En el momento de vestimos no se oye absolutamente nada. El
silencio se rompe únicamente con el abrir y cerrar de las taquillas, el golpeteo de los tacos sobre la madera, nuestra respiración, que se acelera produciendo
sonoros bufidos, algún carraspeo nervioso y breves accesos de tos mientras nos atamos
las botas y nos enfundamos la camiseta. Pero nosotros no decimos nada. En esa
suerte de ritual gladiador, permanecemos en un escrupuloso silencio, en el que sólo hablan, por así decirlo, nuestro
organismo y las armaduras.
Después sí. Porque al poco, cuando todos estamos a punto, entra el Míster, como
siempre, tan bien trajeado, tan
elegante, hecho un pincel, escoltado por su séquito, y ejecuta como nadie dos sonoras palmadas que restallan sobre el baldosín blanco. A continuación -porque siempre es así- escuchamos sus arengas, la retórica del
combate, las apelaciones a nuestro pundonor, a la fuerza, a nuestros atributos
masculinos, a la necesidad perentoria de
la victoria, a despellejarnos si es necesario sobre la hierba, a pasar por
encima del rival sin clemencia, etcétera etcétera etcétera, hasta que llegado
el momento nos ordena que recordemos, “¡Recuerden!”, dando por sentado que la memoria es objeto de obediencia; “recuerden jugar con la cabeza, utilizando la inteligencia”, dando por sentado que conjugar la testosterona desbocada y las
capacidades intelectuales es algo razonable y posible, a la vista, por otro
lado, de las doctas potencialidades a las que se dirige.
Pero, en fin, tengo la sensación que, al menos en
apariencia, sus palabras encuentran eco
en la audiencia, porque a pesar de que las hemos escuchado tantas veces como
semanas tiene el año durante años, todo el equipo, los casi veinte hombres
jóvenes convocados, respondemos unánimemente con vítores, gritos,
interjecciones de remoto origen neandertal y variadas expresiones de ánimo,
trufadas de los mejores juramentos genitales, mientras ejecutamos saltos y palmadas, o chocamos las manos como signo de
compenetración y de compromiso colectivo, de inquebrantable solidaridad. Algunos,
incluso, quizás por exhibir el alto grado de conciencia del deber, colisionan sus
pectorales en brincos de carácter animal, tal y como pugnan por una hembra dos ciervos en la berrea.
Ya salimos al pasillo. ¡Cada día se hace más largo! Medio
centenar de pasos que cubrimos en rigurosa fila india, uno detrás de otro. No me gustaría
estar en el lugar del portero, que abre la formación. Dicen que los porteros
albergan ideas extrañas, que son especiales, que su posición
solitaria cubriendo la portería
condiciona su personalidad porque, mientras nosotros jugamos en terreno contrario, son testigos
mudos de los acontecimientos, y porque el peso de la responsabilidad que conlleva ser el último baluarte de nuestra
meta les produce cierto desasosiego, que combaten a fuerza de rarezas y
supersticiones. Sin embargo, yo creo que lo que imprime ese carácter diferenciado es el lugar
de vanguardia en la aproximación progresiva y lenta a través del túnel
interminable mientras caminamos hacia la cancha.
Yo no lo soportaría. Mi estatura, tirando más bien a enana,
y mi posición en la fila, me libran de encontrarme cara a cara con el futuro,
porque a medida que nos acercamos a ese resplandor halógeno de reflejos verdosos me llegan los ecos de un fragor, del clamor
colectivo del público convertido en una sola voz, en un solo grito que de paso
en paso se va agigantando hasta transformarse en algo así como un enjambre amenazante que se introduce muy adentro, en mis entrañas
y llega a intimidarme de tal manera que en ocasiones he estado a punto de dar media
vuelta hacia el vestuario.
Que nadie se equivoque. No me achico ante las grandes citas, esos encuentros
clásicos, o las finales en las que nos
jugamos, más allá del resultado, formar parte de la historia. No, no me
amedrenta el enfrentamiento. Se trata de una clase de miedo escénico similar al que explican los actores o los cantantes; o al que sienten los filósofos y los poetas en su lecho de muerte,
quienes tras invertir toda una vida evocándola, se encuentran por fin en la tesitura de
enfrentarse a ella. Algo así.
Superado ese momento ya solo queda pisar la hierba,
recibir sobre las espaldas, como si fuese
la ola de un tsunami, el griterío atronador de los aficionados y, mientras efectúo las primeras zancadas al
trote, aguardo unos segundos a que las pupilas se acostumbren a la luminosidad
que un primer instante me ciega, igual que el sospechoso amedrentado ante el flexo luminoso en la sala de interrogatorios conminándole
a la verdad. De algún modo, así me
siento al pisar el césped, víctima de una expectación irracional que exige con
su presencia la demostración diaria de mi autenticidad, de mi esencia, de mi
talento, de aquello para lo que he sido
llamado.
