miércoles, 5 de junio de 2019

Darwin va al casino


Afirmar que creemos en el azar es invalidarlo.  El azar no necesita  fe, ni acólitos, ni  templos, ni prosélitos. Su naturaleza  es ontológica porque se encuentra en el mismo germen del universo. De hecho el universo es producto del azar. Cuando lo invocamos, sus efectos se diluyen y deja de actuar, de existir,  porque en realidad lo que  hacemos  es  establecer una causa  a algún suceso que nos ha acontecido, la causa del azar, y entonces ya no es lo que realmente es. Por esa razón, comprometerse con el azar o renegar de él es sencillamente inútil. 

Azar y suerte a menudo se vinculan, y en ocasiones se asocian al destino. En apariencia los casinos son grandes espacios donde habita. Los propietarios  de estos lucrativos tinglados han nombrado a la estafa legalizada que dirigen como  juegos de azar. Este afortunado término  dota a las actividades que organizan no sólo de un significado  aparente  asociado a una ingenua e inocente  diversión infantil, sino que además consigue que el señor o señora que se deja allí su dinero crea que lo pierde o que lo gana por obra y gracia de la diosa fortuna, hermana del azar, y que  tras el fieltro verde, la baraja,  el rodar de los dados y la música enlatada de las máquinas tragaperras, no hay nadie, tan solo una racha buena o mala que dicta el anónimo y etéreo  azar.  Y sin embargo,  el único azar que han experimentado es el que todos compartimos; aquel que  ha ido guiando los pasos de su existencia hacia el casino, ese mismo día, a esa hora funesta en la que después de ganar miles de euros gracias a una buena racha, acabó arruinado por obra y gracia del destino que le llevó allí.

Hay quien dice que el carácter es el destino, una manera hermosa de decir que nuestro futuro lo forjamos nosotros con nuestras propias acciones, y que  asumir  o defender el azar  como factótum de  nuestras vidas es poco menos que una excusa para quitarnos de encima la responsabilidad del resultado de lo que hacemos o de lo que dejamos de hacer.

Debe ser debido a la edad, pero yo cada día me acerco un poco más a ese pensamiento. La perspectiva de los años nos revela aciertos y errores en nuestras vidas y nos ayuda a ver  aquella mala época, aquel desgraciado acontecimiento, o nuestros momentos más felices como el resultado de decisiones que tomamos conscientemente, como la consecuencia  ineluctable y lógica de nuestra determinación, de nuestra cobardía, audacia, esfuerzo o atrevimiento. 

Sí, es cierto; no siempre controlamos todos los elementos que giran alrededor de nuestras existencias, de manera que a menudo son las decisiones o las acciones ajenas las que resuelven finalmente una situación o desencadenan esa serie de sucesos que nos hunden en la miseria o nos elevan al OIimpo, y nosotros nos convertimos en una ficha más integrando la hilera de un dominó que se desbarata  pieza a pieza. Porque nuestros movimientos, nuestros actos y nuestras resoluciones también forman parte de la vida de los otros y -vale la pena recordarlo- finalmente somos responsables de nosotros mismos y de los demás.

Es decir, azar y  responsabilidad individual y colectiva  tienen mucho que ver con solidaridad, justicia y equidad, y dado que vivimos en sociedad, esta relación  encadenada nos lleva indefectiblemente a hablar sobre  aquellos que la niegan. Porque hay una parte de nuestra sociedad que le otorga al azar o a los designios divinos tanto sus triunfos como sus derrotas, sus alegrías como sus tristezas, sus llantos y sus risas, su pobreza o su riqueza, su salud o su agonía. Otra parte se inclina más por arrogarse a sí mismo las causas de su ufana existencia y no le otorga a nada ni a nadie la satisfacción de haberse conocido a sí mismo. Estos sujetos suelen resultar ser unos egoístas de campeonato. Vivir en sociedad les ha proporcionado buena parte de su exitoso paso por el mundo y sin embargo  le  niegan a sus miembros el pan y la sal, con el conocido  argumento de “¡los demás que espabilen!”. Para ellos, el azar está a su servicio porque han sido más fuertes, más listos y más audaces, y porque han sabido traducir a sus vidas  el  mensaje de  “La evolución de las especies”. En realidad, estos son los putos amos, los dueños del casino donde todos nos  jugamos a diario  el parné y nuestro  futuro.

