miércoles, 24 de enero de 2018

Tragicomedia del verbo en el atril


El silencio no es la ausencia de sonido.  Yo puedo caminar en invierno sobre la hojarasca de un hayedo, alejado de toda presencia humana,  y escuchar bajo mis pies el chasquido de las hojas muertas, silbar el viento frío entre los árboles  desnudos, crujir despojadas  las  ramas  o percibir  el escarceo  súbito  de pequeñas alimañas entre los vestigios blancos  de la última nevada. Y sin embargo, puedo afirmar  no solamente  que  he vivido toda esa experiencia  en el más absoluto silencio, sino que fui a ese bosque porque es precisamente allí, gracias a todos sus sonidos,  donde reside  el  silencio.

 Yo puedo llegar a casa después del trabajo, abrir la puerta, despojarme de la ropa, escuchar  las cañerías, la voz de un niño más allá del balcón, el claxon apresurado de un coche, los pasos del vecino en el piso superior, el ladrido de un perro,  y la melodía del disco que he puesto y que suena  como antídoto eficaz contra las inclemencias de un día  de mierda, y sin embargo jurar que he vivido todos esos momentos en un categórico silencio. Es más, a veces, si la jornada  ha resultado especialmente  desagradable, me aposento en el sofá, me coloco los auriculares, subo el volumen y entones ya no hay ruido que pueda entrometerse  en mi silencio  sinfónico.

Enfrentarse  al rugido de una fiera, al disparo de un asesino, al martilleo de una máquina, al llanto inconsolable del dolor o al estrépito de  una explosión en realidad es enfrentarse  al silencio.

De hecho, puedo estar en muchos lugares y circunstancias en los que se produzcan todo tipo de ruidos, ecos y estruendos  y tener la certeza de  vivir el silencio, porque estoy convencido  de que no es otra cosa que la ausencia de palabras, la extraña  virtud humana consistente en no decir ni mú. Allí donde única y exclusivamente se producen murmullos mecánicos, runrunes urbanos, resonancias naturales o incluso barullos,  bullicios y alborotos,  producto de la conjunción grosera  de miles de voces humanas que hablan o gritan al unísono aniquilando  toda significación, incluso allí hay silencio.

Sin embargo, cuando  leo escucho voces muy bien  definidas, esclavas de quienes las emiten, voces singulares y concretas. Entonces  se rompe el silencio. Cuando mentalmente, sin pronunciarlas,  digo una tras otra  cada una de las palabras que alguien enlazó en  frases  hasta formar un libro,  entonces queda cancelada  la afasia y resuenan dentro de mí, y a mi alrededor, nuevas realidades que exigen protagonismo y reivindican con voz enérgica su lugar en el mundo. Todo dependerá  de su disposición, de su capacidad sugestiva o evocadora, y también, cómo no, del momento en que yo me encuentre. En el caso de que se diesen las condiciones más favorables, un solo párrafo puede resultar tan atronador  como la erupción súbita de un volcán. Si alguno de los elementos fallase, quizá su efecto no pasaría de un desdeñoso bostezo.

Quiero decir -o más bien insistir-  que lo único que puede romper el silencio es la palabra porque es creadora y consecuente, responsable  tanto de nuestras historias particulares como de la historia del mundo. Sin palabras no hay realidad y sin realidad no hay sonido. El bramido del  fragor de la galerna o el  clamor del viento huracanado solamente adquieren su naturaleza sonora cuando alguien escribe o declama con todas sus letras  el fragor de la galerna y el clamor del viento huracanado. Mientras tanto, no son más que fenómenos relativamente atmosféricos, habituales, de interés para científicos y pescadores o para surfistas y demás  mamíferos marinos.

En este sentido  debo advertir que aquí nada tiene que hacer la pragmática y mucho menos la física. A no ser que crean que pueden aprender algo, huyan de estas  líneas científicos, dialécticos, materialistas históricos y  sacerdotes de la lógica. Si lo desean, permanezcan los insensatos. Una persona muda es tan capaz de destruir el silencio como el  más locuaz  locutor de radio. Una persona sorda puede percibir tanto ruido como un recién nacido en el momento justo e irrepetible de venir al mundo.  Tan solo necesitan de sus manos, de una serie de gestos dibujados en el aire, porque sin necesidad de la sacrosanta  y sobrevalorada vibración pueden llegar a construir tal ingente cantidad de realidades que ni la más escandalosa campana  catedralicia podría emularles.

Efectivamente, exceptuando la especie humana, ningún ser en la tierra necesita del sonido para saber qué es el silencio. Y más. No hay ser en todo el planeta que necesite a un semejante para que le defina o le enseñe a definir  lo que ve o lo que come, porque le da exactamente igual. Los sonidos que emiten  son afásicos y agramaticales, no contienen ni forma ni significado alguno;  sirven para lanzar una alarma, para atemorizar a depredadores enemigos o para competir en mejores condiciones por el emparejamiento más ventajoso para la especie.

Es por eso que el mundo animal y natural, sin contabilizar al homínido, es absolutamente silencioso, no aspira a nada, vive sin ambiciones, porque refugiado en ese silencio virtuoso es incapaz de generar y compartir ideas, de explicar a sus congéneres sus puntos de vista, en definitiva, de propiciar cambios significativos en sus entornos y en sus existencias. Tanto es así que, aunque nos parezca mentira, los animales no saben qué es la historia; ni siquiera se marcan un objetivo en la vida. ¡Bendito silencio!

