Afirmar que creemos en el azar es invalidarlo. El azar no necesita fe, ni acólitos, ni templos, ni prosélitos. Su naturaleza es ontológica porque se encuentra en el mismo
germen del universo. De hecho el universo es producto del azar. Cuando lo
invocamos, sus efectos se diluyen y deja de actuar, de existir, porque en realidad lo que hacemos
es establecer una causa a algún suceso que nos ha acontecido, la causa
del azar, y entonces ya no es lo que realmente es. Por esa razón, comprometerse
con el azar o renegar de él es sencillamente inútil.
Azar y suerte a menudo se vinculan, y en ocasiones se
asocian al destino. En apariencia los casinos son grandes espacios donde habita.
Los propietarios de estos lucrativos
tinglados han nombrado a la estafa legalizada que dirigen como juegos de azar. Este afortunado término dota a las actividades que organizan no sólo
de un significado aparente asociado a una ingenua e inocente diversión infantil, sino que además consigue
que el señor o señora que se deja allí su dinero crea que lo pierde o que lo
gana por obra y gracia de la diosa fortuna, hermana del azar, y que tras el fieltro verde, la baraja, el rodar de los dados y la música enlatada de
las máquinas tragaperras, no hay nadie, tan solo una racha buena o mala que
dicta el anónimo y etéreo azar. Y sin embargo, el único azar que han experimentado es el que
todos compartimos; aquel que ha ido
guiando los pasos de su existencia hacia el casino, ese mismo día, a esa hora
funesta en la que después de ganar miles de euros gracias a una buena racha,
acabó arruinado por obra y gracia del destino que le llevó allí.
Hay quien dice que el carácter es el destino, una manera
hermosa de decir que nuestro futuro lo forjamos nosotros con nuestras propias
acciones, y que asumir o defender el azar como factótum de nuestras vidas es poco menos que una excusa
para quitarnos de encima la responsabilidad del resultado de lo que hacemos o
de lo que dejamos de hacer.
Debe ser debido a la edad, pero yo cada día me acerco un poco más a ese pensamiento. La perspectiva de los años nos revela aciertos y errores en nuestras vidas y nos ayuda a ver aquella mala época, aquel desgraciado acontecimiento, o nuestros momentos más felices como el resultado de decisiones que tomamos conscientemente, como la consecuencia ineluctable y lógica de nuestra determinación, de nuestra cobardía, audacia, esfuerzo o atrevimiento.
Debe ser debido a la edad, pero yo cada día me acerco un poco más a ese pensamiento. La perspectiva de los años nos revela aciertos y errores en nuestras vidas y nos ayuda a ver aquella mala época, aquel desgraciado acontecimiento, o nuestros momentos más felices como el resultado de decisiones que tomamos conscientemente, como la consecuencia ineluctable y lógica de nuestra determinación, de nuestra cobardía, audacia, esfuerzo o atrevimiento.
Sí, es cierto; no siempre controlamos todos los elementos
que giran alrededor de nuestras existencias, de manera que a menudo son las
decisiones o las acciones ajenas las que resuelven finalmente una situación o
desencadenan esa serie de sucesos que nos hunden en la miseria o nos elevan al
OIimpo, y nosotros nos convertimos en una ficha más integrando la hilera de un
dominó que se desbarata pieza a pieza.
Porque nuestros movimientos, nuestros actos y nuestras resoluciones también
forman parte de la vida de los otros y -vale la pena recordarlo- finalmente somos
responsables de nosotros mismos y de los demás.
