miércoles, 22 de enero de 2020

La tarde que Leo Messi quiso dejar el fútbol



En el momento de  vestimos no se oye absolutamente nada. El silencio se rompe únicamente con el abrir y cerrar de las taquillas,  el golpeteo de los tacos sobre la madera,  nuestra respiración, que se acelera produciendo sonoros bufidos, algún carraspeo nervioso y breves accesos de tos mientras nos atamos las botas y nos enfundamos la camiseta. Pero nosotros no decimos nada. En esa suerte de ritual gladiador, permanecemos en un escrupuloso silencio,  en el que sólo hablan, por así decirlo, nuestro organismo y las armaduras. 

Después sí. Porque al poco, cuando  todos estamos a punto, entra el Míster, como siempre, tan  bien trajeado, tan elegante, hecho un pincel, escoltado por su séquito, y ejecuta como nadie  dos sonoras palmadas  que restallan sobre  el baldosín blanco. A continuación  -porque siempre es así-  escuchamos sus arengas, la retórica del combate, las apelaciones a nuestro pundonor, a la fuerza, a nuestros atributos masculinos, a la necesidad perentoria  de la victoria, a despellejarnos si es necesario sobre la hierba, a pasar por encima del rival sin clemencia, etcétera etcétera etcétera, hasta que llegado el momento nos ordena que recordemos, “¡Recuerden!”, dando por sentado que  la memoria es objeto de obediencia;  “recuerden jugar con la cabeza, utilizando la  inteligencia”, dando por sentado que  conjugar la testosterona desbocada y las capacidades intelectuales  es  algo razonable y posible, a la vista, por otro lado, de las doctas potencialidades a las que se dirige. 

Pero, en fin, tengo la sensación que, al menos en apariencia, sus palabras encuentran  eco en la audiencia, porque a pesar de que las hemos escuchado tantas veces como semanas tiene el año durante años, todo el equipo, los casi veinte hombres jóvenes convocados, respondemos unánimemente con vítores, gritos, interjecciones de remoto origen neandertal y variadas expresiones de ánimo, trufadas de los  mejores juramentos  genitales,  mientras ejecutamos saltos y palmadas, o  chocamos las manos como signo de compenetración y de compromiso colectivo, de inquebrantable solidaridad.   Algunos, incluso, quizás por exhibir el alto grado de  conciencia del deber, colisionan sus pectorales en brincos de carácter animal, tal y como pugnan por una hembra dos  ciervos en la berrea. 

Ya salimos al pasillo. ¡Cada día se hace más largo! Medio centenar de pasos que cubrimos en rigurosa  fila india, uno detrás de otro. No me gustaría estar en el lugar del portero, que abre la formación. Dicen que los porteros albergan  ideas  extrañas, que son especiales, que su posición solitaria cubriendo  la portería condiciona su personalidad porque, mientras nosotros  jugamos en terreno contrario, son testigos mudos de los acontecimientos, y porque el peso de la responsabilidad  que conlleva ser el último baluarte de nuestra meta les produce cierto desasosiego, que combaten a fuerza de rarezas y supersticiones. Sin embargo, yo creo que lo que  imprime ese carácter diferenciado es el lugar de vanguardia en la aproximación progresiva y lenta a través del túnel interminable mientras caminamos hacia la cancha. 

Yo no lo soportaría. Mi estatura, tirando más bien a enana, y mi posición en la fila, me libran de encontrarme cara a cara con el futuro, porque a medida que nos acercamos a ese resplandor halógeno de reflejos verdosos  me llegan los ecos de un fragor, del clamor colectivo del público convertido en una sola voz, en un solo grito que de paso en paso se va agigantando hasta transformarse en algo así como un enjambre amenazante  que se introduce muy adentro, en mis entrañas y llega a intimidarme de tal manera que en ocasiones he estado a punto de dar media vuelta hacia el vestuario. 

Que nadie se equivoque. No me achico  ante las grandes citas, esos encuentros clásicos, o las  finales en las que nos jugamos, más allá del resultado, formar parte de la historia. No, no me amedrenta el enfrentamiento. Se trata de una clase de miedo escénico similar al que explican los actores o los cantantes; o al que sienten los filósofos y los poetas en su lecho de muerte, quienes tras invertir toda una vida evocándola, se encuentran por fin en la tesitura de enfrentarse a  ella. Algo así. 

Superado ese momento ya solo queda pisar la hierba, recibir sobre las espaldas, como si fuese  la ola de un tsunami, el griterío atronador de los aficionados  y, mientras efectúo las primeras zancadas al trote, aguardo unos segundos a que las pupilas se acostumbren a la luminosidad que un primer instante me ciega, igual que  el sospechoso amedrentado ante  el flexo luminoso en la sala de interrogatorios conminándole  a la verdad. De algún modo, así me siento al pisar el césped, víctima de una expectación irracional que exige con su presencia la demostración diaria de mi autenticidad, de mi esencia, de mi talento,  de aquello para lo que he sido llamado. 

