A la curiosidad del actor -en apariencia, de origen
social humilde- la diva, de clase alta y
un nivel cultural presumiblemente superior, no supo dar respuesta, ni siquiera breve, concisa o sintética; no supo definir
sin pedantería y sin ofender el desconocimiento imperdonable de su interlocutor
qué es el Ibex 35 con palabras como por ejemplo “Mira, majo, el Ibex 35 son los que mandan”
o “El Ibex 35 es quien tiene el dinero en España”, o “El Ibex 35 es el grupo de
las empresas de los más ricos de España”
La anécdota televisiva
revela la más absoluta y
transversal ausencia de interés por las
cuestiones más básicas relacionadas con la actualidad social, económica y
política; con la realidad del país donde viven tanto ellos como cada uno de los
miembros de sus familias; con la identidad de los agentes que más influyen en
el devenir de sus vidas, independientemente de su nivel cultural o de la
extracción social a la que pertenezcan.
En mi opinión, la ignorancia, el desinterés, el desdén y
hasta el desprecio vulgar y rampante de
mucha gente hacia las cuestiones fundamentales de lo que
ocurre en el propio país convierte en
quien lo ostenta en idiota, tal y como nombraban los griegos clásicos a quien se desvinculaba de las cuestiones
colectivas que afectaban a la polis. No
espero tesis doctorales, análisis sesudos o una dedicación obsesiva hacia los
asuntos que nos conciernen a todos, entre otras cosas porque ni yo soy capaz de
realizarlos ni deseo que toda mi vida
gire alrededor de ellos. Es de esperar tan sólo lo mínimo, aunque lo mínimo se
obceca en interpretar a Godot.
Con llamar idiota a quien limita y discrimina de ese modo sus intereses no gano nada, ni siquiera un
desahogo. Entre otras cosas porque
esa idiotez influye
en mi vida y en la de los míos
tan directamente o más que las decisiones que toman las personas que
forman los consejos de administración de las empresas del Ibex 35. Y por tanto,
al describir o nombrar con un vocablo del
griego clásico a esas personas, ni evito que continúen en el cultivo
arrogante de su ignorancia, ni que los poderosos continúen exprimiendo a mi
país o explotando a mis compatriotas.
Es más, probablemente me ganaré su antipatía y la de
otros conciudadanos que, igualmente,
perseveran también en no invertir ni medio segundo por conocer quién,
cómo, cuándo y dónde manejan su vida debido a la pereza o a un proceso de nefasta displicencia
gracias ,o a consecuencia de la cual,
llegan al convencimiento de que
en todo momento son los propietarios de sus decisiones y que los únicos que
pueden influir en el devenir de sus
existencias y las de los suyos son sus
santos y sus dioses, o familiares, vecinos, compañeros de trabajo y todo tipo de
personas cercanas a las que suelen culpar de sus dificultades o directamente de
sus fracasos, porque de los éxitos ellos y solamente ellos son los responsables.
Y es que esta actitud, a medio camino entre la soberbia
del sabelotodo y la indolencia de la que hace ostentación quien deprecia lo que
ignora, no sólo afecta a quien las ejerce, sino que produce consecuencias de
afectación colectiva. Aunque parezca paradójico, a menudo esas personas,
cientos de miles de personas, millones de personas, siempre que surge la ocasión
ayudan a propios y ajenos, son honestos y honrados, pagan sus impuestos,
respetan las leyes, derrochan simpatía, empatizan con la desgracia de otros y
comparten con alegría su dicha; son amantísimos cónyuges y padres preocupados
por la educación y el futuro de sus hijos; trabajan duro y son amigos de sus
amigos; incluso son educados en las formas y, cada cual a su modo, respeta los
valores morales de alcance universal que nos muestran la diferencia entre el
bien y el mal… Es decir, es gente normal, que hace todo lo que puede por sacar
su vida adelante con cierta dignidad.
