Lo recuerdo muy bien. El 28 de noviembre de 2010 fui a
votar. Teníamos que escoger a los hombres y mujeres que nos iban a representar
en el Parlament de Catalunya de entre los cuales surgiría el nuevo presidente de
la Generalitat. Ese domingo había comido bien. De primero, una cazuela de
fideos con sepia, gloriosa, fundamentada
en un sofrito histórico y aromatizada con un pellizco de comino final. De segundo
unas ruedas de bacalao fresco frito en un suave aceite de oliva, bien enharinadas,
al punto de sal, acompañadas de unos poco pimientos de Padrón… para quitar el sentido. Todo regado con un cava
brut nature, muy frío. Después, un whiski on the rocks y la siesta.
No recuerdo si soñé o no soñé. Probablemente sí, porque
los sueños más intensos y materiales se viven durante la siesta; al poco de
cerrar los ojos los vapores y la contundencia de los alimentos actúan de
desencadenante de una fase REM súbita y profunda y los sucesos y las imágenes se suceden en la
cara oculta del cerebro con inusitado realismo e intensidad. Sin embargo, no recuerdo lo que soñé. Lo que sí que puedo
certificar es que al despertar ya había oscurecido y me sobresalté, pues temía que hubiesen cerrado los colegios electorales. Eran
casi las siete y media de la tarde. Debía de apresurarme si pretendía votar.
Decidí mi voto desde antes de la campaña electoral. En pocas convocatorias electorales mi decisión
había sido más consciente, fruto de una
larga y sesuda reflexión que enfrentaba sin paños calientes, con
sinceridad, ahuyentado prejuicios y sectarismos las distintas opciones posibles,
los programas, las figuras humanas y políticas de los contendientes, sus
trayectorias, formación y preparación, la consistencia, sinceridad y realismo de sus
propuestas, el contexto social presente y el momento histórico proyectado hacia
el futuro relacionado con mi particular situación personal y el modelo de
sociedad al que aspiro.
De hecho, hasta ese año casi se podía decir que regalaba
mi voto, porque al contrario de lo que hace la mayoría de la gente, decidía mi
opción después del debate en la tele, de valorar el ingenio de los zascas en las sesiones parlamentarias, o escuchando a los tertulianos
en la radio. Pero parece ser que estaba madurando, afirmando mi condición de adulto, y ese día de otoño de hace una década fue el momento de actuar de manera
responsable ante la historia, como actúa
la mayoría de la gente, y no al tuntún,
tal y como hacemos unos pocos descerebrados.
De modo que me refresqué la cara, me calcé, cogí la cartera,
mi pluma estilográfica de escribir poemas, el abrigo, y salí escopeteado hacia
mi colegio electoral, para participar civilizada, cívica y responsablemente de la fiesta de la democracia. Casi no había
gente. Solamente un guardia municipal fumando en la puerta, los interventores
de los partidos en contienda afilando sus lápices mientras soslayan disimulados
a sus contrincantes y algunos pocos rezagados como yo, que dejan siempre lo
importante a última hora.
Me dirigí a la mesa donde descansan como fajos de billetes las pilas de papeletas de cada una de las formaciones. Busqué la de
Convergencia i Unió (CiU), el partido de los nacionalistas catalanes, que
representaba -y representa ahora con otros nombres- a lo mejorcito de la
burguesía catalana, a la gent guapa, a los que manejan el cotarro, a los que se lo
llevan crudo a Andorra, a los que han exprimido y han fundido el país.
Sentí un picor en la espalda parecido al pinchazo de una aguja. Era el efecto sobre mi piel
de las miradas de los interventores. Ya
se sabe, en un pueblo nos conocemos todos. Con mi papeleta fui hasta una de las
dos cabinas disponibles. Siempre he pensado que una cabina electoral es como el
probador del Zara, un lugar estrecho, incómodo y maloliente donde te pruebas algo que en quince días pasa de moda.
Deposité la papeleta de CiU sobre el pupitre, tomé mi estilográfica y muy
despacio, concienzudamente, taché de la
lista el primer nombre, Artur Mas. Sobre la tachadura, con mi letra de
los domingos electorales, escribí: Manolo Reyes, el Pijoaparte. Contemplé durante
unos pocos segundos mi obra, el fruto de mis reflexiones.
Después de doblar la
papeleta e introducirla en el sobre, me
dirigí a mi mesa. Tras las comprobaciones de rigor, con mi
conciencia a salvo por el deber
cumplido, introduje el voto en la urna. Al salir, me acerqué al bar más próximo,
pedí una cerveza y mientras bebía con gran placer no dejaba de pensar en los
miembros de mesa electoral y en los
interventores al extraer mi papeleta del sobre. ¿Cantarían el nombre?
¿Conocerían a mi candidato? ¿Entenderían algo? Desde
aquel día no hay jornada electoral que no recuerde aquel momento álgido
en la historia de mi madurez. Hoy me vino a la memoria porque se nos ha ido
Juan Marsé, el maestro Juan Marsé. Va por él.
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