Las avispas son las malas
y las abejas son las buenas. Las dos tienen aguijón. Sin embargo, solamente las
avispas lo utilizan por placer, para joder. O sea, que mueren matando, pero
contentas, porque sí, por el puro gusto de picar. No entiendo qué placer puede
suponer desprenderte del vientre para que
tu aguijón inocule el veneno que producirá escozor, hinchazón, dolor, o
incluso la muerte, si tú vas a morir
antes de que ni siquiera puedas disfrutar de la primera queja de tu víctima.
Pero así parece que es. Probablemente se trate de un problema de comunicación, es decir, que las avispas creen -porque nadie les ha explicado lo contrario- que picar a alguien es algo que ellas pueden hacer impunemente, sin que suponga para ellas consecuencia alguna. Es más, creen -a diferencia de las abejas- que picar por picar es uno de los placeres mayores que una avispa pueda experimentar. De manera que cuando pican, apenas les queda tiempo para darse cuenta de la tontería que acaban de cometer, de que ya es demasiado tarde para lamentarse y para sorprenderse, porque casi instantáneamente pierden toda conciencia y por tanto la posibilidad de informar a alguna otra avispa de que se abstengan de dejarse la vida en la piel de nadie, así, de esa manera tan absurda e inútil.
De ahí que, cuando alguna de ellas muere, el avispero lo toma como una afrenta, como si su muerte fuese el resultado de una heroicidad, el producto de la incomprensión humana hacia el derecho a la diversión de toda la especie, sin dedicar ni medio minuto a preguntarse ¡por qué!, ¡por qué!.
Una abeja, sin embargo, es una criatura adecuadamente formada y responsable, para la cual picar supone una última instancia, el último recurso a utilizar exclusivamente en el caso de que se siente agredida, con peligro real para su vida y la de sus congéneres. Entonces sí, entonces vale la pena deshacerte de tus intestinos y morir picando para dejar constancia, al menos, de que han atentado contra ti y de que ese ataque no queda impune.
Porque las abejas conocen desde pequeñitas su naturaleza. El panal está organizado de tal manera que en un momento u otro de su vida -y por supuesto antes de realizar su primer vuelo- alguien les ilustra al respecto de su propia fisionomía, de su función para la comunidad, de los peligros que puede encontrar allí afuera y sobre todo, de los peligros del instinto, que puede llegar a jugarles una mala pasada. De modo que antes de que salgan a libar sus primeras flores, ellas ya han tomado conciencia de su propia idiosincrasia y son capaces de identificar una auténtica agresión de cualquier otra eventualidad, a fin y efecto de no morir a lo tonto, estúpidamente, como si fuese una vulgar avispa.
Las avispas tienen cintura de avispa, y las abejas no, claro. Ese es el mejor modo de distinguirlas. Las avispas son alargadas y esbeltas, como Ava Gardner. Las abejas son rellenitas y algo más pequeñas, como Kathy Bates. Las abejas vuelan dulces, planean hábilmente sobre la flor y presumen de discretas. Por el contrario la avispa es epiléptica y siempre se hace notar. Su vuelo es impaciente, desazonado e imprevisible. Jamás logra atemperar su inquietud y toda ella es impostura y neurastenia. De hecho, su existencia se fundamenta en un afán de protagonismo mal dirigido que suele terminar en tragedia.
Porque existe el mito a través del cual se nos indica -o aconseja- que ante el vuelo próximo y persistente de una avispa lo mejor es quedarnos quietos, no realizar movimientos bruscos, ignorarla, ya que se toma cualquier mínima atención hacia su presencia como un intento de agresión y, por tanto nos atacará sin piedad. Este mito es falso, más falso que la pretendida bondad de estos himenópteros. En realidad, como ya he anotado, la avispa pica por vicio, a lo tonto, y en su pecado consciente le llega la muerte inconsciente.
