martes, 29 de septiembre de 2015

Úteros de piedra (1)



Al entrar se le distingue a lo lejos, casi imperceptible, como una intuición. Por eso aligeré el paso,impaciente. Creía que de un momento desaparecería. Era como si un temor irracional y estúpido me indicase que si no me apresuraba perdería para siempre la oportunidad de contemplarlo de cerca. Sin embargo, por extraño que pueda parecer,  a medida que me aproximaba, que su figura se engrandecía y que iba constatando  la realidad de sus dimensiones,  gradualmente mi paso perdió el apremio, hasta que unos diez metros antes de llegar a  su ubicación, donde la muchedumbre se agolpaba frente a él, me detuve, y entonces  algo indefinido e inexplicable, una sensación espontánea de admiración profunda que me vinculaba muy directamente con él me impidió seguir. 

No eran los centenares de turistas que alzaban el teléfono móvil para poder fotografiarlo. Algunos incluso chocaban contra mí, ansiosos por capturar la imagen que días después habrían de mostrar ufanos en la oficina, o que en ese mismo instante, a los pocos segundos de aprisionarla, compartirían en sus redes sociales.  Aun así, si en aquel instante me detuve no fue por ellos, porque podría haber sorteado perfectamente el tumulto que se agolpaba frente a él rodeándolo por alguno de los flancos, desde donde se disfrutaba de una visón  mejor y más sosegada, sin el padecimiento de codazos ni empellones.

Quiero decir que no me detuvo mi voluntad, ni la voluntad de los hombres. Me paré allí, a escasos metros de él, poco antes de situarme bajo la sombra blanca de su magnificencia,  porque algo, no sé si espiritual, pero en cualquier caso sin forma ni presencia material,  me decía que me parase, que mirase, que admirase, e incluso que escuchase. Y es que, a pesar del bullicio, de las advertencias constantes de los guardas solicitando silencio sin fortuna, misteriosamente pareció que me cubría un escudo invisible que me protegía del rumor alborotado que invadía la sala y que no solamente me aislaría de la algazara, sino que me permitió experimentar algo que todavía hoy no puedo explicar sin que mis interlocutores me escuchen con  cierto gesto de  compasión. De ahí que ahora prefiera no extenderme en los detalles de toda la experiencia, porque temo la burla, o en el mejor de los casos, la conmiseración paternal y dolorosa que se concede a los desequilibrados. 

Solo diré que permanecí inmóvil  unos cuantos minutos sin tener conciencia de mí mismo. Alguien que no era yo, pero que se mostraba ante el resto de personas con mi propia apariencia, observaba extasiado la figura espléndida, armoniosa e irrepetible de David mirando expectante hacia el horizonte, a la espera, o  quizá divisando ya la proximidad de su descomunal enemigo, con la determinación sosegada  propia de los audaces que osan enfrentarse a lo imposible, esgrimiendo las únicas armas de la inteligencia y la plena confianza en sus posibilidades. Y una honda colgada sobre el hombro; el arma básica; un pedazo de piel cosida eficazmente a los tendones de algún animal sacrificado, que en unos instantes acogerá el proyectil letal, a punto en la otra mano,serena, fuerte y experimentada; el canto justiciero con el que derribará a su adversario constituido así  en símbolo universal y esperanza para los débiles de la historia, desde el preciso momento en que el gigante muerda el polvo y se produzca el temblor de la tierra ante la caída y la hazaña.

 Porque con su criatura, además de la figura esculpida, además de alumbrar con su genio  una de las obras de arte concluyentes y determinantes de toda  la historia de la humanidad, Miguel Ángel nos ofrece la narración completa de unos hechos conocidos por todos, sin necesidad de colocar ante David más que el aire a través del cual viaja su mirada, el espacio  que todos nosotros completamos, anonadados, bajo la protección del héroe que nos salva de la amenaza del mal que se aproxima,  inexorable, a través de su fuerza, su determinación y su belleza. Y la narración  de su epopeya, el relato de la historia eterna del bien contra el mal, se halla en su totalidad volcada en el gesto altivo de su rostro, constatado el arrojo imperturbable en el interior de sus ojos vacíos, blancos,  marmóreos que, sin embargo, contienen más vida que los ojos de cualquiera de los miles de visitantes que allí nos congregábamos, afanados  por mirar únicamente a través de artefactos luminosos, a través de  la intermediación de la futilidad, en un  intento vano por aprisionar la belleza eterna con la fugacidad tramposa de la obsolescencia programada. 