Pero  existe otro grupo humano que ha sido capaz de discernir de otro modo y con diferentes resultados  sobre  ese proceso de causa afecto en el que todos estamos involucrados. A pesar de su acuerdo sobre la interrelación  social de responsabilidades recíprocas,  este grupo no es en absoluto homogéneo.  Unos, probablemente debido a interferencias de carácter religioso, creen que todo el mundo es bueno, así, tal cual, y enfocan su pensamiento social con un punto de vista acrítico, repleto de prejuicios, unas veces llamados de clase, y otra, sencillamente, llamados de pura estupidez, de manera que, aunque no lo sepan, su carácter y su estar en el mundo se vincula más de lo que ellos creen al punto de vista de los azarosos-religiosos.

Otros, aunque de algún modo son displicentes con la bobada de la pureza humana, también son conscientes de la realidad de la vida, y a pesar de que sueñan con un Edén maravilloso en el que los leones duermen junto a las gacelas y el consejero delegado de una multinacional  comerá un día en la misma mesa que el último de sus obreros, saben perfectamente que el destino no es más que una trampa y que hay que analizar, conocer, cribar y tomar decisiones para no caer en ella y así emanciparnos del azar, borrando   de los mapas el trayecto que conduce  hacia el casino.

Y dentro de ese segundo grupo, finalmente  tenemos a los llamados utopistas, aquellos cuya conciencia está convencida de que han venido al mundo para cambiarlo por completo. Éstos, aunque reniegan de dioses y fortunas,  azares o destinos,  se creen en posesión de la verdad absoluta, dueños de toda moral, descubridores de la bondad, y no dudarán un instante en masacrar a millones de personas con tal de que, precisamente  las personas (las que  sobrevivan)  sean justas y equitativas, eliminando incluso esa relación recíproca de responsabilidades, de causas y de efectos,  sobre la que está fundamentada la sociedad;  lo cual, bien mirado, y aun conteniendo un alto grado de perversión, no deja de tener su gracia. 

Por cierto.  ¿A qué grupo pertenece usted? ¿Con quién se identifica? ¿Asume la responsabilidad de mojarse, o casi mejor lo echamos a suertes?

5 comentarios:

Unknown dijo...

Hello, mesié!! Yo creo que he pasado por varios de los tipos que reflejas en tu -una vez más- bien traido comentario. Aunque ahora mismo creo que me hallo en uno de los que no citas: el de los conscientes de que siendo nosotros los llamados a la forja del destino, no nos creemos capaces de responder a las expectativas, al menos en el espacio de una vida. No se si me explico... demasiado pegados a nuestras miserias. En fin.

Unknown dijo...

Yo de nuevo: cuando decía en el espacio de una vida me refería a una vida antropológica, o sea, a nivel de homo sapiens...

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Te agradezco mucho tu comentario porque me ha ayudado a averiguar por qué yo tampoco me podía identificar con ningún grupo. Estaba a punto de echarlo a suertes, de verdad. Pero ahora sé que tengo que asumir mi cobardía y convivir con ella.
Gracias, amig@ ( o no )

Anónimo dijo...

Si te sirve de algo te diré que yo he participado y creo que aun participo de una mezcla de los elementos que conforman los diferentes caracteres que describes.
En mi juventud, creo que fui un poco azaroso-religioso, luego pase a ser un utopista impenitente y por último, a esta probecta edad ya estoy mas en borrar la senda del casino que en otras cosas. Todo ello sin abandonar la utopía. Sin ella no podría seguir viviendo.
Gracias por hacerme reflexionar introspectivamente.
J.C.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Si. A medida que crecemos probablemente nos vamos haciendo con lo mejor de cada grupo y nos deshacemos de sus perversiones, que todos las tienen. Aunque del grupo darwinista, de los dueños del casino, no quiero ni el saludo, no sea que me lo roben y comercien con él.

Estoy de acuerdo contigo, sin la utopía en el horizonte no se avanza. Pero entendida como ese ansia de mejora constante, de ser mejores y de hacer todo lo posible porque los nuestros también lo sean. Ya, a estas alturas, uno se deshace de recetas milagrosas, de los salvadores del mundo y de los salvapatrias, que solamente han traído dolor, destrucción y muerte.

Un abrazo, J.C
¡salud!