Los estrategas de marqueting político y de las grandes
corporaciones empresariales les conocen muy bien porque quien es capaz de
seducir a este formidable grupo de población probablemente obtendrá el poder. Sin
entrar en disquisiciones y diferencias entre lo que para los sociólogos,
politólogos y los filósofos es el poder, podríamos acordar que es la capacidad
o la habilidad que tiene una persona o grupo de personas para conseguir que
otros hagan lo que aquéllos quieren. Podríamos acordar que poder es control.
Quien ordena espera obtener obediencia a través de simples o sofisticados
mecanismos de control, sean o no legítimos.
El más complejo y refinado mecanismo de control gracias
al cual hacemos lo que quien lo diseña quiere que hagamos es aquel cuyas
acciones y órdenes pasan tan desapercibidas como el camaleón ante el
saltamontes, que en un instante del que jamás es consciente, es atrapado por
la súbita lengua mortal y finalmente engullido. Como el azúcar en los
diabéticos, o la sal en los hipertensos sin diagnóstico. Como el magma latente
de Pompeya, que una mañana apacible surgió furioso destruyendo las vidas y los enseres
de un pueblo orgulloso de su civilización, dejando para la historia un
yacimiento de humildad. Como un nido de cucarachas, o una colonia de ratas. O
como la mismísima radioactividad, quizás la metáfora máxima de los mecanismos
de control a los que nos someten para conseguir de nosotros nuestra ignorancia,
nuestro desinterés, la aquiescencia o incluso nuestro apoyo concreto,
individual y consciente sin que en ningún momento notemos que se nos ha caído
el pelo, que ya no podemos comer porque también hemos perdido los dientes, que
sangramos a diario, hemorragias de dignidad entre escamas de piel fluyendo
hacia el sumidero de la ducha, cada mañana, sin que no distingamos más que la
espuma del jabón mezclada con el agua tibia en un turbio torbellino de cabellos
fallecidos.
Sin embargo, a pesar de todo, somos culpables, sin
paliativos. No valen los paños calientes. El discursito victimista es de sobras conocido
y el victimismo solo lleva a la claudicación y a la derrota. Yo no sabía, a mí
me engañaron, yo, tan buena gente, cómo iba a pensar que… Qué sabré yo de esas
cosas, eso es para los políticos, el día que vaya a votar ya pensaré a quién,
pues oye, no lo parecía, como son todos iguales lo mismo da uno que otro,
total, solo hacen que robar, solo miran para ellos, vete tu a saber qué hay
detrás de todo ese asunto, si es que no te puedes fiar, a mí que no me
calienten la cabeza, para problemas los míos, esos qué sabrán, a mí lo que
gustan son los zascas, el barullo, la pelea, pues lo que dice ese es lo que yo
he dicho siempre, yo para qué voy a
leer, para qué buscar, para qué me voy a preguntar si lo veo clarísimo, si es
que lo dicen en todos los lados, porque vamos a ver, toda la vida ha sido así y así será toda la vida, pues fulana o fulano mira
que es guapa, lo bien vestido y lo bien peinado que va y qué clarito habla, pero
qué ha dicho, ay, no sé, pero qué bien habla, y qué voz, oye, qué voz, pero qué
dice con esa voz, y yo que sé, si yo no entiendo, pero oye, qué bien habla, me tiene enamorada, esa chica
vale mucho, mucho...
Efectivamente, millones de buenas personas se expresan de
este modo al referirse a las que gobiernan o se ocupan de los asuntos que nos
conciernen a todos, pero que suelen resolverse en favor de unos pocos, algunos
de los cuales sientan sus colmadas posaderas sobre la piel noble de los
sillones del Ibex35, esa cosa ignorada, de gran eficacia, inclemente cruel y precisa como la lengua del camaleón, inexorable
como la hipertensión, inquietantemente discreta como una madriguera de ratas, letal y definitiva como una fuga radiactiva
que expande su veneno hipnótico, paralizando o abduciendo nuestras voluntades.
