Cuando Roque Posteguillo llegó a El Castro creo que ya habían tirado la bomba atómica.
No estoy muy seguro, porque yo todavía era muy pequeño. Vino de Cabeza Grande,
un pueblo limítrofe, en el corazón de la sierra, donde él y su familia se comían los mocos.
Porque Roque era sastre, de los de cinta métrica y tijeras
largas. No habría mucha tela que cortar
en un rincón olvidado del mundo donde hasta el alcalde labraba la tierra para poder
sacar un trozo de pan.
Roque llegó ya viudo. Nunca supimos cosa alguna de la difunta y poco más sobre él. De hecho, todos decían que tampoco era de Cabeza Grande, porque su apellido no era muy común por esas tierras.
Al llegar a El Castro se estableció en una casa en lo más frío del barrio de La Solana. La casa era demasiado pequeña para la prole que acarreaba. Dos damas y tres varones. Todavía hoy, muchos años después, en el pueblo es un misterio -materia de especulación y entretenimiento- la maña con que se las apañó el sastre de Cabeza Grande para sacar a su familia adelante de una manera tan exitosa, porque a pesar de los cuatro trajes contados que confeccionaba al cabo del año, se las ingenió para darles a los cinco una educación y un buen oficio.
La mayor era Domitila, quien disfrutó de la virtud y la viveza de asociarse a las Hijas de María, consiguiendo así el título de maestra con el que muy pronto pudo marchar a la capital, a ejercer la docencia en un colegio de las Carmelitas Descalzas.
A la segunda hembra la bautizaron Primitiva y aprendió el oficio del padre. En cuanto se sintió segura con el paño, el cartabón y la tiza emigró a Madrid, donde se labraría un prestigio como sastra, confeccionando los mejores trajes a medida de la capital. Tanto es así, que la mayor parte de los procuradores en Cortes vestían en casa Primitiva. Incluso oí decir, de boca de paisanos muy bien informados, que le llegó a tomar medidas al ínclito Don José Ortega y Gasset.
El mayor de los tres machos se llamaba Damián. Damián sintió en edad temprana la llamada del Señor. Ingresó siendo muy jovencito en el seminario menor de San José, en Burgos. Cuando llegó la hora de prometer los votos, decidió que lo suyo era la clausura y se metió a cartujo. Se lo comunicó a Roque a través de una carta y desde entonces ya nadie volvió a saber de él.
El segundo de los varones y cuarto vástago de la saga fue bautizado como Evelio, aunque todo el mundo le llamaba ‘el chico’, a pesar de que al instalarse en el pueblo, Roque ya tenía entre su prole a Cayo, el legítimo benjamín de la familia.
Evelio causó cierta admiración, no sólo en El Castro, sino en todos los pueblos de la Sierra, pues sin ayuda de nadie, aprendió primero latín, después griego y finalmente inglés. Nadie se lo explicaba. Él decía que los dos primeros idiomas los había aprendido de un par de libros que había cogido de la sacristía, de cuando asistía al cura párroco como monaguillo. En cuanto al inglés, parece ser que tenía la habilidad de sintonizar emisoras de radio extranjeras y gozaba de un extraordinario oído para las lenguas, pero todo el mundo decía que el cura le proporcionaba revistas de estraperlo inglesas, de las que estaban prohibidas, y que ese fue la manera de que aprendiese idiomas.
Un día Evelio no apareció por casa a la hora de la cena. Al día siguiente tampoco. Se marchó sin despedirse. Pasó el tiempo y, una tarde en el bar, gracias a la primera televisión que se vio en El Castro, alguien le reconoció asomando la cabeza, muy bien vestido, sentado discretamente detrás del trono de la reina Fabiola de Bélgica, en una recepción que ofreció al cuerpo diplomático de otro país. Todos los que vieron la noticia estuvieron de acuerdo. Sin duda era el mismísimo Evelio, que trabajaba de intérprete en la corte flamenca.
Un parroquiano pretendió hacerse el listo y objetó que aquello era una bobada, porque la reina belga en realidad era española, y era una mujer muy cultivada que sabía seis idiomas, el español inclusive. Casi tuvo que exiliarse, el espabilado. Le respondieron con cajas destempladas y con el muy lógico argumento de que los reyes y las reinas tienen sirvientes para todo, incluso para entender lo que otros les dicen, aunque ya sepan y entiendan lo que les dicen. Y así se zanjó el asunto del prodigioso Evelio, Evelio ‘el chico’.