Porque, aunque me conoce todo el mundo, en el momento de paroxismo idólatra en el  que decenas de miles de voces corean insistentemente  las dos sílabas de mi apellido, en realidad me están inquiriendo ¿Eres tú, verdad? ¿Eres el de siempre, verdad? ¿Esta noche has dormido bien, verdad? ¿No habrás copulado, verdad? ¿Sabes que te debes a nosotros, verdad? ¿Harás que  olvidemos nuestra vida de mierda con tu juego, verdad?¿Sigues en forma, verdad?   ¡¡Meeessiiiii! ¡Meeessiiii! 

De manera que ahora que estamos en el centro del terreno de juego saludando a nuestro querido público, apabullado por un vocerío que es pura exigencia,  me siento reo de mi propia vida y víctima de mis habilidades.  Arte. Llegan a decir que los cuatro trucos que soy capaz de ejecutar con un esférico es arte. Que soy una especie de arquitecto del deporte rey, porque veo espacios donde otros ven hierba y  porque trazo diagonales inauditas. Que diseño la jugada en el futuro y que coloco la esfera donde nadie podría hacerlo. Que tengo imán en los pies. O mejor, que en lugar de pies tengo manos, y que cuando muera deberían amputar la pierna izquierda de mi cadáver, introducirla en un frasco lleno de  formol y exhibirla en un museo, como si fuera el cerebro de Lenin. Arte, dicen. Arte. 

Entre tanto, copio y repito el rito semanal, y propinando las primeras patadas al balón antes de que dé comienzo el encuentro,  llego por vez primera  a una conclusión que hace ya algunos meses barrunto, pero  me resistía reconocer. Me he cansado de tantísima tontería. Si esta gente que me aclama y que hoy espera de mí un desahogo a sus anodinas existencias, supiera que lo que vengo haciendo desde niño  no me cuesta ningún esfuerzo, probablemente se decepcionaría, o incluso me insultaría, o quizás llegarían a despreciarme, y en uno o dos días me encontraría multitudes de personas ante las puertas del estadio exigiendo explicaciones, impidiendo el paso de mi automóvil ante el agravio de  conocer lo que ellos juzgarían como un fraude. 

Y les entiendo, porque a la mayor parte de las personas les cuesta mucho trabajo adquirir las destrezas  que les permita realizar sus trabajos con cierta soltura, para así poder ganarse el favor de sus superiores y sentirse triunfadores en la vida. Pero, lo siento. Esto se tiene que acabar. Como dicen acá, que cada palo aguante su vela. Yo, por mi parte, he llegado al límite. Que busquen a otro héroe. Tengo que detener este sinsentido  cuanto antes. Ya se acerca el árbitro al centro, y ya corre Gerard a participar del sorteo. Ayer le dije que hoy le cedería la capitanía. Ni siquiera me preguntó por qué. Solamente cogió el brazalete y expresó un  lacónico  gracias. Allá va, raudo y ufano. A buen seguro, hoy ya es  una de las noticias del partido. El míster también se habrá sorprendido. Efectivamente, allí está, al pie del banquillo, observándolo todo atentamente con gesto censor. 

Cara o cruz, campo o saque. Vuela la moneda y antes de que caiga sobre la palma del colegiado recuerdo que en realidad mi decisión se  fue fraguando ayer. Me costó conciliar el sueño. Me levanté de madrugada, calenté agua y mientras surgían las primeras burbujas del hervor vi al niño que fui pateando un balón, corriendo, driblando  sin la menor dificultad, goleando un domingo tras otro  ante la admiración de la concurrencia del barrio, o  de la cancha, allá, en el Buenos Aires  de mi infancia. A mis compañeros les costaba dios, ayuda y horas de entrenamiento dominar los fundamentos del fútbol, pero lo que yo era capaz de hacer no era fruto del trabajo. Era algo espontáneo y  natural, una facultad innata. Había nacido con un don y me fue dado practicarlo. Un día se presentó  Carles, y bueno, el cuento de la servilleta y el bar ya es harto conocido. 

