viernes, 19 de julio de 2024

Defcon 1 en la AP7

 


Mi coche es un gran coche, una máquina de transporte tecnológicamente muy bien concebida, rápida, extraordinariamente cómoda, respetuosa con el medio ambiente, incluso podríamos decir que hermosa, perlada, que emite inusitados matices de blanco bajo la luz del sol. Mi coche es seguro. Percibo más acusada la sensación de protección conduciendo mi coche que cuando me siento a leer en el sillón de mi casa.

Los fabricantes de automóviles, esos seres empáticos, altruistas y responsables, cuidan de nuestra seguridad, se afanan en integrar en sus productos todo tipo de dispositivos, alarmas, sistemas inteligentes, luces, sonidos, postigos o indicadores que nos ayudan a controlar situaciones imprevistas, que nos alertan de peligros, que nos despiertan si nos quedamos dormidos al volante, o que previenen abolladuras, ralladas, y nos salvan  de paredes y columnas, y hasta nos libran de atropellar peatones.

Tanto es así que al renovar este año la póliza con mi compañía de seguros habitual –esas instituciones empáticas, altruistas y responsables- me han aumentado el precio en trescientos euros. Les dije “oiga, que me voy a la Mutua”, y me dijeron, “vaya, vaya, a ver qué le dicen”, aunque volví, y con el rabo entre las piernas, porque era más cara. Pero esa es otra historia.

Hace aproximadamente una semana, poco después del amanecer, circulaba a ciento veinte kilómetros por hora por la célebre autopista AP7, cerca de Barcelona. Conducía ufano y dichoso, en dirección al trabajo, igual que los conductores de los anuncios de televisión, escuchando mi música favorita, disfrutando a cada metro de las sensaciones que me regalaba mi extraordinario vehículo, mirando compasivamente a otros conductores en coches inferiores al mío, sumergido en el aroma a coche nuevo mezclado con la fragancia de jazmín ambientador, cuando, súbitamente, tras ejecutar un adelantamiento, apareció, sobresaltado y desquiciante en el hermoso panel de instrumentos, luciendo intermitente y constante, un postigo encarnado acompañado de la correspondiente señal sonora, ese pitido punzante que duele y que nos avisa obstinado de  alguna anomalía persistente.

Segundos después, emergió del sofisticado panel un dibujo semejando la forma del frontal de mi automóvil que no dejaba de parpadear su color anaranjado, reiteradamente, en una especie de coreografía lumínica de las alarmas que formaba junto a la luz roja y los dos pitidos -ahora eran dos-  la banda sonora del fin del mundo, el defcon 1 de la AP7, la sirena antiaérea en la autopista, el monitor Holter advirtiendo el colapso cardíaco.

¿Qué hacer, Dios mío,  qué hacer? Pasar al carril derecho, reducir la velocidad, intentar traducir tal densidad de notificación que requería de mi toda mi atención mientras debía seguir atento a la carretera, humillado y ofendido por esos coches insignificantes, que ahora me sobrepasaban, tranquilamente, humildemente, sin el apremio del que yo era víctima.

Finalmente, decidí detenerme en un área de servicio y tras explorar minuciosamente cada una de las indicaciones con que me atosigaba el dichoso panel luminoso, resolví cortar por lo sano con aquel sin Dios y desconecté todo vestigio de rebato electrónico.

En marcha de nuevo, subí el volumen de la música y durante los kilómetros que me llevaron hasta mi destino intenté evadirme. Sin embargo, era difícil, porque la certeza de que algo no marchaba bien desplazó cualquier posibilidad de tranquilidad de espíritu. Sabía que hasta que no llevase mi precioso coche al taller para obtener un diagnóstico preciso no calmaría esa sensación movediza que me dominaba.

Me ahorraré explicar la incertidumbre y el estado de nervios y angustia que me provocaron la semana de espera hasta que por fin un mecánico pudo examinar el coche; una semana en la que conducir a diario con la conciencia de que nada me protegía y de que algo no iba bien devino en siete días de tortura, un infierno psicológico.

