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Los antiguos romanos
creían que la causa de la melancolía no era otra que el progresivo ennegrecimiento de la bilis. Es decir, que todo aquel que sufría de tristeza inconsolable, permanente y profunda,
todo ciudadano o esclavo que arrastraba su cuerpo por el mundo como alma en
pena, vivía sus días con doliente
amargura gracias a la secreción biliar de una hiel oscura y sombría que llamaban atra bilis.
Con el paso del tiempo,
gracias a la exotérica historia de las palabras, la unión de esos términos latinos acabó por designar a las personas de carácter
violento que lo arreglan todo a base de gritos, golpes y salidas de tono. Son los llamados atrabiliarios, miembros de una tribu imperecedera cuyos orígenes ibéricos -y por
ende europeos - se remontan a los años remotos en los que el hombre habitaba
Atapuerca en compañía de las más
insólitas alimañas.
De hecho, el equipo de
arqueólogos dirigido por los doctores
Arsuaga y Carbonell tuvo la
oportunidad de mostrar al mundo entero algún que otro trauma craneal, probablemente uno de los primeros resultados
de la acción atrabiliaria de marca
ibérica que, sin duda, dejaría su
huella indeleble en el genoma hispano, por los
siglos los siglos, entre todas las generaciones de hombres y mujeres nacidos en
la Península. Prueba de ello es, por ejemplo, el célebre cuadro de Goya titulado “Duelo a garrotazos” en el que
el pintor aragonés retrató en plena
acción a dos de los descendientes de aquellos primeros atrabiliarios patrios.
Por todo ello, soy de los
que piensa que más allá de la historia del poder político en España y de la
sucesión de colonizaciones, invasiones, dinastías, tiranías y partidos
políticos que han tenido la oportunidad de gobernarnos, el gen atrabiliario,
oscuro y de infaustas consecuencias, ha
marcado nuestro destino a partir del mismo día que nos erguimos en aquel rincón remoto del neolítico.
Sin embargo, en honor a
la verdad, he de decir que no hace mucho
que he llegado a esta conclusión. Exactamente, poco más o menos, un par de días,
el tiempo que ha trascurrido desde que
finalicé la lectura de “Miseria, grandeza y agonía del PCE,
1939-1985”, obra del periodista y escritor Gregorio Morán reeditada
recientemente por la editorial Akal.
A pesar de que Gregorio
Morán es un autor consolidado, de
prolífica y extensa trayectoria, yo lo descubrí en 2014 a raíz del escándalo
que supuso la censura a la que sometió la editorial Planeta a su anterior obra
“El cura y los mandarines, historia no oficial del bosque de los Letrados”, un
recorrido crítico a través de la historia de nuestra cultura que abarca desde
el año 1962 hasta prácticamente finales del siglo XX.
Morán rompió con el editor
Lara y publicó el libro con la mencionada
editorial Akal denunciando públicamente a la editorial Planeta durante la presentación del libro que
celebró en compañía de su amigo, el
novelista y a la sazón ínclito pregonero barcelonés, Javier Pérez-Andújar. El
acto fue grabado íntegramente en video y ardió como reguero de pólvora en las redes sociales porque Morán daba cuenta
detallada de los motivos de la censura que apuntaban directamente a la dirección de la Real Academia Española de la Lengua. Gracias
a todo ello supe de sus “Sabatinas intempestivas”, que escribía semanalmente
cada sábado en el diario La Vanguardia, hasta que hace unos meses Moran fue despedido via
fax a raíz de un artículo que se negó a
modificar por órdenes del director
Marius Carol en el que, una vez más, repartía estopa a la clase política
catalana. Yo, por mi parte, he despedido de mi casa al Conde de Godó y ahora leo las Sabatinas en “Crónica global.
El caso es que, desde que
leí “El cura y los mandarines…” y sus
artículos en prensa ,semana tras semana,
la figura de este escritor asturiano afincado desde hace ya décadas en
Barcelona vino a resultarme de lo más fascinante porque forma parte de una
especie en extinción; ese tipo de periodistas que no
se casa con nadie, honesto, incisivo, independiente, valiente, riguroso y
extraordinariamente trabajador, que encuentra información donde nadie la busca, que la ofrece con una
voz inconfundible sin renunciar nunca a
su particular – y a menudo controvertido- punto de vista , todo aderezado de un chorro
generoso de buenos adjetivos, nada de
sidra de su Asturias natal; siempre licor del fuerte, del que quema al entrar en la garganta y calienta el ánimo.
