Tengo 58 años y me
masturbo tres veces al día, dos de ellas con éxito. Suelo beber, no fumo y de
vez en cuando me voy de putas. A las putas les desagrada el aliento a tabaco.
Nunca lo dicen, porque son muy sufridas, pero yo sé que es una de las cosas que
más le jode, más que chuparla. Lo sé por mi madre, que cuando llegaba a casa siempre lo decía, en voz baja,
como hablando consigo misma, mientras contaba sobre la mesa del comedor la
recaudación del día. Era como un susurro rítmico de pensamientos que ascendía y
descendía de tono, según se aproximaba a
una nueva centena. A ella le servía para no perder la cuenta y de paso se
desahogaba de los inconvenientes de la profesión. A menudo, al levantarse para
ir a guardar el dinero, daba la salmodia por concluida con un final operístico,
elevando un poco más el tono, y solía decir “¡Con lo barato que es un chicle,
coño!”.
Me gustaría ir más veces
de putas, pero el sueldo no da para más. Además, desde que murió mamá, cada día siento más nostalgia. No sé si debe
ser la edad, o si esos traumas de los
que hablan los psicólogos se agudizan o aparecen con el paso de los años. La
cosa es que, de un tiempo a esta parte, no hay día que me acueste con una
fulana que en un momento u otro de la faena no vea a mi madre. Y así es
imposible, porque es como si me la estuviese follando a ella. Me ocurre siempre, tanto
si se la meto por delante como si se la meto por detrás. Quiero decir que no
tiene nada que ver con la cara, con el parecido de los rostros, el olor, y todo
eso. Es ponerme, escuchar los primeros gemidos fingidos y ya la estoy viendo,
cantando, tendiendo la ropa, meneando con la cuchara de palo el potaje dentro
de la olla o hablando con la vecina. Y claro, me vengo abajo. Un día intenté
pensar en otra cosa, en el dinero que había pagado, pero no sirvió de mucho
porque entonces la sensación edípica (creo que la llaman así por un tipo
antiguo que se llamaba Edipo y que se encachifollló de su vieja) aumenta y no puedo quitarme de la
cabeza a mamá contando y recontando billetes de 10 euros entre rumores sobre el tapete blanco de la
mesa que le bordó la abuela a punto de cruz.
Por eso ya casi no salgo.
Me quedo en casa, leo a Proust y me hago pajas. Proust es un autor de lo más caliente.
Nunca lo hubiese imaginado. Empecé a leerlo porque me dijeron que iba muy bien
para curarse de los recuerdos, de la melancolía -o de la nostalgia, que no sé
si es lo mismo- y que tenía un rollo un poco raro con su madre, o con su
abuela, pero menuda sorpresa que me he llevado con Proust. ¡Qué tío! En una
escena se corre encima de los pantalones solamente porque le roza una niñata
bien. Después, con el paso de los años, aprende a contenerse y ya es un no parar. Se
convierte en todo un maestro, porque llega un momento, cuando ya es un joven burgués la
mar de apuesto, que se tira a todas las tías que van de vacaciones a la costa,
a un pueblo que está muy bien, muy animado y que se llama Balbec y que debe ser
como ahora Lloret de Mar o Sitges. No deja a una virgen.
Bueno, no sé si es
Proust, u otro que se inventa Proust. No como yo ahora, que soy yo mismo,
porque a mí, eso de inventar, no me va, y menos para escribir. Las cosas son
como son y uno es como es. Si quieres ser otro, pues te esperas a carnaval, o
te haces un perfil falso en Facebook, y juegas a ser una mujer cuando eres un
hombre, y a ligar con tortis o con otros tíos,
o a ser policía cuando resulta
que eres un puto mafioso ruso. ¡Ja! Eso estaría bien.
Pero a lo que iba. La
verdad es que en las novelas de Proust, vírgenes no hay muchas. Son todas unas expertas. Los
aristócratas y la gente pija siempre ha follado más y mejor que el pueblo. Y es lógico. Tienen más tiempo para todo. Y
también más gusto. A ver si va a ser lo mismo la linda Odette, o Albertine que
mi madre, por muy madre mía que sea. Además no se están de nada. Son de buen comer.
Le dan a todo, carne y pescado, caracoles y ostras, como le decía Toni Curtis a
Sir Lawrence Oliver en Espartaco, o al revés, ya no me acuerdo bien. Parece que
los ricachones franceses se aprenden desde jovencitos la famosa lección de polvo que no echas polvo que se pierde para siempre. Por eso son franceses, y ricos.
Buena película
Espartaco, la antigua, la de Kubrik. Un poco bruto. No tan cultivado como Proust y sus amiguetes del
faubourg Saint Germain. De hecho es un zoquete analfabeto, pero como se enamora
de una esclava muy fina, pues poco a poco se va cultivando y se convierte en el
líder que el pueblo necesita para liberarse de la tiranía de las cadenas y
conquistar la libertad. Algo así como Pablo Iglesias, pero en el Imperio Romano y sin novia. Acaba fatal, como ocurre siempre con los héroes
de la Historia.