Porque, aunque me conoce todo el mundo, en el momento de
paroxismo idólatra en el que decenas de
miles de voces corean insistentemente las dos sílabas de mi apellido, en realidad me
están inquiriendo ¿Eres tú, verdad? ¿Eres el de siempre, verdad? ¿Esta noche
has dormido bien, verdad? ¿No habrás copulado, verdad? ¿Sabes que te debes a
nosotros, verdad? ¿Harás que olvidemos
nuestra vida de mierda con tu juego, verdad?¿Sigues en forma, verdad? ¡¡Meeessiiiii! ¡Meeessiiii!
De manera que ahora que estamos en el centro del terreno
de juego saludando a nuestro querido público, apabullado por un vocerío que es
pura exigencia, me siento reo de mi
propia vida y víctima de mis habilidades.
Arte. Llegan a decir que los cuatro trucos que soy capaz de ejecutar con
un esférico es arte. Que soy una especie de arquitecto del deporte rey, porque veo
espacios donde otros ven hierba y porque
trazo diagonales inauditas. Que diseño la jugada en el futuro y que coloco la
esfera donde nadie podría hacerlo. Que tengo imán en los pies. O mejor, que en
lugar de pies tengo manos, y que cuando muera deberían amputar la pierna
izquierda de mi cadáver, introducirla en un frasco lleno de formol y exhibirla en un museo, como si fuera
el cerebro de Lenin. Arte, dicen. Arte.
Entre tanto, copio y repito el rito semanal, y propinando
las primeras patadas al balón antes de que dé comienzo el encuentro, llego por vez primera a una conclusión que hace ya algunos meses
barrunto, pero me resistía reconocer. Me
he cansado de tantísima tontería. Si esta gente que me aclama y que hoy espera
de mí un desahogo a sus anodinas existencias, supiera que lo que vengo haciendo
desde niño no me cuesta ningún esfuerzo,
probablemente se decepcionaría, o incluso me insultaría, o quizás llegarían a
despreciarme, y en uno o dos días me encontraría multitudes de personas ante
las puertas del estadio exigiendo explicaciones, impidiendo el paso de mi
automóvil ante el agravio de conocer lo
que ellos juzgarían como un fraude.
Y les entiendo, porque a la mayor parte de las personas les
cuesta mucho trabajo adquirir las destrezas que les permita realizar sus trabajos con
cierta soltura, para así poder ganarse el favor de sus superiores y sentirse
triunfadores en la vida. Pero, lo siento. Esto se tiene que acabar. Como dicen
acá, que cada palo aguante su vela. Yo, por mi parte, he llegado al límite. Que
busquen a otro héroe. Tengo que detener este sinsentido cuanto antes. Ya se acerca el árbitro al
centro, y ya corre Gerard a participar del sorteo. Ayer le dije que hoy le
cedería la capitanía. Ni siquiera me preguntó por qué. Solamente cogió el
brazalete y expresó un lacónico gracias. Allá va, raudo y ufano. A buen
seguro, hoy ya es una de las noticias
del partido. El míster también se habrá sorprendido. Efectivamente, allí está,
al pie del banquillo, observándolo todo atentamente con gesto censor.
Cara o cruz, campo o saque. Vuela la moneda y antes de que
caiga sobre la palma del colegiado recuerdo que en realidad mi decisión se fue
fraguando ayer. Me costó
conciliar el sueño. Me levanté de madrugada, calenté agua y mientras surgían
las primeras burbujas del hervor vi al niño que fui pateando un balón,
corriendo, driblando sin la menor
dificultad, goleando un domingo tras otro ante la admiración de la concurrencia del
barrio, o de la cancha, allá, en el
Buenos Aires de mi infancia. A mis
compañeros les costaba dios, ayuda y horas de entrenamiento dominar los
fundamentos del fútbol, pero lo que yo era capaz de hacer no era fruto del
trabajo. Era algo espontáneo y natural,
una facultad innata. Había nacido con un don y me fue dado practicarlo. Un día
se presentó Carles, y bueno, el cuento
de la servilleta y el bar ya es harto conocido.
No sé quién ha ganado el sorteo pero, por lo que veo, seguimos
en nuestro terreno y seremos los encargados de iniciar el encuentro. Tengo que
dirigirme al centro, ahora, de inmediato.
Me hallo entre las dos semicircunferencias. Camino sin prisas,
cabizbajo. El árbitro ya ha plantado el balón. No veo más que mis botas pisando
el césped y el agua hirviendo. Durante
una de esas cenas de postín a las que tengo que asistir me sentaron junto a un
grupo de escritores, intelectuales y pensadores a los que les pirra el
fútbol. Son esa clase de tipos que
forman parte de la primera división de las letras y que tienen la facultad de
transformar once contra once tras una pelota en una tragedia griega. Uno de
ellos explicó la historia de un portero.
