miércoles, 18 de diciembre de 2013

¡Compasión!


Ando flojo de inspiración. Con esta confesión no  justifico otros textos pretendidamente inspirados. El poco valor que pueda albergar  alguno de ellos  es  intrascendente  porque siempre me queda la sensación de que los motivos o las ideas que los concibieron no se plasmaron finalmente en las palabras, frases o párrafos que yo había llegado a imaginar, y las llevo siempre a cuestas. De manera que escribir se convierte en una carga de materia prima  biodegradable que con el paso del tiempo  se me va  pudriendo  sobre los hombros.
Cuando uno no sabe qué decir,  o no encuentra el modo de decir lo poco que tiene que decir,  lo más socorrido es auto inmolarse públicamente para generar corrientes de simpatía  lastimera. Y así, a través de  la estrategia de la invocación a la  compasión ajena, uno cumple doblemente con el objetivo de todo escritor frustrado: llenar de negro la hoja en blanco y procurarse el afecto de los suyos. Y que nadie me hable de Picasso, a quien se le atribuye una de las más célebres falsedades de la historia del arte: “que la inspiración me pille trabajando”. ¡Ja!.  A fuerza de repetirla, la ocurrencia malagueña se ha convertido en lugar común, de manera que a mí -que sufro silenciosa y discretamente de hemorroides debido a las horas que permanezco sentado, esforzándome a diario por dar digna salida a mi necesidad creativa-  a mí que no me cuenten cuentos.
Porque hablemos claro: Yo, en estos momentos, me encuentro ante una especie de disfunción gramatical, temática y estilística.  La realidad que me fabrican otros me produce tal asco que me niego a decir una sola palabra más. La realidad que me rodea, la cotidiana, la que está construida con las pequeñas cosa de cada día, la veo  teñida de  celofán gris, tamizada con  ese tono cerúleo  con que se veían en España las primeras televisiones en blanco y negro a las que se les pegaba en la pantalla  papel transparente de tres colores. La imagen es plana y enfermiza,  hepática, y quizá sea así porque está  salpicada de esa otra existencia, lacerante y vergonzosa  que nos cuentan los medios de persuasión. Ni siquiera el alumbrado navideño es capaz de descorrer el velo con que veo la ciudad, un filtro pretendidamente anodino y resignado, camuflado de normalidad,  frente  al que palpita, sin embargo, una atmósfera extraña que amenaza de nuevo con cubrirlo todo de gris.
Finalmente me quedan los libros. Pero no dispongo  del coraje, de la valentía y del oficio como para escribir ni media línea sobre los temas  tan interesantes, tan reveladores y sugerentes que he leído, por ejemplo,  en “El acuario de Facebook” del colectivo Ippolita, en  “El silencio de los animales” de John Gray, en “Qué es la propiedad” de Joseph J. Proudhom,  en “El malogrado” de Thomas Bernahrd”, en las “Clases de literatura” de Julio Cortázar, en “El reinado de Pipino el Breve” de John Steinbeck o en “Pecados originales” de Rafael Chirbes.  Me esperan Sebald, y Curzio  Malaparte, y más adelante Iñaki Uriarte. ¡Cuántas ganas tengo de leer los diarios de Iñaki Uriarte!
Hoy, en estos momentos de apatía creativa, recuerdo  mi vehemencia apasionada en alguna clase de literatura del lejano COU. Uno de los objetivos  de mi ira fue Juan Ramón Jiménez, a quien el profesor -un poeta recientemente  fallecido que le cantaba a  las piedras. - practicaba rendida admiración (Ahora reparo en que  se empiezan a morir  mis profesores).
Como todo el mundo sabe, Juan Ramón Jiménez se instaló en su torre de marfil y de allí no salía más que a dar conferencias o presentar libros. No quería saber nada de la vida más allá de la poesía. Toda su obra fue  una nube  intelectual elevada muy por encima  de los malos olores de la  existencia. Por entonces yo había descubierto la rebeldía, la justicia social, el comunismo, a los libertarios, los movimientos sociales, las revoluciones, los mártires de la sociedad,  y no podía entender que en un contexto histórico convulso, en un país necesitado del compromiso de los artistas,  la inteligencia y el talento de hombres como Juan Ramón Jiménez se desperdiciasen hablando de la blandura algodonosa de un borriquillo. Debe ser la edad, pero en estos tiempos empiezo a entender un poco a Don Juan Ramón. Al fin y al cabo, los libros, que es el lugar donde yo me refugio de mí mismo, de mi torpeza, y de todo lo que me rodea, no dejan de ser mi torre de marfil fortificada con el talento ajeno contra cualquier tipo de acoso o invasión.
Tengo una carpeta llena de placentas. Cada día la abro al azar y extraigo una. Leo su contenido, anoto en lápiz alguna corrección sobre alguna frase  y  pasadas y unas horas la dejo  abierta sobre el escritorio, hasta el día siguiente, o hasta que ya no hay más hojas, porque en su momento la historia y sus criaturas  se quedaron así, a la espera de un futuro. Entonces cierro la carpeta y me cito y me juramento para la semana siguiente, extraigo otra placenta, y vuelta a empezar. ¡Por favor, algo de compasión!

3 comentarios:

ESTER dijo...

Si quieres compasión te ofrezco la mía.
El hombre no vive de compasiones.

¿Y si cambias el color del papel de celofán? El mío es azul.

FELIZ NAVIDAD.

Besos, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Es verdad Ester. Ante la ausencia de talento no cabe compasión. Solamente asumirlo.
¡¡Besos!!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Es verdad Ester. Ante la ausencia de talento no cabe compasión. Solamente asumirlo.
¡¡Besos!!