Ayer, día de la Hispanidad, leía en el bar de costumbre. Hacía una mañana de otoño muy agradable. Me acomodé en la terraza, bajo el toldo, y me dispuse a disfrutar de un par de horas abstraído del mundo y de la actualidad. Solamente los personajes, su mundo y yo.
Efectivamente, poco después de dar el penúltimo sorbo al café cortado, una avispa irrumpió en mi espacio aéreo, exhibiendo como una vedette fatal una serie inquietante de picados, loopings, y toda suerte de piruetas aéreas. Sus acometidas eran realmente audaces y también muy molestas, porque iba y venía de arriba abajo, de derecha a izquierda, tantas veces como gorrazos al aire propinaba yo, sin más resultado que la sonrisa estúpida de mis vecinos de mesa. Cada vez que creía que la había espantado definitivamente, la avispa volvía de nuevo a revolotear junto a mi oreja, o junto a la mano con la que sostenía el libro, o desvergonzadamente frente a mi nariz. En algún momento incluso llegué a notar su presencia muy cerca de la nuca, lo cual me obligó a levantarme súbitamente, con gran escándalo de vasos, platos, cucharas, y más risitas.
Después del último ataque por la retaguardia no me quedó más remedio que pedirle al camarero otro cortado y que, por favor, limpiase la mesa. Solícito, apareció con una bayeta y mientras limpiaba, mirándome como quien mira a un viejo tonto, me aconsejó: “señor, lo mejor es no moverse. Si se queda quieto, no le pican”, me dijo. “¡Y una mierda!”, estuve a punto de responderle mientras le regalaba la mejor de mis sonrisas y le daba muy amablemente las gracias.
Oteé las proximidades, escruté atentamente todos los flancos y viéndome libre de amenazas, me tranquilicé un poco, de modo que, seguro ya de mi victoria, tomé el segundo café de la mañana y volví a la lectura. A los pocos minutos allí estaba ella, vivita y coleando, como el dinosaurio de Monterroso, o como el mosquito de la Pantera Rosa. Esta vez, sin embargo, cometió un grave error que cambiaría para siempre la historia de las avispas y que pasará a formar parte de los anales de la biología en cuanto a la relación simbiótica que establecen estos pequeños criminales alados con su medio ambiente natural, esto es, las terrazas de los bares.
Y es que mi enemiga, seguramente cansada de tanto ir y venir, o seguramente atraída por el aroma azucarado de los restos del cortado, aterrizó sobre el borde del vaso y empezó a internarse en su interior, al principio con cierta prudencia, creo que un tanto indecisa, porque observando su evolución parecía no estar muy segura de seguir su incursión hasta medio vaso o, por el contrario, dar media vuelta y emprender de nuevo el vuelo. Finalmente, guiada por esa estupidez audaz de la que están hechos los aventureros, o sencillamente forzada por su instinto glotón, la avispa decidió seguir el rastro de los restos de café leche y azúcar. Y esa fue su perdición, porque yo no dudé un instante en aprovechar la oportunidad para anular toda posibilidad de escapatoria, colocando mi teléfono móvil sobre la boca del vaso.
A partir de ese momento ya no pude concentrarme en la novela porque a pesar de que seguía con el libro frente a mí, en realidad no dejaba de mirar por encima de mis gafas para no perderme ninguno de los movimientos de la avispa aprisionada dentro del vaso gracias a mi pequeño Samsung Galaxi negro, que para ella supondría la losa que sellaría su final.
Pero así parece que es. Probablemente se trate de un problema de comunicación, es decir, que las avispas creen -porque nadie les ha explicado lo contrario- que picar a alguien es algo que ellas pueden hacer impunemente, sin que suponga para ellas consecuencia alguna. Es más, creen -a diferencia de las abejas- que picar por picar es uno de los placeres mayores que una avispa pueda experimentar. De manera que cuando pican, apenas les queda tiempo para darse cuenta de la tontería que acaban de cometer, de que ya es demasiado tarde para lamentarse y para sorprenderse, porque casi instantáneamente pierden toda conciencia y por tanto la posibilidad de informar a alguna otra avispa de que se abstengan de dejarse la vida en la piel de nadie, así, de esa manera tan absurda e inútil.