Es decir, azar y responsabilidad individual y colectiva tienen mucho que ver con solidaridad, justicia y equidad, y dado que vivimos en sociedad, esta relación encadenada nos lleva indefectiblemente a hablar sobre aquellos que la niegan. Porque hay una parte de nuestra sociedad que le otorga al azar o a los designios divinos tanto sus triunfos como sus derrotas, sus alegrías como sus tristezas, sus llantos y sus risas, su pobreza o su riqueza, su salud o su agonía. Otra parte se inclina más por arrogarse a sí mismo las causas de su ufana existencia y no le otorga a nada ni a nadie la satisfacción de haberse conocido a sí mismo. Estos sujetos suelen resultar ser unos egoístas de campeonato. Vivir en sociedad les ha proporcionado buena parte de su exitoso paso por el mundo y sin embargo le niegan a sus miembros el pan y la sal, con el conocido argumento de “¡los demás que espabilen!”. Para ellos, el azar está a su servicio porque han sido más fuertes, más listos y más audaces, y porque han sabido traducir a sus vidas el mensaje de “La evolución de las especies”. En realidad, estos son los putos amos, los dueños del casino donde todos nos jugamos a diario el parné y nuestro futuro.
Pero existe otro grupo humano que ha sido capaz de discernir de otro modo y con diferentes resultados sobre ese proceso de causa afecto en el que todos estamos involucrados. A pesar de su acuerdo sobre la interrelación social de responsabilidades recíprocas, este grupo no es en absoluto homogéneo. Unos, probablemente debido a interferencias de carácter religioso, creen que todo el mundo es bueno, así, tal cual, y enfocan su pensamiento social con un punto de vista acrítico, repleto de prejuicios, unas veces llamados de clase, y otra, sencillamente, llamados de pura estupidez, de manera que, aunque no lo sepan, su carácter y su estar en el mundo se vincula más de lo que ellos creen al punto de vista de los azarosos-religiosos.
Otros, aunque de algún modo son displicentes con la bobada de la pureza humana, también son conscientes de la realidad de la vida, y a pesar de que sueñan con un Edén maravilloso en el que los leones duermen junto a las gacelas y el consejero delegado de una multinacional comerá un día en la misma mesa que el último de sus obreros, saben perfectamente que el destino no es más que una trampa y que hay que analizar, conocer, cribar y tomar decisiones para no caer en ella y así emanciparnos del azar, borrando de los mapas el trayecto que conduce hacia el casino.
Y dentro de ese segundo grupo, finalmente tenemos a los llamados utopistas, aquellos cuya conciencia está convencida de que han venido al mundo para cambiarlo por completo. Éstos, aunque reniegan de dioses y fortunas, azares o destinos, se creen en posesión de la verdad absoluta, dueños de toda moral, descubridores de la bondad, y no dudarán un instante en masacrar a millones de personas con tal de que, precisamente las personas (las que sobrevivan) sean justas y equitativas, eliminando incluso esa relación recíproca de responsabilidades, de causas y de efectos, sobre la que está fundamentada la sociedad; lo cual, bien mirado, y aun conteniendo un alto grado de perversión, no deja de tener su gracia.
Es decir, azar y responsabilidad individual y colectiva tienen mucho que ver con solidaridad, justicia y equidad, y dado que vivimos en sociedad, esta relación encadenada nos lleva indefectiblemente a hablar sobre aquellos que la niegan. Porque hay una parte de nuestra sociedad que le otorga al azar o a los designios divinos tanto sus triunfos como sus derrotas, sus alegrías como sus tristezas, sus llantos y sus risas, su pobreza o su riqueza, su salud o su agonía. Otra parte se inclina más por arrogarse a sí mismo las causas de su ufana existencia y no le otorga a nada ni a nadie la satisfacción de haberse conocido a sí mismo. Estos sujetos suelen resultar ser unos egoístas de campeonato. Vivir en sociedad les ha proporcionado buena parte de su exitoso paso por el mundo y sin embargo le niegan a sus miembros el pan y la sal, con el conocido argumento de “¡los demás que espabilen!”. Para ellos, el azar está a su servicio porque han sido más fuertes, más listos y más audaces, y porque han sabido traducir a sus vidas el mensaje de “La evolución de las especies”. En realidad, estos son los putos amos, los dueños del casino donde todos nos jugamos a diario el parné y nuestro futuro.
