Me da la sensación de que percibimos la Historia como una fantasía, un lugar suficientemente remoto en el tiempo como para
creer que todo lo que aconteció y las criaturas que lo habitaron son producto,
únicamente, de la incapacidad de la memoria para generar algo más que un recuerdo difuso. De manera que la Historia se
convierte en la obra resultante
de una retórica malintencionada o mitológica; o en el mejor de los casos, en un
vertido manierista del que se valen los historiadores para aproximarse con su
verdad más o menos objetiva, más o menos honesta, a hechos y acontecimientos
pasados.
Yo me niego a pensar la Historia como algo que le concierne a la memoria; como ese
conjunto de evocaciones desenfocadas
que simbolizan más que significan, que sugieren más que constatan, que llegan
hasta nosotros a través de los libros, de investigaciones sesudas, de la
ficción literaria o cinematográfica, de
las imágenes que nos ofrecieron pintores, o incluso procedentes del trabajo
arriesgado de cronistas, fotógrafos y cineastas que grabaron para siempre estampas terribles.
Y por tanto no puedo concebir la Historia como el relato de
unos hechos pasados más o menos fidedigno, salpicado o ilustrado del
correspondiente testimonio gráfico. Miguel de Unamuno se desgañitó propugnando
la intrahistoria, ese otro relato en el que se teje el pasado a través del
rastreo vivencial de las personas. Mi modo de concebir la Historia se acerca al de Unamuno, pero no me
satisface del todo, porque finalmente desemboca en el conjunto de la
experiencia humana, en el gran océano de lo que la grandilocuencia gusta en
llamar la gran aventura de la Historia, o en la gran epopeya del Hombre, que finalmente se postra ante las fechas, la
intríngulis política, los gobernantes y los vencedores.
La Historia tampoco es el resultado parcial de una suma
perfectible. No es el acta notarial de la progresión de la humanidad, esa línea
de episodios más o menos relevantes y
compulsados que, añadidos unos sobre otros, o dispuestos un detrás de otro igual
que capítulos de una teleserie, dan lugar a nuestro presente como si las cosas
fuesen como son porque no podían ser de
otra manera, porque así tenía que ocurrir. O más gracioso todavía, como si la
Tierra, con sus humanos a bordo, contuviese en la experiencia de la Historia un
solo objetivo, la meta del progreso, de la perfección del planeta con todos su
bichos y sus plantas, y su mares y sus
ríos, y los desiertos, y su cielo.
Pero no. La Historia no es una novela, ni una narración, ni el objeto de reflexiones, ni la materia prima
de filósofos. No es un informe, ni una descripción, ni una soflama. Ni un
libro, ni una película ni una fotografía, ni la crónica de un periódico, ni
siquiera la conexión en directo con una batalla.
Yo os diré qué es La Historia. Es el silencio interminable
de una madre que perdió a su hijo en una guerra; el grito interior que sacude
las vísceras de un anciano cuando ve en
televisión ondear victorioso el símbolo que torturó sus huesos jóvenes, sus
manos jóvenes, su piel joven. Historia es un hombre mutilado sentado en una
silla de ruedas lanzando una piedra con una onda para defender su tierra y su
libertad. El olor a cuerpos humanos entre los rescoldos humeantes de pueblos en ruinas.
También es el corazón palpitando en un tumulto callejero; una mano que
abraza a otra; la decepción de la traición; la conmiseración ante la cobardía;
la mala conciencia; la delación a cambio de una vida; los días de hambre; un
niño que no come y ya no llora; el alivio de la paz; el miedo a la paz; el odio
en la piel y el deseo de matar. El
dolor, el dolor físico, el que no se puede soportar, el dolor que ruge y aúlla y nos obliga a taparnos los oídos
porque su lamento nos enloquece, y se nos mete adentro, y ya nunca sale de
nuestro vientre, como un tumor enquistado.
La incertidumbre de lo que acontecerá. El desvalimiento, la
impotencia de no poder hacer otra cosa que esperar a que alguien, en algún
lugar no muy lejano, tome una decisión que nos cambie la vida, como si fuese un
dios y nosotros unas miserables criaturas contingentes, perfectamente
prescindibles, sacrificables gracias a las acciones, las decisiones, el
egoísmo, la crueldad, la vanidad y las ansias de poder de individuos que
evacúan en el retrete a diario y que con sus estratagemas y su conciencia plena
logran someter y vencer la voluntad de hombres buenos.
La Historia es, sobre
todo, carne humana, camuflada y escamoteada, lapidada por toneladas de materia historiada. De ese
inmenso depósito de presentes muertos surgen los mitos, las figuras que nos señalan enemigos y
que nos invitan también a laurear al
héroe. Surge el color con la que
se pintan escenarios gloriosos, campos de batalla, muchedumbres y holocaustos. Pero no hay
espacio para los cuerpos, para las vidas reales, para las mujeres y los hombres que las vivieron. Porque
en realidad son los hombres los que viven la Historia, y no al revés.
Por eso, cuando un hombre muere, muere la Historia. Es
inútil rastrear archivos, o leer aquel
diario secreto que guardó alguien durante años en el que se describen presentes
espeluznantes. Resulta inútil rescatar fotos ajadas para
evocarlos. El testimonio humano, auténtico y sincero de esos objetos se desvanece y desvaloriza su esencia cuando sale a luz y se transforma en un artefacto
cultural, histórico, de consumo doméstico, con el que millones de personas
podrían empatizar gracias al instante aprisionado en una imagen o en un
párrafo. Sin embargo, ocurre que esos momentos editados y convenientemente
comercializados ya no son Historia, se han metamorfoseado en pura fantasía
gracias al espacio insalvable que produce la vida, el tiempo y un escaparate, o
la cómoda butaca de un cálido salón.
La
Historia no existe. Mentira la Ilustración y mentira sus
ilustrados. Sólo un recuerdo la Revolución, y un leve suspiro sus
dirigentes. Falsos los imperios, y falsos
sus emperadores. Fantasmas los generales y patrañas sus batallas. Papel
las repúblicas, palabras y voces los senadores. La verdad sólo fue presente y se expresó
exclusivamente en la piel de los hombres
que lo padecieron.
Lo demás es cátedra, honor y archivo, biblioteca y
filmoteca, exposición y estudio, leyenda
manipulada con la que los hombres
del futuro forjarán sus días en una espiral de tiempo.
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