En Europa, afortunadamente, la escolarización es
obligatoria hasta los dieciséis años. Durante décadas, y gracias a la movilización
de millones de buenas personas conscientes, los estados y los gobiernos se han ocupado de la formación de cada nueva
generación con el fin de garantizar el progreso y un futuro de paz y bienestar.
De este modo, Europa ha abolido el analfabetismo y, más allá del aprendizaje
básico, los hombres y mujeres que vivimos en los países europeos somos
competentes para discriminar informaciones o, si me apuran, para hallar el modo
de separar el polvo de la paja, ni que sea a niveles muy básicos, y vislumbrar
un gramo de verdad o desenmascarar las falsedades entre el aluvión de
información que nos aborda a diario.
Es cierto, la sofisticación de los mecanismos de control de quienes detentan o ambicionan el poder
adquiere tal grado de refinamiento que logran sus objetivos a pesar de toda la
atención y de toda la vigilancia que podamos invertir en evitarlo. Por otro
lado, tampoco es menos cierto que las circunstancias económicas y sociales, el
entorno, la priorización en atender las necesidades básicas de los sectores de
población menos favorecidos determinan
fatalmente su disposición a reflexionar, a analizar mínimamente lo que ocurre
más allá de su inmediato día a día -tan duro como incierto- o a conocer e
identificar a los agentes que han provocado, al menos en parte, la situación de
vulnerabilidad en la que viven.
Aun así, sostengo que -incluso admitiendo que a una parte nada
despreciable de la población le resulta imposible por el imperativo de la pura
subsistencia- amplias capas sociales están
en disposición de examinar de vez en cuando, un ratito al año y dedicando
cierto interés, la realidad social, económica, cultural y política de nuestro
país, incluso del mundo globalizado.
Del mismo modo que como consumidores observamos,
comparamos, probamos y exigimos la calidad de aquello que nos venden y
empleamos toda nuestra capacidad analítica o hacemos valer nuestro derecho si
no quedamos satisfechos; del mismo modo que al ver o leer la publicidad de una
marca, de un objeto o de cualquier otra cosa susceptible de comercio somos
plenamente conscientes de que los que nos están contando tiene más visos de
fantasía que de realidad, cuánto más valioso resultaría multiplicar esa
voluntad consciente y responsable de interrogación crítica y certificadora
hacia los mensajes que interpelan a nuestra confianza a través de rostros pretendidamente afables envueltos
de retóricas de cambio, de futuro y de bienestar que provocan ilusión,
esperanza y entusiasmo; a través del
miedo, ofreciendo información pertinentemente
falseada, elaborando la perversa narrativa de los enemigos que nos
acechan, provocándonos rabia, ira, desconcierto, consiguiendo invocar a nuestros
peores instintos; o por el contrario, a través de la emisión o publicación
incesante de productos audiovisuales vacuos, bazofia televisiva,
referentes humanos perniciosos, de nula
virtud y abundante atocinamiento que
nunca pondríamos delante de nuestros hijos ( o sí), parásitos sociales que se
ganan la vida a costa del embrutecimiento ajeno; y, cómo no, a través de la
exaltación posmoderna del gladiador en el circo televisado de los estadios, que
ocupa las tres cuartas partes en la mente de sus seguidores con sus habilidades
atléticas y la indecencia de su riqueza, exorcizando así la frustración diaria
mediante el desahogo y el fanatismo.
Nada de lo que he dicho es nuevo. Es tan conocido que
incluso me avergüenza haberlo escrito. Estoy convencido de que hasta el último
de la clase es consciente de ello. A
pesar de todo, millones de buenas personas
se lanzan a la calle siguiendo la consigna de quienes durante décadas esquilmaron
el patrimonio colectivo, lo que es de todos, a sabiendas de que siguen a unos
ladrones. A pesar de todo, millones de buenas personas regalan la confianza en
las urnas a una organización política que ha sido sentenciada como organización
criminal, a sabiendas. A pesar de todo, millones de buenas personas se dejan
embaucar por un grupo de malas personas que miente de manera sistemática, atizando el
miedo y el odio, ofreciendo un
horizonte antiguo, colmado de dolor, horror y pesadillas a sabiendas de que lo que prometen es perverso,
instigador de la vieja oscuridad.