Cayo era el pequeño, Cayo Posteguillo. Por ser el último, tampoco salió tonto. Más bien todo lo contrario. Pronto despuntó en la escuela, aunque era muy tremendo. Se hizo maestro igual que su hermana mayor, pero por méritos propios. Ejerció en el pueblo más importante de la comarca, que detentaba la categoría de ser cabeza de partido. Sin embargo, a pesar de su inteligencia y de que valía tanto para las letras como para los números, salió un tanto asilvestrado. En realidad, lo que a él le gustaba era cazar gatos, desollarlos y cocinarlos con picantes; dormir a la intemperie en lo más recóndito del bosque; pescar cangrejos a mano, o convencer a otros para organizar barrabasadas a los vecinos. Una de sus aficiones más temidas consistía en despeñar carros desde lo alto del Castro.
Cierto día de invierno, Cayo dispuso fabricar unos cuantos quilos de jabón. Disfrutaba con el olor fuerte a química doméstica que desprendía la mezcla de sosa cáustica, aceite de pringue, agua de lluvia y el añadido mágico de las cenizas frías de la cocina. Una vez vertidos todos los ingredientes en el recipiente, se dispuso a agitarlos enérgicamente para que emulsionasen. Como no halló cerca de sí utensilio alguno, decidió introducir su propio brazo, el brazo derecho, y así estuvo agitando todo el compuesto, de derechas a izquierdas, durante unos cuantos minutos, hasta que empezó a notar un calor extraño que poco a poco se convirtió en quemazón dolorosa. A mí Cayo me caía bien, pero desde que supe lo del jabón, le cogí miedo, y esquivaba su presencia, sobre todo en verano.
Al llegar a El Castro se estableció en una casa en lo más frío del barrio de La Solana. La casa era demasiado pequeña para la prole que acarreaba. Dos damas y tres varones. Todavía hoy, muchos años después, en el pueblo es un misterio -materia de especulación y entretenimiento- la maña con que se las apañó el sastre de Cabeza Grande para sacar a su familia adelante de una manera tan exitosa, porque a pesar de los cuatro trajes contados que confeccionaba al cabo del año, se las ingenió para darles a los cinco una educación y un buen oficio.
La mayor era Domitila, quien disfrutó de la virtud y la viveza de asociarse a las Hijas de María, consiguiendo así el título de maestra con el que muy pronto pudo marchar a la capital, a ejercer la docencia en un colegio de las Carmelitas Descalzas.
A la segunda hembra la bautizaron Primitiva y aprendió el oficio del padre. En cuanto se sintió segura con el paño, el cartabón y la tiza emigró a Madrid, donde se labraría un prestigio como sastra, confeccionando los mejores trajes a medida de la capital. Tanto es así, que la mayor parte de los procuradores en Cortes vestían en casa Primitiva. Incluso oí decir, de boca de paisanos muy bien informados, que le llegó a tomar medidas al ínclito Don José Ortega y Gasset.
El mayor de los tres machos se llamaba Damián. Damián sintió en edad temprana la llamada del Señor. Ingresó siendo muy jovencito en el seminario menor de San José, en Burgos. Cuando llegó la hora de prometer los votos, decidió que lo suyo era la clausura y se metió a cartujo. Se lo comunicó a Roque a través de una carta y desde entonces ya nadie volvió a saber de él.
El segundo de los varones y cuarto vástago de la saga fue bautizado como Evelio, aunque todo el mundo le llamaba ‘el chico’, a pesar de que al instalarse en el pueblo, Roque ya tenía entre su prole a Cayo, el legítimo benjamín de la familia.
Evelio causó cierta admiración, no sólo en El Castro, sino en todos los pueblos de la Sierra, pues sin ayuda de nadie, aprendió primero latín, después griego y finalmente inglés. Nadie se lo explicaba. Él decía que los dos primeros idiomas los había aprendido de un par de libros que había cogido de la sacristía, de cuando asistía al cura párroco como monaguillo. En cuanto al inglés, parece ser que tenía la habilidad de sintonizar emisoras de radio extranjeras y gozaba de un extraordinario oído para las lenguas, pero todo el mundo decía que el cura le proporcionaba revistas de estraperlo inglesas, de las que estaban prohibidas, y que ese fue la manera de que aprendiese idiomas.