Jugaba a mediados del siglo pasado en la
Real Sociedad de San Sebastián. Recuerdo su apellido porque pensé que debía
sonar muy bien cuando un locutor enumerase la alineación. Chillida. Eduardo
Chillida, creo. Parece ser que sufrió una grave lesión y eso le marcó el
destino. Se dedicó al arte. Se hizo escultor. Su obra es conocida y admirada en
todo el mundo. El virtuoso, el mago, el genio del espacio, le llamaban.
Creo que voy llegando al centro. Intuyo la línea blanca
que parte en dos el terreno de juego, pero a pesar de que escucho nítidamente los agudos pitidos del árbitro requiriéndome acelerar el paso, decido arrodillarme con la escusa de anudarme
las botas. Pocos años después de que el portero de la Real iniciase su carrera artística, detuvo en seco
su actividad: creía que lo que hacía era demasiado fácil y que nada que fuese cómodo o sencillo de ejecutar podía tener valor. Así es que un buen
día decidió atarse la mano derecha a la espalda (él era diestro) y trabajar
únicamente con la izquierda. "Rarezas de porteros", recuerdo que zanjó aquel tipo tan ilustrado mientras apuraba su
whisky y los demás reían. “Sí, probablemente,
rarezas de portero”, pienso yo ahora que me ato el cordón de la bota derecha, me incorporo, alzo la mirada
hacia el centro del campo y súbitamente cambio de dirección hacia el banquillo,
mejor dicho, hacia el túnel de vestuarios.
Poco a poco percibo cómo, de manera espontánea, mi
caminar se acelera. No soy yo, es alguien nuevo dentro de mí que ya se muestra
impaciente por empezar a trabajar, a
trabajar de verdad. Advierto un progresivo enmudecimiento del estadio. Un rumor
verdaderamente inquietante sustituye a los cánticos de aliento.
Ya no ondean las banderas. Me resigno una vez más a ser el objeto de miles de miradas que siguen expectantes, probablemente
preocupadas, a causa de mis evoluciones.
Mi amigo Luis me detiene y me pregunta si me encuentro bien. Le miro y levanto
ante él el dedo pulgar. Todo el estadio
lo ha visto, pero el público sigue asistiendo a la escena con gran
expectación, porque no conoce todavía ni el motivo de mi actuación ni el
desenlace de lo que acontece. Me veo como un actor del futuro. De hecho
los futbolistas no somos más que actores interpretando un futuro.
Llego a la altura del banquillo y tal y como era
previsible, antes de que pueda entrar al túnel de vestuarios, el Míster se interpone en mi camino, me coge
del brazo y me interroga preocupado. Se
han aproximado a nosotros periodistas con sus micrófonos, fotógrafos con sus
cámaras, amén de tres o cuatro cámaras
de televisión. Nos han rodeado. El cuarto árbitro se abre hueco y pregunta qué sucede.
El míster replica, “sí Leo,¿Qué coño te ocurre?” Nunca, en toda mi carrera de
futbolista, nadie me había hablado así.
Respiro hondo, retengo toda la tensión
y procuro acopiar toda la calma, la
lucidez y la serenidad de que soy capaz,
porque soy consciente de que en unos instantes voy a realizar la jugada más importante de mi vida. Las burbujas van
aumentando de tamaño. Cada segundo que pasa son más numerosas. El agua está a punto de romper a hervir.
Míster, quiero ser portero, quiero defender una portería. Me marcho. Mañana empiezo a entrenar. No me mire así. Sé que ni tengo estatura ni he
nacido para ello, y que si pretendo ser el mejor
deberé entrenar duro. Esto de ahora es demasiado fácil. Siempre fue
demasiado fácil.
En un par de gestos me deshice de todos y mi pequeño
cuerpo se sumergió en la penumbra del túnel. Sin duda, el mejor dribling de mi carrera. De camino al vestuario me volví y escuché de nuevo, como si tuviese
lugar en un espacio ajeno a mí , un
zumbido de insectos, el fragor familiar de las voces humanas alzándose por
encima de las graderías del estadio como si se tratase de un solo clamor. Y pensé, ilusionado, que de ahora en adelante
debería aprender a concienciarme en
ocupar el primer puesto en la formación al salir al terreno de juego, en actuar
como el zapador que desactiva los miedos
y rompe la barrera que
separa nuestra cotidianidad mortal del
escenario donde representamos el porvenir.
No me va
a resultar nada fácil, y por ello estoy ilusionado, impaciente, cien por
cien motivado. Y es que, a partir de hoy,
da comienzo mi carrera de portero. “¡En la portería Messi, Leo Messi!”.Sonará bien en la
voz de los locutores.
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