Ya en el taller, los técnicos se aplicaron denodadamente utilizando, como no podía ser de otra manera, las tecnologías más avanzadas de diagnosis, óptica infrarroja, inteligencia artificial, robótica avanzada, visión 3D, y toda una gama de herramientas de última generación que merece un coche como el mío.

El mecánico me aconsejó salir a tomar un café, porque la tarea requería de tiempo. “Ya le avisaremos”. Pensé dedicar ese par de horas a la novela que la semana pasada me traía entre manos, pero fue imposible. Los peores augurios ocupaban por completo mis pensamientos. Dediqué todo mi tiempo de espera a consultar por internet las posibles causas de la avería y ya todo era deterioro, desperfecto, ruina, chatarra, una vida sinsentido.

No transcurrió ni media hora y el teléfono sonó. “Por favor, venga, tenemos que hablar con usted”. Me derrumbé. Mientras pagaba en la barra el café el camarero me preguntó si me encontraba bien. “Está usted pálido”, me dijo. Pagué y acudí raudo al taller. Allí estaba mi hermoso automóvil perlado y un joven mecánico junto a él bromeando con otro compañero, ajenos ambos a mi angustia. Al verme se dirigió a mí y sin mediar más palabra se dispuso a informarme de la causa de todos los males, sin atajos ni retórica compasiva, sin paños calientes.

El causante de todo había sido un mosquito; un mosquito más grande de lo habitual, pero un mosquito que a la postre se había estampado contra uno de los cuatro pequeños sensores frontales del coche y, pegado allí el cadáver invertebrado sobre la inteligencia artificial, producía el efecto de alarma permanente, de manera que todos y cada uno de los sistemas de seguridad actuaban en cadena, solidarios, ante una amenaza falsa, o al menos inexacta, errónea.

De vuelta a casa, ya sosegado, mientras conducía, pensaba que todo aquello debía ser una metáfora, pero todavía hoy no logro discernir de qué.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

jajjajajjajajaja. También podría ser la actividad deblas grandes tormentas solares de nuestro astro estos dias y que alteran todos los sistemas electrónivos. Los mecánicos te dijeron lo del mosquito pq no encontraron nada y asi cobran.

Muy bien escrito, ritmo, humor, irónico, al lector le parece que está viviendo la situación.

Javier

Anónimo dijo...

Bueno, la cosa es que no me cobraron nada. De manera que sí, un mosquito es capaz de hackear la tecnología más sofisticada. Nuestra seguridad burguesa es bastante más vulnerable de lo que creemos. Muchas gracias, Javier
¡Salud!

El pobrecito hablador del siglo XXI dijo...

Ese era yo

Anónimo dijo...

Como la vida misma, amigo, así son las cosas. Ultratecnología apabullante que nos hace cada día más tontos, más desvalidos. El artículo descacharrante, genial. Un abrazo, Hablador!!

El pobrecito hablador del siglo XXI dijo...

Me alegro de que te haya gustado. Muchas gracias,de verdad
¡Salud!

Anónimo dijo...

Desde mi enfermiza afición a los coches sin electrónica, me solidarizo contigo. Con esta locura de quitar coches con cierta edad de la circulación, mi hija, con gran dolor de su corazón, acuciada por la necesidad de circular por Madrid y ante la jugosa oferta de indemnización de 8.500 €, ha cambiado un mercedes maravilloso por una especie de batidora, llamada Dacia spring, que emite ruidos y luces y pantallazos y a mi me resulta insufrible conducirlo,
Pero, al igual que tu, ya me voy acostumbrando.
Un abrazo.
J.C.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

No nos queda otra, J.C.
La cosa es que la tecnología a veces produce una idea de control sobre todo, como de seguridad robusta e inmarcesible, pero resulta que no... Lo más insignificante la pone en aprietos
Un abrazo J.C
Ya tengo ganas de tomarme un vino contigo en La Sierra
¡Salud!