Para María Jesús y César
Que Fernando de Pessoa fue afortunado lo sabe todo el mundo. Creo que es de las pocas personas capaz de rebautizarse tantas veces como hiciese falta -más de setenta, si no estoy mal informado- evitando así un vicio ibérico, a saber, dejar en manos de prójimos graciosos, ocurrentes o malintencionados apelativos y motes de las más variadas equivalencias metafóricas.
Pessoa, además, tenía cierta habilidad para escoger sus heterónimos y siempre quedaba bien. No en vano era un gran poeta. Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro o Bernardo Soares nos sugieren personalidades atractivas, interesantes, no exentas de cierto misterio, nombres y apellidos de existencias fascinantes, tristes o desbocadas, pero en cualquier caso nombres a los que no cuesta vincular con temperamentos propios de una vida de libro.
El primer heterónimo que recuerde con el que otros me señalaban, o me requerían, o sencillamente intentaban insultarme fue orejón. Para empezar a vivir, no estaba mal. Al fin y al cabo me describía, aunque solo fuese en parte. Yo tendría poco más a o menos siete u ocho años de vida.
A decir verdad, compartía el certero apelativo fisiológico con mi hermano, que también exhibió, exhibe y exhibirá hasta el final de los tiempos unos fenomenales pabellones auditivos. De hecho, éramos conocidos por los hermanos orejones, algo así como los Dalton, pero a lo grande. El niño que fue líder del colegio, y que ahora reparte butano, solía preguntar en el patio ¿Qué es el viento? Y los demás, a coro, respondían, ¡las orejas de los X en movimiento! (donde X es nuestro apellido)
Ya en las puertas de la adolescencia, alguien del equipo de baloncesto en el que yo jugaba intentó, sin demasiada fortuna, rebautizarme. Son tiempos, los de la pubertad, en la que uno pasa a ser lo que le cuelga, tanto en forma como en tamaño. Son tiempos de sinécdoque. El caso es que mis medidas no llamaban la atención. Por eso me libré del apodo “Pichí” que le fue adjudicado a un compañero en honor al pajarito de Heidi, o de “el Pepsicola”, asignado por aclamación a otro, por la equivalencia con la forma y el tamaño de la célebre botella.
Ya lo decía mi padre, en la vida lo mejor es mantenerse en un discreto término medio. Pero ¡ay! mi vello púbico era tímido, apenas una sombra incipiente sobre la raíz de mi pene. Así que alguien gritó en las duchas, después de un entrenamiento ¡está calvo! ¡calvo! ¡es el calvo! Todavía me pregunto por qué no cuajó aquel alias con todos los visos de éxito porque, entre los machos, los remoquetes basados en los genitales suelen triunfar. Quizás alguien en el vestuario, poseedor de alguna otra extravagancia genésica, me salvó la vida y yo no lo recuerde, y por eso ahora nadie me conoce como el calvo.
Después, hasta la mili, atravesé la vida con mi nombre completo y mi apellido. No es algo de lo que me enorgullezca, o que me apene. Sencillamente fue así. Quiero decir que no me hubiese importado mucho que me hubiesen llamado “Irvin Magic Johnson”, “Starsky” o “Hutch”, pero no. Sólo era yo para todo el mundo. Recuerdo que un amigo, a la sazón, interpretó en el teatro del colegio a Jesucristo Superstar, y durante un tiempo era conocido como “Dios”. Eso es un sobrenombre, y lo demás tonterías.
No se sintió igual el pobre que representó a Judas. Vivió un auténtico calvario. Tanto se había metido en el papel que una vez finalizadas todas las representaciones, durante meses, se dormía observando apesadumbrado la soga colgada en el techo de su habitación, de manera que afortunadamente saltaron todas las alarmas y para que se curase de su complejo de traidor, el profesor que montaba las obras le ofreció el papel de Perón, en “Evita”, otra Ópera Rock de éxito.
Nunca lo superó. Y no es de extrañar. Perón por aquí, Perón por allá; en la calle, en clase, en los entrenamientos... Ahora vive en una terrible desorientación ideológica; tanto es así que en época de elecciones lo pasa fatal. Efectivamente, arrastrar a pulso el peso de según qué heterónimos puede marcarte de por vida, para siempre.
Algo más tarde, con mis problemas púbicos ya resueltos y mi autoestima más o menos equilibrada, me llevaron a la mili, al llamado servicio militar obligatorio, cuestión que aclaro por si hay alguien que desconozca que el Estado, durante un año, en plena democracia, secuestraba a sus jóvenes y los mantenía acuartelados en régimen castrense, con los derechos civiles cancelados. (Y todavía hay quien en Cataluña me habla hoy de represión.)
Aquella fue una época prolífica en cuanto a diversidad y riqueza de nombramientos, designaciones, apelativos, motes y sobrenombres. Incluso me llegaron a requerir con un número, el 656. No se me olvidará nunca. Siempre que veo en el mapa Vitoria-Gasteiz o bien oigo nombrar esta ciudad, por la razón que sea, escucho voces cazallosas o apacharanadas gritando ¡656!¡Presente! ¡Servicio de cocina, el 656! ¡Presente!¡Limpieza de tigres, el 656! ¡Presente!Y así.