En el huevo no germina la serpiente. La serpiente se
gesta en la pereza. Es más, ni siquiera hay serpiente. De la pereza, de la
desidia, de una soberbia asentada en la ignorancia, del deseo firme y cerril de
continuar siendo ignorantes se alimenta el poder, y por eso sus mecanismos de
control son cada día más eficaces.
Desde hace décadas, las mal llamadas clases medias de las
sociedades occidentales enfocan su interés, casi en exclusiva, en la integridad física y en la economía, en la posesión de bienes, en escalar
posiciones de bienestar basado en la
simple y llana ambición material. A lo sumo, por no resultar demasiado
materialista, las buenas personas aspiramos a vivir experiencias imposibles, inexistentes, a través de
referentes humanos artificiales que ofrece de mil maneras diferentes el panóptico publicitario, unas veces de modo
subliminal, en ocasiones camuflada de cultura y otras de manera muy directa.
Todos tenemos derecho a una vida de
ensueño, porque nos lo merecemos.
Es decir, el verbo
que más y mejor nos define es tener, a los sumo soñar, hoy, sinónimo de aspirar. Hemos abandonado en el desván de
las antiguallas, olvidado en un rincón, al
verbo ser igual que a aquel célebre trineo que acabó en el fuego. Nos hemos desprendido del
verbo ser a fuerza de creer en su incapacidad para significar (mera patraña
gramatical) y hemos alojado nuestros
afanes materiales en un delirio de
anhelos que no son más que espejismos. Los
ingenieros de los mecanismos de control
únicamente utilizan el verbo ser para
enfrentarnos, para señalar enemigos imposibles, o para postular a sus
tributarios de la política como salvadores del mundo: Yo soy el único que te
dará lo que quieres tener, soy el único que conseguirá tus sueños, los otros
son quienes pretenden impedirlo.
¿Y qué hacer? Pues ni más ni menos que ser. Reivindicar
nuestra presencia en la vida como sujetos conscientes de los acontecimientos
que nos involucran, sujetos críticos que se atreven a saber, hombres y mujeres
despiertos, razonablemente racionales; personas corresponsables que custodian
el interés público; buenas personas que miran hacia el futuro con los pies en
la tierra, desdeñosas con los ensueños y prudentes en las ambiciones, ejemplos
para sus hijos y sus conciudadanos. No es necesario convertirnos en héroes, ni siquiera en valientes y
sacrificados revolucionarios. Basta con extender nuestra existencia diaria honradamente y proteger a los nuestros con un
sencillo interrogante, con el escepticismo activo, eludiendo la adulación y el
canto de la sirena que acecha tras el poder y
siempre en corresponsabilidad con la colectividad. Sinceramente, no me
parece tan difícil.
De hecho, hay problemas más difíciles y complicados, al menos a la vista de la última entrega del programa de televisión en el que la diva de la canción no supo responder al actor qué diablos es el Ibex35. Y es que una conocidísima política conservadora, machucha, dicharachera y campechana, que ha ejercido el poder y ha ocupado responsabilidades públicas durante casi cuarenta años, debía calcular el número de langostinos que tenía que pelar para preparar siete raciones de ocho unidades cada una. Preguntó a pleno pulmón y volvió a preguntar el resultado de multiplicar ocho por siete, pero al ver que todos los demás miembros del equipo se encontraban ocupados elaborando sus recetas y nadie le regalaba la solución , optó por una técnica ancestral, contar con los platos en lugar de con los dedos para resolver la complejísima multiplicación. La reina del Candy Crush no se sabe la tabla del siete. De verdad, en serio lo digo, estoy convencido de que no es tan difícil decidir entre ser o no ser un idiota.
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