Un día Evelio no apareció por casa a la hora de la cena. Al día siguiente tampoco. Se marchó sin despedirse. Pasó el tiempo y, una tarde en el bar, gracias a la primera televisión que se vio en El Castro, alguien le reconoció asomando la cabeza, muy bien vestido, sentado discretamente detrás del trono de la reina Fabiola de Bélgica, en una recepción que ofreció al cuerpo diplomático de otro país. Todos los que vieron la noticia estuvieron de acuerdo. Sin duda era el mismísimo Evelio, que trabajaba de intérprete en la corte flamenca.
Un parroquiano pretendió hacerse el listo y objetó que aquello era una bobada, porque la reina belga en realidad era española, y era una mujer muy cultivada que sabía seis idiomas, el español inclusive. Casi tuvo que exiliarse, el espabilado. Le respondieron con cajas destempladas y con el muy lógico argumento de que los reyes y las reinas tienen sirvientes para todo, incluso para entender lo que otros les dicen, aunque ya sepan y entiendan lo que les dicen. Y así se zanjó el asunto del prodigioso Evelio, Evelio ‘el chico’.
Cayo era el pequeño, Cayo Posteguillo. Por ser el último, tampoco salió tonto. Más bien todo lo contrario. Pronto despuntó en la escuela, aunque era muy tremendo. Se hizo maestro igual que su hermana mayor, pero por méritos propios. Ejerció en el pueblo más importante de la comarca, que detentaba la categoría de ser cabeza de partido. Sin embargo, a pesar de su inteligencia y de que valía tanto para las letras como para los números, salió un tanto asilvestrado. En realidad, lo que a él le gustaba era cazar gatos, desollarlos y cocinarlos con picantes; dormir a la intemperie en lo más recóndito del bosque; pescar cangrejos a mano, o convencer a otros para organizar barrabasadas a los vecinos. Una de sus aficiones más temidas consistía en despeñar carros desde lo alto del Castro.
Cierto día de invierno, Cayo dispuso fabricar unos cuantos quilos de jabón. Disfrutaba con el olor fuerte a química doméstica que desprendía la mezcla de sosa cáustica, aceite de pringue, agua de lluvia y el añadido mágico de las cenizas frías de la cocina. Una vez vertidos todos los ingredientes en el recipiente, se dispuso a agitarlos enérgicamente para que emulsionasen. Como no halló cerca de sí utensilio alguno, decidió introducir su propio brazo, el brazo derecho, y así estuvo agitando todo el compuesto, de derechas a izquierdas, durante unos cuantos minutos, hasta que empezó a notar un calor extraño que poco a poco se convirtió en quemazón dolorosa. A mí Cayo me caía bien, pero desde que supe lo del jabón, le cogí miedo, y esquivaba su presencia, sobre todo en verano.
4 comentarios:
Me encantan los nombres y los juegos de palabras que proveen de anonimato... ¿continuará?
Pues no te digo que no, porque cada uno de los Posteguillo tiene una historia por contar... y por vivir. Otra cosa es la confianza en mí mismo para hacerlo
Abrazos Belén
Discúlpame y borra este comentario no pertinente, que no impertinente, al menos en su intención, porque no viene al caso de este post. Bórralo, de veras, es que no he visto tu e-mail para advertirte: simplemente decirte que hoy me has pllado tan liado que desde autobuses y calle no he podido responderte a todos tus comentarios como se merecen, que insisto, te agradezco; ahora en casa, he añadido algunos breves y no es justo que no los leas, porque ya he colgado un nuevo post. Por si quieres contrareplicar
Este Roque se las trae.
Un saludo
¿Por qué voy a borrarlo? Ni pensarlo
Voy para tu blog. Estoy impaciente. ¡Con lo que me gusta a mí la controversia y la polémica!
(y no tienes por qué disculparte. Al contrario, se agradece la visita)
¡Salud!
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