Morán, en mi modesta
opinión, desciende de la estirpe de los Torres Villarroel, de los
Larra, los Sawa, los D’Ors, los Gaziel
(su admirado Gaziel ), y de los Pla. Porque Gregorio Morán es sobre todo un
cronista de nuestro tiempo. El núcleo duro de su obra constituye un friso de la España contemporánea, compuesto por cerca de una docena de libros que se hacen imprescindibles
para observarnos a nosotros mismos sin dejar mediar a la complacencia,
partiendo de figuras o instituciones claves de nuestra historia que actúan como
centro de un universo histórico, social, político y cultural en el que orbitan una buena cantidad de
personajes y personajillos que en algún
momento pintaron algo, o creyeron que
pintaban algo.
La pluma de Morán es
látigo de nacionalistas, espejo de oportunistas, inventario de arribistas y penitencia de sinvergüenzas. Gozo con su
estilo, con sus incisiones certeras y arriesgadas; con una valentía que en más de
una ocasión probablemente desearía haber atenuado, pues no en vano ha pagado por ella con despidos, enemistades, y
amenazas, aunque nadie, que yo sepa, se
ha atrevido a demandarle.
De hecho, nadie le dijo
ni mú cuando en 1984 vio la luz la primera edición de “Miseria, grandeza y agonía del PCE, 1939-1985”
publicada entonces por la editorial Planeta. Ni si quiera sus dos principales
protagonistas -el mismísimo Santiago Carrillo, o la sacrosanta Dolores Ibarruri,
La Pasionaria- dijeron esta boca es mía, a pesar de que el libro de Morán hace trizas la trayectoria
política y humana de ambos. Porque cuando nadie dice nada después de la
revelación de la ingente cantidad de
tropelías, traiciones, nepotismos, servilismos, deslealtades, confabulaciones,
personalismos, ambiciones, mediocridades y hasta crímenes que tuvieron lugar en el seno de la que fue la organización política más importante de España desde la Guerra Civil hasta la transición, es que lo que se cuenta
es verdad, aunque ya no le importe a nadie, o a casi nadie.
El día 30 de Octubre del
año pasado, en pleno marasmo independentista catalán, Gregorio Morán presentó
en la Librería Laie de Barcelona -acompañado de su amigo Javier Pérez-Andújar- la segunda edición de este
mismo libro, ahora a cargo de la editorial Akal. El periodista asturiano explicó que cuando
Planeta lanzó la primera edición en 1984 el libro fue un sonoro y rotundo
fracaso de ventas; tan solo apareció una
reseña perdida en algún periódico. A los
pocos meses de su publicación, “El Corte Inglés” vendía casi la totalidad de la
edición a veinte duros la unidad. Y es
que, aquel año de ‘La movida’ el PCE estaba ya tan muerto que los entresijos de su historia no interesaron a
nadie, a pesar de que ofrecía documentación y material inédito, altamente
sensible, procedente de los archivos del
partido que un amigo le ofreció metidos en unas cuantas cajas de cartón durante
la mudanza de la sede madrileña. Esa documentación (actas, transcripciones, incluso grabaciones que registraban o daban fe de las reuniones de la dirección
del PCE ) constituyen el metol, la sal y el acelerador reveladores de
la grandeza y heroicidad de sus
militantes y de la miseria de buena parte de sus dirigentes a lo largo de toda
su historia.
No sé si lo he mencionado.
Gregorio Morán fue militante del PCE hasta poco después del día de su legalización, de modo que tuvo que mantenerse en la clandestinidad buena parte de
su juventud y vivió en primera persona los riesgos y las esperanzas de la única
organización política española que se enfrentó seriamente y constantemente a Franco durante los 40 años de dictadura.
Aquel 30 de octubre en la librería Laie no tuve el valor de preguntarle qué le
ocurre a alguien cuando accede a las cloacas de una organización en la que ha crecido, con la que ha comprometido la
seguridad de su vida y sobre la que reposaban
sus ideales y anhelos. ¿Qué tipo de
mecanismos se mueven en su interior? ¿En qué estado sale uno de tan traumática
labor? ¿Qué queda de uno tras el trabajo
minucioso de comprobación y redacción de los hechos que solamente un preponderante
sentido de la honestidad ética y profesional
puede obligarte a hacer públicos? ¿Se siente uno un traidor de sí mismo?
¿Y de sus antiguos compañeros? ¿Prevalece o debe prevalecer ante todo la búsqueda de la verdad y así, de ese modo, mitigamos nuestras contradicciones?.