Esto que acabo de escribir lo explica mucho mejor que yo el filósofo inglés  John Gray en “El silencio de los animales”, libro que leí ya hace unos cuantos años y que recomiendo muy encarecidamente (atención porque si se lee sin precauciones o sin prejuicios puede llegar a cambiarte la vida)  No hace tanto tiempo que me bailan en mi  pequeño cerebro de homínido una serie de  hechos que ocurrieron recientemente  muy cerca del lugar donde yo vivo y que me inocularon como un veneno estas reflexiones que ahora intento desgranar, expresar y comprender.

Parece que han pasado años pero en realidad  todo sucedió hace  tres meses,  el mismo tiempo que necesita una serpiente  para incubar en silencio a sus pequeños. Un hombre sano, bien parecido y de sonrisa astuta, se convirtió durante unos pocos minutos, y en dos ocasiones,  en el centro del mundo humano, amenazando con su protagonismo incluso al eterno silencio del mundo animal. Su  ascensión de la escalinata abalaustrada de mármol  probablemente  constituyó  el trayecto ascendente más difundido y mejor iluminado de la historia. Sin embargo, a pesar de la enorme expectación que conscientemente  generó,  aparentemente sus piernas permanecían  firmes y su rostro comunicaba gran serenidad, sin perder un mínimo rasgo de sagacidad en su sonrisa.

Algunos minutos después de su entrada en el lugar de los hechos, tal y como estaba previsto,  se situó ante el atril, frente a  la mirada vigilante, inquisitorial o ilusionada de un grupo de escogidos congéneres que se habían reunido en uno de los lugares donde más ruido se produce. Llegaba el momento. Medio planeta homínido veía  a través de los medios de comunicación, en vivo y en directo,  las hojas posarse sobre el facistol; unos pocos gramos de papel blanco en el que él (o alguien de su confianza)  había  escrito cuidadosamente  unos cuantos centenares de palabras muy bien escogidas, con tal potencia sonora que debían retumbar en medio planeta tal y como ocurriría si la totalidad de la población china saltase al unísono.

Efectivamente, el grado de expectación era singular e inédito,  un estado de histeria colectiva insólito que provocó en todos los hogares del país el más inquietante  de los silencios,  solamente equiparables a unos contados momentos sonoros de la historia, como por ejemplo el instante anterior al Big Bang, esa milésima  cósmica anterior incluso al tiempo en el que, sin mediar discursos de nadie, se produjo el universo.

Yo miraba aquel hombre hablando  y no lo podía creer;  me sigue resultando  inconcebible que unas cuantas palabras pronunciadas  por una sola persona - alguien que hace unos pocos meses no era absolutamente nadie- tengan tanto  poder, el poder del futuro, el poder de la obediencia, el poder de la formación de nuevas realidades, de la generación de  conflictos, de la ilusión, de la rabia, la decepción, el miedo, la incertidumbre, la esperanza, la frustración… el poder inexorable e inverosímil  de prorrumpir  con un par de  verbos  y dos o tres   sustantivos  el silencio en el que dormita con un ojo siempre abierto el célebre ángel de la historia. Casi el mismo número de verbos y sustantivos que utilizó a los pocos segundos para renunciar a ese poder  y permitir a la horrenda criatura que pintó Paul  Klee seguir disfrutando de su siesta.

Pocos días después, todavía con el recuerdo muy presente de aquellas horas magníficas, volvió a suceder algo parecido. En esta ocasión nuestro hombre, llamado a las más altas tareas señaladas por el destino, apareció entre el dintel  gótico de un hermoso claustro, dispuesto nuevamente  a utilizar el poder revelador de sus  palabras con el fin de iluminar nuestra  vida  porque, partiendo  de nuestro silencio conmovedor -muy parecido al de los animales- con su verbo creador  sería capaz de engendrar una nueva  sustantividad  sonora.

Sinceramente, yo acabé exhausto. No podía más. Ya podía anunciar cuantas comparecencias considerase necesarias, que mi atención, mi inquietud y mi expectación la había perdido por completo y para siempre. Y es que después de la kermesse,  llegué a la conclusión de que aquel señor ufano, de mirada pícara y cabello ralo no era más que un aprendiz de brujo, el discípulo copión de Aldus Dumbledore, incapaz de encender un sencillo fósforo sin la ayuda de una cerilla.

Llegados a este punto necesitaba un descanso, de manera que decidí salir en busca de un poco de silencio. Quería pasear sobre la hojarasca de un hayedo, alejado de toda presencia humana, y escuchar bajo mis pies el chasquido de las hojas muertas, silbar el viento frío entre los árboles desnudos, crujir despojadas las ramas o percibir el escarceo súbito de pequeñas alimañas entre el vestigio blanco de la última nevada. Quería sentir por unos instantes la vida ligera, la existencia liviana desprendida de palabras, de sonidos, privada de su inexorable poder revelador que nos indica un fin. Entonces recordé al hombre astuto ante el atril, y de vuelta a casa me puse a escribir.

2 comentarios:

Carlos dijo...

Un gran escrito para una triste historia. Me ha parecido un texto brillante que aporta más reflexiones y ahonda mejor que los mil análisis que uno pueda leer o escuchar. Felicidades Hablador.
Saludos

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Eres muy amable, Carlos
Un saludo afectuoso