Ando flojo de inspiración. Con esta confesión no justifico otros textos pretendidamente
inspirados. El poco valor que pueda albergar
alguno de ellos es intrascendente porque siempre me queda la sensación de que
los motivos o las ideas que los concibieron no se plasmaron finalmente en las palabras, frases o
párrafos que yo había llegado a imaginar, y las llevo siempre a cuestas. De manera que escribir se convierte en
una carga de materia prima biodegradable
que con el paso del tiempo se me va pudriendo sobre los hombros.
Cuando uno no sabe qué decir,
o no encuentra el modo de decir lo poco que tiene que decir, lo más socorrido es auto inmolarse
públicamente para generar corrientes de simpatía lastimera. Y así, a través de la estrategia de la invocación a la compasión ajena, uno cumple doblemente con el
objetivo de todo escritor frustrado: llenar de negro la hoja en blanco y
procurarse el afecto de los suyos. Y que nadie me hable de Picasso, a quien se
le atribuye una de las más célebres falsedades de la historia del arte: “que la
inspiración me pille trabajando”. ¡Ja!. A fuerza de repetirla, la ocurrencia
malagueña se ha convertido en lugar
común, de manera que a mí -que sufro silenciosa y discretamente de hemorroides debido
a las horas que permanezco sentado, esforzándome a diario por dar digna salida
a mi necesidad creativa- a mí que no me
cuenten cuentos.
Porque hablemos claro: Yo, en estos momentos, me encuentro
ante una especie de disfunción gramatical, temática y estilística. La realidad que me fabrican otros me produce
tal asco que me niego a decir una sola palabra más. La realidad que me rodea,
la cotidiana, la que está construida con las pequeñas cosa de cada día, la
veo teñida de celofán gris, tamizada con ese tono cerúleo con que se veían en España las primeras
televisiones en blanco y negro a las que se les pegaba en la pantalla papel transparente de tres colores. La imagen
es plana y enfermiza, hepática, y quizá
sea así porque está salpicada de esa
otra existencia, lacerante y vergonzosa que nos cuentan los medios de persuasión. Ni
siquiera el alumbrado navideño es capaz de descorrer el velo con que veo la
ciudad, un filtro pretendidamente anodino y resignado, camuflado de normalidad, frente al que
palpita, sin embargo, una atmósfera
extraña que amenaza de nuevo con cubrirlo todo de gris.
Finalmente me quedan
los libros. Pero no dispongo del coraje,
de la valentía y del oficio como para escribir ni media línea sobre los temas tan interesantes, tan reveladores y sugerentes
que he leído, por ejemplo, en “El
acuario de Facebook” del colectivo Ippolita, en
“El silencio de los animales” de John Gray, en “Qué es la propiedad” de
Joseph J. Proudhom, en “El malogrado” de
Thomas Bernahrd”, en las “Clases de literatura” de Julio Cortázar, en “El
reinado de Pipino el Breve” de John Steinbeck o en “Pecados originales” de
Rafael Chirbes. Me esperan Sebald, y
Curzio Malaparte, y más adelante Iñaki
Uriarte. ¡Cuántas ganas tengo de leer los diarios de Iñaki Uriarte!
Hoy, en estos momentos de apatía creativa, recuerdo mi vehemencia apasionada en alguna clase de
literatura del lejano COU. Uno de los objetivos de mi ira fue Juan Ramón Jiménez, a quien el
profesor -un poeta recientemente
fallecido que le cantaba a las
piedras. - practicaba rendida admiración (Ahora reparo en que se empiezan a morir mis profesores).
Como todo el mundo sabe,
Juan Ramón Jiménez se instaló en su torre de marfil y de allí no salía más que
a dar conferencias o presentar libros. No quería saber nada de la vida más allá
de la poesía. Toda su obra fue una
nube intelectual elevada muy por
encima de los malos olores de la existencia. Por entonces yo había descubierto
la rebeldía, la justicia social, el comunismo, a los libertarios, los
movimientos sociales, las revoluciones, los mártires de la sociedad, y no podía entender que en un contexto
histórico convulso, en un país necesitado del compromiso de los artistas, la inteligencia y el talento de hombres como
Juan Ramón Jiménez se desperdiciasen hablando de la blandura algodonosa de un
borriquillo. Debe ser la edad, pero en estos tiempos empiezo a entender un poco
a Don Juan Ramón. Al fin y al cabo, los libros, que es el lugar donde yo me
refugio de mí mismo, de mi torpeza, y de todo lo que me rodea, no dejan de ser
mi torre de marfil fortificada con el talento ajeno contra cualquier tipo de acoso o invasión.
Tengo una carpeta llena de placentas. Cada día la abro al
azar y extraigo una. Leo su contenido, anoto en lápiz alguna corrección sobre
alguna frase y pasadas y unas horas la dejo abierta sobre el escritorio, hasta el día
siguiente, o hasta que ya no hay más hojas, porque en su momento la historia y
sus criaturas se quedaron así, a la
espera de un futuro. Entonces cierro la carpeta y me cito y me juramento para
la semana siguiente, extraigo otra placenta, y vuelta a empezar. ¡Por favor, algo de compasión!
3 comentarios:
Si quieres compasión te ofrezco la mía.
El hombre no vive de compasiones.
¿Y si cambias el color del papel de celofán? El mío es azul.
FELIZ NAVIDAD.
Besos, Ester
Es verdad Ester. Ante la ausencia de talento no cabe compasión. Solamente asumirlo.
¡¡Besos!!
Es verdad Ester. Ante la ausencia de talento no cabe compasión. Solamente asumirlo.
¡¡Besos!!
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