Para llegar a hacerse una
idea de esto que estoy diciendo no hay más que opción que leer el libro, mientras recodamos siempre,
a cada página, que Morán se jugó la vida
por el PCE y por la libertad de los españoles. Esa páginas esenciales de nuestra historia colectiva nos ayudan a comprendernos y a respondernos a
los porqués sobre tantas
y tantas cuestiones suscitadas durante la vida del dictador, y también en los primeros años de nuestra democracia que,
en buena medida, explican o terminaron
por bosquejar nuestro presente.
Si tuviésemos que reducir o sintetizar todo ese ingente trabajo me quedaría con dos adjetivos
muy queridos por el autor, que utiliza con gran frecuencia, no solo en esta
obra, sino en otras que he tenido la oportunidad de disfrutar. Dos adjetivos
que en mi opinión nos definen a todos como sociedad, o al menos delatan
nuestros peores rasgos colectivos y responden a cierta apatía melancólica en la que nos revolcamos para no acometer y enfrentar con energía e
inteligencia nuestro futuro juntos: España es un país atrabiliario y los
españoles que en el mundo han sido nos consideramos inmarcesibles.
Los españoles queremos
arreglarlo todo a voces, de malos modos, como si estuviésemos siempre
acodados en la taberna, borrachos, sin otra cosa que hacer que joder al prójimo.
La imprecación es nuestro recurso y no escuchamos. Tanto es así que hemos llegado a considerar buen político
el que mejor y más incisivamente carga contra el contrincante, sin importarnos
si lo que dice es cierto o falso, o al menos productivo. Por otro lado,
cualquiera que haya militado en un partido político sabe por propia experiencia
que las reuniones internas se resuelven, frecuentemente, a garrotazos, con vencedores y vencidos por KO técnico, y
no con el consenso o con el acuerdo sensato de todos.
Pero es que, además, gracias a no se qué argumentos o
causas, nos creemos herederos de una
especie de raza imperecedera más lista,
más sabia, más fuerte y más guapa que las demás, que se perpetúa y que camina
hacia un destino rutilante, en una certidumbre de eternidad, sin más esfuerzo que el hecho de haber nacido
aquí. Hemos gestado durante siglos la ilusión hidalga de merecer lo que tenemos
por una simple cuestión hereditaria, de manera que esa conciencia de poseer una naturaleza divina
nos debilita, nos sume en la apatía, en la holgazanería y en el mejor de los
casos promueve un sentido de la astucia
con la que intentamos resolver de un plumazo problemas que requieren inteligencia,
esfuerzo y colaboración.
Por eso, creo que ” Miseria, grandeza y agonía del PCE”
no solamente nos explica las vicisitudes menos conocidas, más heroicas y más abyectas del partido que más y mejor combatió a Franco,
sino que nos explica a nosotros mismos, seres atrabiliarios, aspirantes a lo inmarcesible,
como los dos paisanos que Goya pintó y que ya para siempre creerán que resuelven
sus problemas a garrotazos.
Hay que leer a Gregorio
Morán
PD: Durante la presentación en Barcelona del 30 de octubre de 2017, Gregorio Morán dijo que la figura de Felipe González era realmente interesante, y que merecía una biografía. ¿Se habrá puesto manos a la obra ?
2 comentarios:
Pues estoy contigo Hablador: ¡Hay que leer a Gregorio Morán!
Me leí varios capítulos de "El cura y los mandarines" y disfruté de su capacidad para descabezar a todos los diosecillos del mundo cultural. Espíritu libre y muy crítico, a ratos parece un poco resentido pero igualmente se echan en falta escritores como él que no se casan con los poderosos ni buscan permanentemente los corrillos culturales.Le he seguido en algunos de sus nuevos artículos para Crónica Global y me sigue interesando porque su pensamiento es más original y no repite los argumentos de siempre.
Gracias por traerlo.
Saludos
¡Hola Carlos!
Sí, estoy de acuerdo contigo. Morán muestra siempre cierto rictus de amargura en su gesto que intenta atenuar con su mordacidaz y su ironía afilada, que utiliza como para defenderse de algo pasado o presente; quizá es una postura vital de denuncia, digamos, una misantropía activa.
En cualquier, para mi ahora mismo es un autor imprescindible. Como digo en la entrada, me admira el ejercicio de crítica tan feroz que realiza hacia la organización que le vio crecer y en la que dejó los mejores años de su vida y de sus anhelos
Gracias por el tiempo que te has tomado en leer la entrada, Carlos, y doblemente agradecido por dejar aquí tu impresión al respecto
¡Salud!
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