No sé quién ha ganado el sorteo pero, por lo que veo, seguimos en nuestro terreno y seremos los encargados de iniciar el encuentro. Tengo que dirigirme al centro, ahora, de inmediato.  Me hallo entre las dos semicircunferencias. Camino sin prisas, cabizbajo. El árbitro ya ha plantado el balón. No veo más que mis botas pisando el césped y el agua hirviendo.  Durante una de esas cenas de postín a las que tengo que asistir me sentaron junto a un grupo de escritores, intelectuales y pensadores a los que les pirra el fútbol.  Son esa clase de tipos que forman parte de la primera división de las letras y que tienen la facultad de transformar once contra once tras una pelota en una tragedia griega. Uno de ellos explicó la historia de un  portero. Jugaba a mediados del  siglo pasado en la Real Sociedad de San Sebastián. Recuerdo su apellido porque pensé que debía sonar muy bien cuando un locutor enumerase la alineación. Chillida. Eduardo Chillida, creo. Parece ser que sufrió una grave lesión y eso le marcó el destino. Se dedicó al arte. Se hizo escultor. Su obra es conocida y admirada en todo el mundo. El virtuoso, el mago, el genio del espacio, le llamaban. 

Creo que voy llegando al centro. Intuyo la línea blanca que parte en dos el terreno de juego, pero a pesar de que escucho nítidamente los agudos pitidos del árbitro requiriéndome  acelerar el paso, decido arrodillarme con la escusa de anudarme las botas. Pocos años después de que el portero de la Real  iniciase su carrera artística, detuvo en seco su actividad: creía que lo que hacía era demasiado fácil y que nada que fuese cómodo o sencillo de ejecutar podía tener valor. Así es que un buen día decidió atarse la mano derecha a la espalda (él era diestro) y trabajar únicamente con la izquierda. "Rarezas de porteros", recuerdo que zanjó  aquel tipo tan ilustrado mientras apuraba su whisky y los demás reían. “Sí, probablemente,  rarezas de portero”, pienso yo ahora que me ato el cordón de la  bota derecha, me incorporo, alzo la mirada hacia el centro del campo y súbitamente cambio de dirección hacia el banquillo, mejor dicho, hacia el túnel de vestuarios. 

Poco a poco percibo cómo, de manera espontánea, mi caminar se acelera. No soy yo, es alguien nuevo dentro de mí que ya se muestra impaciente por  empezar a trabajar, a trabajar de verdad. Advierto un progresivo enmudecimiento del estadio. Un rumor verdaderamente inquietante sustituye a los cánticos  de aliento.  Ya no ondean las banderas. Me resigno una vez más a ser el objeto  de miles de miradas que siguen expectantes, probablemente preocupadas, a causa de mis evoluciones. Mi amigo Luis me detiene y me pregunta si me encuentro bien. Le miro y levanto ante él el dedo pulgar. Todo  el estadio lo ha visto, pero el público sigue asistiendo a la escena con gran expectación, porque no conoce todavía ni el motivo de mi actuación ni el desenlace de lo que acontece. Me veo como un actor del futuro. De hecho  los futbolistas no somos más que actores interpretando un futuro.

Llego a la altura del banquillo y tal y como era previsible, antes de que pueda entrar al túnel de vestuarios,  el Míster se interpone en mi camino, me coge del brazo y me interroga preocupado.  Se han aproximado a nosotros periodistas con sus micrófonos, fotógrafos con sus cámaras, amén de  tres o cuatro cámaras de televisión. Nos han rodeado. El cuarto árbitro se abre hueco y pregunta qué sucede. El míster replica, “sí Leo,¿Qué coño te ocurre?” Nunca, en toda mi carrera de futbolista, nadie  me había hablado así. Respiro hondo, retengo  toda la tensión y  procuro acopiar toda la calma, la lucidez y la serenidad  de que soy capaz, porque soy consciente de que en unos instantes voy a realizar la jugada  más importante de mi vida. Las burbujas van aumentando de tamaño. Cada segundo que pasa son más numerosas.  El agua está a punto de romper a hervir. Míster, quiero ser portero, quiero defender una  portería.  Me marcho. Mañana empiezo a entrenar.  No me mire así. Sé que ni tengo estatura ni he nacido para ello, y que si pretendo ser el mejor  deberé entrenar duro. Esto de ahora es demasiado fácil. Siempre fue demasiado fácil. 

En un par de gestos me deshice de todos y mi pequeño cuerpo se sumergió en la penumbra del  túnel. Sin duda, el mejor dribling de mi carrera.  De camino al vestuario me volví y escuché de nuevo, como si tuviese lugar en un espacio ajeno a  mí , un zumbido de insectos, el fragor familiar de las voces humanas alzándose por encima de las graderías del estadio como si se tratase de un solo clamor.  Y pensé, ilusionado, que de ahora en adelante debería  aprender a concienciarme en ocupar el primer puesto en la formación al salir al terreno de juego, en actuar como el zapador que desactiva los miedos  y rompe  la barrera que separa  nuestra cotidianidad mortal del escenario donde  representamos el porvenir. No me  va  a resultar nada fácil, y por ello estoy ilusionado, impaciente, cien por cien motivado. Y es que,  a partir de hoy, da comienzo mi carrera de portero. “¡En la portería Messi, Leo Messi!”.Sonará bien en la voz de los locutores.

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