Me gustan los
amaneceres y los atardeceres. El resto del día no me importa. Si por mi fuese,
podría desaparecer. Aunque, bien pensado, si desapareciese el resto del día,
tampoco tendrían mucho sentido ni los amaneceres ni los atardeceres.
Sencillamente, y gracias a la simple y absurda ley de la lógica, dejarían de
existir.
Sin embargo, despreciando
la inútil constatación de la lógica, una vez despejado el día en la ecuación
del tiempo, todo se igualaría. El principio sería equivalente al fin. Alfa y
Omega siameses. Ya no podríamos definir
el final gracias a su contrario, de modo que, tal y como enseñaron en el
bachillerato, menos por menos es igual a más, y más por más es igual a más,
pero más por menos es igual a menos.
Aun así, a pesar
de la ciencia y las matemáticas, qué sería de mí si en el ejercicio de mi
soberana humanidad occidental prescindiese del intervalo que mantiene en la
distancia al alba y al crepúsculo, noche y silencio, pesadilla y sopor, la vida
entre dos luces, la luz naciendo y la luz muriendo entre dos mismas claridades
que se abrazan por detrás, sobre la espalda de la noche, clandestinas, sin que podamos verlas.
La vida, o mejor,
la existencia, devendría todo aquello sin entidad que sucede entre fulgores y
penumbras. Lo diáfano convertido en la sombra. Nuestra imagen en ojos ajenos
como una silueta turbia, distorsionada, vista a través de un vaso. De hecho, sin nada que acontezca, el tiempo dejaría de tener sentido, sólo un
tránsito de luz. Porque ¿qué oficio, objetivo o servicio podría ofrecernos el
tiempo? En última instancia, podría salvaguardar su existencia asumiendo el único
y necesario valor, los posos del vestigio, de las etapas pasadas, concluidas, superadas, impregnando las paredes de la memoria igual que los restos de aquel
vino que bebimos hasta la inconsciencia, púrpura incriminatoria de nuestros arrepentimientos; pecado, y también penitencia.
¡Mira! ¡Ahí está
el tiempo! Dirían nuestros hijos. ¡Pobre tiempo! ¡Tan buen servicio que nos
ofreció! Y ahora este desdén como recompensa. Algunos estudiosos
bienintencionados y los políticos buenistas de rigor, ejerciendo una
malentendida nostalgia, enfermos de melancolía, obnubilados los corazones, reivindicarían su vuelta, el retorno de su
reinado. Una involución sin futuro.
Porque no habrá
vuelta atrás. Inviable será el día, inalcanzable la noche, inverosímiles los
acontecimientos y absurda la cotidianidad. Solamente nacimiento y muerte, germen y consumación. El sol despuntando, y un
instante antes de que el último borde dorado se libere del
horizonte en el mar, el mismo rayo luminoso que amaneció romperá sin más
tránsito, ni aviso, ni intervalo, la
silueta azul de las montañas de poniente, transformando el cielo en una idea,
en un escenario crepuscular, único, de inédita belleza, con vocación irreprimible
de albor. Sólo la penumbra imperecedera en el centro de un bucle maravilloso.
La caricia continua, el éxtasis perpetuo. El despertar y el sueño. El
nacimiento y la muerte, porque ahora, ya, definitivamente, la vida sólo es umbral y ocaso.
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