Muy cerca del mar tengo un pequeño jardín. Allí crecen un
par de nísperos, un hermoso y tortuoso algarrobo, un granado junto a una mimosa, un jazmín azul que en el mes de julio florece
rutilante, y una frondosa buganvilla de
flores malvas que compite con un jazmín blanco por el pilar sobre el que se enmarañan. Durante el verano paso allí muy buenos momentos. Por
las mañanas se está bien, porque el sol no cae directamente sobre la hierba y la brisa del mar nos alivia del
calor.
Hace algún tiempo instalamos una barbacoa en la que algunas noches prendemos un buen fuego para poner sobre las brasas unas
doradas, o algo de carne, beber cava bien fresquito y charlar despreocupados contemplando las polillas y otros insectos revoloteando la
lámpara que nos ilumina y nos permite mirarnos o adivinar entre los árboles la sombra de los geranios y la
silueta de los cactus.
La semana pasada se fundió la lámpara. Nos ha iluminado las noches en el
jardín durante años y como cumplía perfectamente su función, nunca me preocupé
por ella. Pero todo llega su fin, y
todo, de vez en cuando, requiere un cambio. De manera que me subí a la escalera y cuando quise desenroscar el tornillo que
sujeta la pantalla protectora, enseguida vi que sería imposible, porque estaba
totalmente oxidado y podrido. A causa del
salitre, la lluvia y el paso del tiempo, el hierro del tornillo se había corrompido y fundido con la bisagra de la puertecilla por la que se
accede a la bombilla, y era del todo imposible
renovarla. Es decir, o rompía el cristal -lo cual era una estupidez- o me
veía obligado a ser más radical. Tendría que cambiar la lámpara entera.
La verdad es que soy un manazas, así es que antes de
ponerme a la tarea, hago mil consultas e intento prefigurar
toda la operación en mi cabeza. Internet es un magnífico asistente,
mejor que cualquier vecino. (¡Qué necesidad tiene uno de andar pidiendo favores
para que encima se le rían a uno a la cara!.) La oferta es variada, sujeta a
todo tipo de calidades, precios y clientes. Sin
embargo, llaman la atención algunas marcas que prometen iluminarte la vida casi como un
regalo, sin esfuerzo alguno, gracias a su inventiva y a su gran audacia a la
hora de hacerse con los mejores materiales, los mejores diseñadores y los
mejores técnicos, todo al mejor precio. Su publicidad es magnífica.
Prometen la luz del sol bajo la tormenta, el frío de la
luz lunar para acabar con el bochorno nocturno;
luz mortíferamente eficaz contra los mosquitos; luz tenue y apacible
para que usted y yo triunfemos en el amor; luz cálida en las noches de invierno, y hasta
luz custodia con la que nunca, jamás, se atreverán los ladrones a entrar en su
propiedad. Pero sobre todo, y ante todo, prometen luz eterna, una luz que cambiará para siempre el
espectro de los colores; garantizan la luz del inicio de otro mundo, con la que veremos
otra realidad. Porque la suya es una luz
diferente, muy
superior a la que nos iluminamos los ignorantes, que andamos por la vida con la palmatoria en la mano y cenamos con el quinqué encima de la mesa .
Sin embargo, lo mejor de ese tipo de ofertas no reside en sus promesas, y su valor
tampoco descansa en la novedad
tecnológica. O ni tan siquiera en sus inigualables prestaciones . El gran atractivo de sus catálogos se asienta en el
precio, porque no solamente es el más competitivo, sino que además, si
finalmente uno opta por substituir toda la instalación lumínica del hogar con sus lámparas, gana un
viaje a Dinamarca, a todo trapo, con todos los gastos pagados porque, como todo
el mundo sabe, “la llum ve del nord”.
Conozco gente que ha comprado ese tipo de lámparas. Mis vecinos, sin ir más lejos. Los primeros días de uso se encontraban
eufóricos. Incluso vinieron a buscarme a casa para llevarme a su jardín y
mostrarme lo rutilante de su iluminación. Estaban realmente emocionados. Lo miraban
todo con una expresión que nunca había
visto, una mezcla entre entusiasmo ilusionado y pasmo hipnótico. Pero algo me
decía que aquello no podía salir bien. A pesar de su encomiable recomendación para que
comprase el mismo tipo de lámparas, antes de cambiar la mía decidí informarme un poco y contrastar exhaustivamente la publicidad de todas
esas marcas milagrosas.
Y he acertado, porque a tenor de los gritos y de las
discusiones que me llegan a través de los tabiques y de la valla que separa
nuestros jardines, parece ser que a los vecinos no les ha ido muy bien. Y es que
se han quedado a oscuras. Las lámparas que instalaron han provocado un
cortocircuito general, han fundido el magnetotérmico de
seguridad y, por lo que oigo, ahora mismo están a oscuras. Van tirando con linternas de IKEA, que no son danesas, pero casi.
Según parece, debido a la frustración, han
entrado en estado de ira, una rabia
irracional porque, curiosamente, ni por asomo quieren reclamar a la
empresa que les ha vendido semejante filfa, entre otras cosas porque no cuenta con servicio
de atención al cliente y ahora, como solución a sus problemas, han decidido reclamar
a la compañía eléctrica, a los electricistas que les hicieron en su día la
instalación y al mismísimo Ministerio de Industria.
Y bueno, no sé cómo acabará todo. Ahí están ahora, culpándose acaloradamente en la más absoluta oscuridad. Yo, por mi
parte, finalmente he decidido comprar una lámpara modesta, que me dure unos cuantos años, fácil de instalar , que
resista razonablemente la intemperie y
que me permita seguir contemplando el revoloteo de las polillas, las sombras de los cactus y
comer y charlar con mi gente mientras bebo cava fresquito y oigo crepitar el
fuego. A Dinamarca ya iré, si es que puedo.
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