, minúsculas chiribitas pigmentadas.  Si fuese así, en el momento del chubasco psicodélico, la ciudad se transformaría en un paraíso hippie invadido por miles de centellas caleidoscópicas y las gentes no dudaríamos ni un instante en  aparcar nuestros deberes para disfrutar durante unos minutos de semejante espectáculo.

Alguna vez he imaginado que me convierto en un superhéroe sin trabajo y que en una noche de orvallo puedo volar igual que Batman. Imagino que sobrevuelo los tejados y las azoteas de la ciudad a altas horas, bajo el agua, en un momento en que hasta los delincuentes duermen, de manera que,  libre de obligaciones,  me dedico a buscar contra el reflejo de la lluvia en las farolas avenidas flotantes de colores, un bulevar de ensueño coronado por las líneas horizontales del arcoíris que dibujan en el aire la curvatura de las calles sinuosas. 

Sin embargo, la realidad es la que es, y por más que fumemos o soñemos  jamás podremos caminar bajo el arco formidable que construyen  la luz y  la  lluvia. Yo estoy seguro de que cada gota de lluvia iluminada por el sol contiene los siete colores de Newton, pero no lo puedo ver, ni tocar, porque cuando el agua cae sobre mi mano, la luz se evapora  y solo puedo ver transparentadas las arrugas de mi piel encarnada.

Ayer nevó. No suele nevar por aquí. Para colmo de la excepción, nevaba y al mismo tiempo lucía el sol. Frágiles copos de nieve se precipitaban sobre el suelo frío de un modo misterioso, porque no había nubes en el cielo. Nadie sabía si el viento del norte había transportado la nieve desde las montañas o si tras el cielo azul se escondía el nublado  negro que la precipitaba. 

Había quien decía que eso era un mal presagio, que cuando nieva sin nubes significa que algo no anda bien. Todo era muy extraño, pero así ocurrió. Yo busqué un resquicio de horizonte entre los bloques de viviendas, más allá de los límites de la calle, y oteé perseverante el arcoíris. Al fin y al cabo, me dije, la nieve no es más que agua y si el sol atraviesa sus copos, en algún lugar evacuará la luz de su descomposición.

Nada. El resultado fue nada. Finalmente se nubló y al ocupar el cielo las nubes negras, dejó de nevar. Al poco, el frío se recrudeció y el orvallo helado e insistente sumió a la ciudad en un invierno gris durante días. Parecía un invierno de otros tiempos.

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