A los tres meses juré bandera y me destinaron al Regimiento Acorazado de Montaña España 11, un campamento militar muy próximo al actual yacimiento de Atapuerca, en Burgos. Allí, en el frío intenso de aquella sierra, yo era el Polaco, el Polan o el Polanski , según el grado de alcoholemia, drogadicción o camaradería cuartelera que mi procedencia inspirase a mis compañeros. También fui el Majorette, o el Plumas, que era como nos llamaban a los cinco o seis pringaos a los que nos disfrazaban de lanceros bengalíes, con casco de hierro emplumado, correas, sable, botas de montar espueladas y calzadas sobre unas ridículas mallas azules. Ataviados de semejante guisa desfilábamos por el centro de las principales avenidas de la ciudad del Cid realizando florituras con el fusil, o bien permanecíamos de plantón en las escaleras de la Capitanía General empuñando una larguísima alabarda abanderada y taconeando enérgicamente ante la presencia de los gerifaltes que asistían a los actos solemnes que allí se celebraban.
Al licenciarme, ya hecho todo un hombre, decidí dejarme el pelo largo y como no trabajaba, ni estudiaba, ni siquiera diseñaba, en casa optaron por llamarme “este”, eso sí, con mucho cariño. Aquella nueva identidad se extendió cerca de un año. La aproveché para elaborar una conciencia interior muy adjetivada, demostrativa de mis cualidades, de mis virtudes y de mis ambiciones, con las que soñaba a menudo tendido en la cama durante largos periodos matinales, o acodado sobre las barras de los bares más comprensivos hacia una economía exhausta, casi de subsistencia, basada en la sisa sistemática de las vueltas de la compra del pan, única actividad de cierta utilidad y relevancia que yo era capaz de realizar por aquel entonces.
Finalmente encontré trabajo. Mejor dicho, trabajos, porque uno tras otro se encadenaron una serie ocupaciones mal pagadas, sucias, duras, madrugadoras y alienantes, casi diría que insanas, en las que pasé a llamarme ¡Oye!. Entre ese y oye prefería el primero, porque no ordenaba, sencillamente señalaba de modo preciso y objetivo un bulto, una presencia quizás molesta o de poca utilidad a la que se mantiene con vida y se alimenta gracias a esa extraña y redentora conmiseración familiar que nos obliga con la tribu por el único motivo de no traicionar un vínculo de sangre, o sencillamente también por vergüenza.
Por el contrario, el ¡oye! sin paliativos, sin más, no permite ni la más mínima alegría, ni deja margen a interpretaciones benévolas, porque es un clamor imperativo de rotundidad bisilábica que exige toda tu atención, que decreta un futuro inmediato de lucro ajeno gracias a la fuerza bruta, a la insalubridad o a la repetición persistente de un gesto mecánico, bajo la irrespetuosa vigilancia de una cifra, o del capataz de turno, entrenado y remunerado para la explotación de sus iguales.
Mariano será mi último y mucho me temo que definitivo rebautizo. Fue Ana, mi profesora de Romanticismo en la Facultad, la primera en dirigirse a mí de ese modo hace ahora trece años, cuando empecé escribiendo en este espacio bajo un pseudónimo prestado, el de mi admirado Larra. De hecho, nací osadamente, sin la más mínima vergüenza, con la vocación ingenua e imposible de darle voz al escritor en su hipotética segunda vida, para hablar de esto y de aquello, de lo que me venga en gana. Desde entonces han transcurrido trece años, ¡trece años ya! ¡y mi Dolores todavía en paradero desconocido!
Sin embargo, si de algún modo al nombrarme siento cierto orgullo, y sobre todo un profundo sentimiento de pertenencia, un vínculo estrecho con el camino que ha recorrido mi sangre y con la memoria cobijada bajo los cielos azules, es al escuchar cómo me requieren, me llaman, me piden, me recuerdan, o incluso me increpan con el mote “Chisco”.
Así apodaron a mi padre, en algún momento ya olvidado de su juventud. A pesar de las múltiples versiones que he conocido para explicar su origen, nunca sabré con exactitud por qué se lo asignaron, quién fue el creativo al que se le ocurrió, cuál fue el motivo, el lugar, o la circunstancia mágica, originaria en la que ejerciendo esa unanimidad que sólo se da en los pueblos, a partir de ese instante concreto la gente olvidó su nombre de pila y ya por siempre fue conocido como Chisco. Y por extensión, yo mismo.
4 comentarios:
Esté dónde esté, Chisco está contigo.
Ester
Así lo creo.
Un abrazo
¡Salud!
Buena entrada "dumbo". Me has tocado la fibra.
Chisco.
¡Hombre, Chisco!¡Cuánto bueno por aquí!
Un abrazo, brother.
¡Salud!
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