lunes, 17 de junio de 2019

Promesas iluminadas



Muy cerca del mar tengo un pequeño jardín. Allí crecen un par de nísperos, un hermoso y tortuoso algarrobo, un granado junto a  una mimosa, un  jazmín azul que en el mes de julio florece rutilante,  y una frondosa buganvilla de flores malvas que compite con un jazmín blanco por el pilar sobre el que se enmarañan. Durante el verano paso allí muy buenos momentos. Por las mañanas se está bien, porque el sol no cae directamente sobre la hierba y  la brisa  del mar nos alivia del calor. 

Hace algún tiempo instalamos una barbacoa en la que algunas  noches prendemos  un buen fuego para poner sobre las brasas unas doradas, o algo de carne, beber cava bien fresquito y charlar despreocupados  contemplando  las polillas y otros insectos revoloteando la lámpara que nos ilumina y nos permite mirarnos  o adivinar entre  los árboles la sombra de los geranios y la silueta de los cactus.

La semana pasada se fundió la lámpara. Nos ha iluminado las noches en el jardín durante años y como cumplía perfectamente su función, nunca me preocupé por ella.  Pero todo llega su fin, y todo, de vez en cuando, requiere un cambio. De manera que me subí a la escalera  y cuando quise desenroscar el tornillo que sujeta la pantalla protectora, enseguida vi que sería imposible, porque estaba totalmente  oxidado y podrido. A causa del salitre, la lluvia y el paso del tiempo, el hierro del tornillo se había  corrompido y fundido con  la bisagra de la puertecilla por la que se accede a la bombilla, y era del todo imposible  renovarla. Es decir, o rompía el cristal -lo cual era una estupidez- o me veía obligado a ser más radical. Tendría que cambiar la lámpara entera. 

La verdad es que soy un manazas, así es que antes de ponerme a la tarea, hago mil consultas e intento  prefigurar  toda la operación en mi cabeza. Internet es un magnífico asistente, mejor que cualquier vecino. (¡Qué necesidad tiene uno de andar pidiendo favores para que encima se le rían a uno a la cara!.) La oferta es variada, sujeta a todo tipo de calidades, precios y clientes. Sin  embargo, llaman la atención algunas marcas que  prometen iluminarte la vida casi como un regalo, sin esfuerzo alguno, gracias a su inventiva y a su gran audacia a la hora de hacerse con los mejores materiales, los mejores diseñadores y los mejores técnicos, todo al mejor precio. Su publicidad es magnífica.

Prometen la luz del sol bajo la tormenta, el frío de la luz lunar para acabar con el bochorno nocturno;  luz mortíferamente eficaz contra los mosquitos; luz tenue y apacible para que usted y yo triunfemos en el amor;  luz cálida en las noches de invierno, y hasta luz custodia con la que nunca, jamás, se atreverán los ladrones a entrar en su propiedad. Pero sobre todo, y ante todo, prometen luz  eterna, una luz que cambiará para siempre el espectro de los colores; garantizan la luz del inicio de otro mundo, con la que veremos otra realidad. Porque la suya es una luz  diferente,  muy superior a la que nos iluminamos los ignorantes, que andamos por la vida con la palmatoria en la mano y cenamos con el quinqué encima de la mesa . 

Sin embargo, lo mejor de ese tipo de  ofertas no reside en sus promesas, y su valor tampoco descansa en la novedad  tecnológica. O ni tan siquiera en sus inigualables prestaciones . El gran atractivo de sus catálogos se asienta en el precio, porque no solamente es el más competitivo, sino que además, si finalmente uno opta por substituir  toda la instalación lumínica del hogar con sus lámparas, gana un viaje a Dinamarca, a todo trapo, con todos los gastos pagados porque, como todo el mundo sabe, “la llum ve del nord”.

Conozco gente que ha comprado ese tipo de  lámparas. Mis vecinos, sin ir más lejos.  Los primeros días de uso se encontraban eufóricos. Incluso vinieron a buscarme a casa para llevarme a su jardín y mostrarme lo rutilante de su iluminación. Estaban realmente emocionados. Lo miraban  todo con una expresión que nunca había visto, una mezcla entre entusiasmo ilusionado y pasmo hipnótico. Pero algo me decía que aquello no podía salir bien. A  pesar de su encomiable recomendación para que comprase el mismo tipo de lámparas, antes de cambiar la mía decidí informarme  un poco y  contrastar exhaustivamente la publicidad de todas esas  marcas milagrosas.

Y he acertado, porque a tenor de los gritos y de las discusiones que me llegan a través de los tabiques y de la valla que separa nuestros jardines, parece ser  que a  los vecinos no les ha ido muy bien. Y es que se han quedado a oscuras. Las lámparas que instalaron han provocado un cortocircuito general, han fundido el magnetotérmico de seguridad y, por lo que oigo, ahora mismo están a oscuras. Van  tirando con linternas de IKEA, que no son danesas, pero casi.

Según parece, debido a la frustración, han entrado en estado de  ira, una rabia irracional porque,  curiosamente, ni por asomo quieren reclamar  a la empresa que les ha vendido semejante filfa, entre otras cosas porque no cuenta con servicio de atención al cliente y ahora, como solución a sus problemas, han decidido reclamar a la compañía eléctrica, a los electricistas que les hicieron en su día la instalación y al mismísimo Ministerio de Industria.

Y bueno, no sé cómo acabará todo.  Ahí están ahora, culpándose acaloradamente  en la más absoluta oscuridad. Yo, por mi parte, finalmente  he decidido  comprar una lámpara modesta, que me dure  unos cuantos años, fácil de instalar , que resista razonablemente  la intemperie y que me permita seguir contemplando el revoloteo de  las polillas, las sombras de los cactus y comer y charlar con mi gente mientras bebo cava fresquito y oigo crepitar el fuego. A Dinamarca ya iré, si es que puedo.

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