Cuando me canso de leer -agotado
de descifrar sujetos y predicados entre bosques de aposiciones- me tomo un whisky apoyado en la barandilla del
balcón y me entretengo en ver pasar a la gente. Siempre me fijo más en las
mujeres. Ahora en verano van todas muy justitas de ropa y no hay mujer que me
parezca fea. Unos días me pajeo pensando en las gordas, otros en las maduritas,
Me da igual la raza, la religión o su condición social. Todas tienen algo que me la pone dura, excepto las
jóvenes, que ya han dejado de ponerme.
No es que no las encuentre apetitosas, porque hay algunas que están muy ricas,
pero soy incapaz de hallar en ellas ese
detalle que me levanta, y me anima, y que tienen todas las otras. Qué se yo,
una axila carnosa, un culo fofo y temblón, unas braguitas mal puestas, un par
de pechos veteranos, esa barriga consolidada, bajo la camiseta ajustada,
marcando un amplio ombligo, que es como una señal, un imán torbellino, el lugar
desde donde uno empezaría a lamer, mirando hacia arriba, el rostro expectante y
sereno, los pezones grandes y rosados, y
después deslizarse entre dos columnas
jónicas agarrado a dos enormes nalgas mientras te abrevas y saboreas las mieles
de los años y escuchas el sollozo avezado del placer.
Hay noches en que me encuentro
inapetente, no he leo ni una sola página y me enclaustro en el sofá. El sofá no es un lugar donde uno se recuesta.
El sofá es una tumba de la que es muy
difícil salir, a no ser que conozcas los secretos de la voluntad. El sofá te
encierra como en una prisión y te hunde en la miseria. Por eso yo, a menudo, me
masturbo en el sofá, al menos un par de veces por semana. A mí me funciona. Es
un modo efectivo de bendecirlo y de evitar así las consecuencias de su
maldición. Después de correrme me levanto y me doy una buena ducha y ya estoy
como nuevo para acometer otro par de centenares de páginas. En algún momento,
incluso, me entran ganas de escribir, como ahora, pero enseguida me viene el
recuerdo de mi madre, el olor a guisos de aquel piso, el rastro de perfume que dejaba
cuando salía, y entonces me bloqueo, y
no salgo de los mismos temas.
He llegado a pensar, y a creer muy seriamente, que cuando escribo me viene a suceder lo
mismo que cuando voy de putas. Por eso muy pocas veces paso de las dos páginas.
Tengo un buen puñado de escritos que ocupan dos páginas. Los tengo guardados en
decenas de carpetas azules de cartón. Juntos formarían tantos libros como casi
todos los que escribió Marcel Proust. Todo esto indica una sola cosa: que debería
revisar mis hábitos sexuales. No sé si estaré a tiempo. A veces ya es demasiado
tarde.
9 comentarios:
"Yo vivo a demasiados millares de metros de altura por encima de los bajos fondos en los que chapotean y chismorrean de forma tan inmunda, para que pueda sentirme salpicado por las bromas de una Verdurin".
Nunca es tarde.
Besos, Ester
Buena cita de Proust, muy apropiada para la entrada de hoy
Besos!!
Muy bonito, Pobrecito, me ha gustado, es una bonita historia de amor filial, aunque no has conseguido la debida suspensión de mi incredulidad que todo relato exige, porque no veo la posibilidad de un tipo que cita a Edipo como recién conocido y lee a Proust, pero es un pequeñísimo ‘pero’, reitero que me ha gustado, por si eso importara.
Un saludo
Lansky, ni te imaginas lo bien formados que estaban hace unos años los hijos de puta. No como ahora. De hecho, la de los 70-80 es la generación mejor formada de hijos de puta de la historia. Que no te quepa duda. Cuento con indicadores. ;)
¡¡Un abrazo!!
Por cierto Lansky, conocí a un tipo que se había leído cuatro veces El Quijote y no sabía quien era Alfonso Fernández de Avellaneda.
¡Qué cosas!
No seas tramposón: juega con las palabras en tus relatos, no en tus réplicas. Hijos de puta literales o al pie de la letra pueden estar muy bien formados o no, lo mismo que los hijos de puta a los que directamente aludes. No obstante, y para que no haya equívocos, tener una madre puta es un peso duro de llevar, pero también tendrá alguna ventaja, o ahorrarte matar al padre, hablando de complejos, porque si no tendrías que ser un asesino en serie.
un abrazo p'a ti
lo malo, pienso es lo contrario y más fecuente: saber quién es ese Avwllaneda y no haber leído ni ese quijote ni el 'bueno'
Jajajajajajajajajaja
Ahí le has dao
jajjajaja que bueno. Un abrazo.
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