Tampoco voy a explicar los síntomas que experimenté al volver en mí. No estoy dispuesto a arriesgar el prestigio de mi esforzada lucidez.  Únicamente diré que  al recuperar la conciencia y el movimiento de todas las extremidades,  pude acercarme más a él. Tuve la oportunidad de rodearlo, de contemplar y admirar desde todos los ángulos posibles los cinco metros de mármol blanco transformado en vida imperecedera, en fuerza armónica,  en  crónica perpetua del hombre gracias al genio irrepetible de un artista. Su contemporáneo, Giorgio Vassari, dijo al ver la obra terminada que, con el David, Miguel Ángel había clausurado el arte de la  escultura. Es decir, que había conseguido la  perfección, y que a partir de entonces, cualquier intento de cualquier  artista en futuras generaciones no sería más que un intento por acercarse, a lo sumo, al genio de Caprese.

Yo observa y observaba el David. Acabé apoyado en una columna, de pie, a la izquierda del héroe, justo bajo su mirada, y mientras esperaba que de un momento a otro frunciese el ceño y se dispusiese a cargar la honda, me asaltó la curiosidad de saber la reacción de los coetáneos al ver por primera vez  la escultura  plantada en la plaza de la Signoria, a la vista de todos. Quise saber si sabían que, solamente tres años antes, el símbolo que en ese momento representaba a la república florentina era un inmenso bloque de mármol de 6 metros de altura llamado “el gigante”, dañado y olvidado en un rincón de Santa Maria di Fiore, y por tres veces violado. Quise saber si el resultado del trabajo de Miguel Ángel con ese ciclópeo bloque de piedra causó la admiración de sus contemporáneos; si la admiración llegó en algún momento al éxtasis o a  la adoración, o si en realidad no se produjo más que cierta indiferencia, la reacción desdeñosa de quienes no esperaban otra cosa de él; sencillamente, la conformidad ante un trabajo correcto,  bien ejecutado, digno resultado de un encargo oficial.

2 comentarios:

ESTER dijo...

Esta entrada me ha abierto la curiosidad. Os invito a que también lo conozcáis mejor.
1. ¿Qué representa? Es el Rey David antes de su enfrentamiento con Goliat, es una escultura de 4.10 metros con un peso de 5.5 toneladas, tallada en mármol de Carrara, realizada entre 1501 y 1504.
2. Un ambicioso proyecto. La escultura formaba parte de un proyecto que consistiría en la elaboración de 12 figuras de personajes que aparecían en el Antiguo Testamento, esto sobre los exteriores de la catedral Santa María de las Flores.
3. Las proporciones. El David es la figura de un adolescente que muestra una anatomía extraña, pues para su edad, tiene una cabeza muy grande, brazos muy largos, manos grandes y pesadas, además de cadera estrecha y piernas muy separadas.
4. ¿Qué transmite? Los ojos cargados de dramatismo, un cuerpo lleno de tensión, la marca de sus tendones, los músculos y las venas no tienen gestos violentos, pero muestran una energía contenida que caracteriza el trabajo de Miguel Angel.
5. ¿Por qué está desnudo? Durante el Renacimiento la desnudez era considerada como un sinónimo de belleza, con lo que se dejó atrás los tabús medievales. Miguel Angel exaltaba la figura humana en una conciliación con la naturaleza.
6. El tallado. Para tallar la escultura, Miguel Angel partió de un bloque de mármol que había estado olvidado en los talleres del Duomo de Florencia durante 40 años.
7. ¿Cuándo fue expuesta por primera vez? Se exhibió por primera ocasión el 8 de agosto de 1504, cuando el cuerpo contenía partes de oro, sobre todo en la base.
8. La controversia. En un inicio la escultura fue colocada en la Piazza de la Signora mirando hacia Roma, lo que causó controversia debido a que se dirigía donde el Papa Alejandro VI había cobijado a los Medici, expulsados de la ciudad por el gobierno florentino.
9. El rechazo. Fue tanto el rechazo que tuvo entre el pueblo que en los cuatro días que duró el traslado del David desde el taller a su lugar de emplazamiento, fue apedreado.
10. ¿Dónde se encuentra actualmente? Está en la Glorieta de la Academia de Florencia y es uno de los principales atractivos de la ciudad.

Como siempre, magnífica narración.
Un beso, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Gracias Ester