Pero existe otro grupo humano que ha sido capaz de discernir de otro modo y con diferentes resultados sobre ese proceso de causa afecto en el que todos estamos involucrados. A pesar de su acuerdo sobre la interrelación social de responsabilidades recíprocas, este grupo no es en absoluto homogéneo. Unos, probablemente debido a interferencias de carácter religioso, creen que todo el mundo es bueno, así, tal cual, y enfocan su pensamiento social con un punto de vista acrítico, repleto de prejuicios, unas veces llamados de clase, y otra, sencillamente, llamados de pura estupidez, de manera que, aunque no lo sepan, su carácter y su estar en el mundo se vincula más de lo que ellos creen al punto de vista de los azarosos-religiosos.
Otros, aunque de algún modo son displicentes con la bobada de la pureza humana, también son conscientes de la realidad de la vida, y a pesar de que sueñan con un Edén maravilloso en el que los leones duermen junto a las gacelas y el consejero delegado de una multinacional comerá un día en la misma mesa que el último de sus obreros, saben perfectamente que el destino no es más que una trampa y que hay que analizar, conocer, cribar y tomar decisiones para no caer en ella y así emanciparnos del azar, borrando de los mapas el trayecto que conduce hacia el casino.
Y dentro de ese segundo grupo, finalmente tenemos a los llamados utopistas, aquellos cuya conciencia está convencida de que han venido al mundo para cambiarlo por completo. Éstos, aunque reniegan de dioses y fortunas, azares o destinos, se creen en posesión de la verdad absoluta, dueños de toda moral, descubridores de la bondad, y no dudarán un instante en masacrar a millones de personas con tal de que, precisamente las personas (las que sobrevivan) sean justas y equitativas, eliminando incluso esa relación recíproca de responsabilidades, de causas y de efectos, sobre la que está fundamentada la sociedad; lo cual, bien mirado, y aun conteniendo un alto grado de perversión, no deja de tener su gracia.
Por cierto. ¿A qué
grupo pertenece usted? ¿Con quién se identifica? ¿Asume la responsabilidad de mojarse, o casi mejor lo echamos a suertes?
5 comentarios:
Hello, mesié!! Yo creo que he pasado por varios de los tipos que reflejas en tu -una vez más- bien traido comentario. Aunque ahora mismo creo que me hallo en uno de los que no citas: el de los conscientes de que siendo nosotros los llamados a la forja del destino, no nos creemos capaces de responder a las expectativas, al menos en el espacio de una vida. No se si me explico... demasiado pegados a nuestras miserias. En fin.
Yo de nuevo: cuando decía en el espacio de una vida me refería a una vida antropológica, o sea, a nivel de homo sapiens...
Te agradezco mucho tu comentario porque me ha ayudado a averiguar por qué yo tampoco me podía identificar con ningún grupo. Estaba a punto de echarlo a suertes, de verdad. Pero ahora sé que tengo que asumir mi cobardía y convivir con ella.
Gracias, amig@ ( o no )
Si te sirve de algo te diré que yo he participado y creo que aun participo de una mezcla de los elementos que conforman los diferentes caracteres que describes.
En mi juventud, creo que fui un poco azaroso-religioso, luego pase a ser un utopista impenitente y por último, a esta probecta edad ya estoy mas en borrar la senda del casino que en otras cosas. Todo ello sin abandonar la utopía. Sin ella no podría seguir viviendo.
Gracias por hacerme reflexionar introspectivamente.
J.C.
Si. A medida que crecemos probablemente nos vamos haciendo con lo mejor de cada grupo y nos deshacemos de sus perversiones, que todos las tienen. Aunque del grupo darwinista, de los dueños del casino, no quiero ni el saludo, no sea que me lo roben y comercien con él.
Estoy de acuerdo contigo, sin la utopía en el horizonte no se avanza. Pero entendida como ese ansia de mejora constante, de ser mejores y de hacer todo lo posible porque los nuestros también lo sean. Ya, a estas alturas, uno se deshace de recetas milagrosas, de los salvadores del mundo y de los salvapatrias, que solamente han traído dolor, destrucción y muerte.
Un abrazo, J.C
¡salud!
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