De ahí que, cuando alguna de ellas muere, el avispero lo toma como una afrenta, como si su muerte fuese el resultado de una heroicidad, el producto de la incomprensión humana hacia el derecho a la diversión de toda la especie, sin dedicar ni medio minuto a preguntarse ¡por qué!, ¡por qué!.
Una abeja, sin embargo, es una criatura adecuadamente formada y responsable, para la cual picar supone una última instancia, el último recurso a utilizar exclusivamente en el caso de que se siente agredida, con peligro real para su vida y la de sus congéneres. Entonces sí, entonces vale la pena deshacerte de tus intestinos y morir picando para dejar constancia, al menos, de que han atentado contra ti y de que ese ataque no queda impune.
Porque las abejas conocen desde pequeñitas su naturaleza. El panal está organizado de tal manera que en un momento u otro de su vida -y por supuesto antes de realizar su primer vuelo- alguien les ilustra al respecto de su propia fisionomía, de su función para la comunidad, de los peligros que puede encontrar allí afuera y sobre todo, de los peligros del instinto, que puede llegar a jugarles una mala pasada. De modo que antes de que salgan a libar sus primeras flores, ellas ya han tomado conciencia de su propia idiosincrasia y son capaces de identificar una auténtica agresión de cualquier otra eventualidad, a fin y efecto de no morir a lo tonto, estúpidamente, como si fuese una vulgar avispa.
Las avispas tienen cintura de avispa, y las abejas no, claro. Ese es el mejor modo de distinguirlas. Las avispas son alargadas y esbeltas, como Ava Gardner. Las abejas son rellenitas y algo más pequeñas, como Kathy Bates. Las abejas vuelan dulces, planean hábilmente sobre la flor y presumen de discretas. Por el contrario la avispa es epiléptica y siempre se hace notar. Su vuelo es impaciente, desazonado e imprevisible. Jamás logra atemperar su inquietud y toda ella es impostura y neurastenia. De hecho, su existencia se fundamenta en un afán de protagonismo mal dirigido que suele terminar en tragedia.
Porque existe el mito a través del cual se nos indica -o aconseja- que ante el vuelo próximo y persistente de una avispa lo mejor es quedarnos quietos, no realizar movimientos bruscos, ignorarla, ya que se toma cualquier mínima atención hacia su presencia como un intento de agresión y, por tanto nos atacará sin piedad. Este mito es falso, más falso que la pretendida bondad de estos himenópteros. En realidad, como ya he anotado, la avispa pica por vicio, a lo tonto, y en su pecado consciente le llega la muerte inconsciente.
Ayer, día de la Hispanidad, leía en el bar de costumbre. Hacía una mañana de otoño muy agradable. Me acomodé en la terraza, bajo el toldo, y me dispuse a disfrutar de un par de horas abstraído del mundo y de la actualidad. Solamente los personajes, su mundo y yo.
Efectivamente, poco después de dar el penúltimo sorbo al café cortado, una avispa irrumpió en mi espacio aéreo, exhibiendo como una vedette fatal una serie inquietante de picados, loopings, y toda suerte de piruetas aéreas. Sus acometidas eran realmente audaces y también muy molestas, porque iba y venía de arriba abajo, de derecha a izquierda, tantas veces como gorrazos al aire propinaba yo, sin más resultado que la sonrisa estúpida de mis vecinos de mesa. Cada vez que creía que la había espantado definitivamente, la avispa volvía de nuevo a revolotear junto a mi oreja, o junto a la mano con la que sostenía el libro, o desvergonzadamente frente a mi nariz. En algún momento incluso llegué a notar su presencia muy cerca de la nuca, lo cual me obligó a levantarme súbitamente, con gran escándalo de vasos, platos, cucharas, y más risitas.
Después del último ataque por la retaguardia no me quedó más remedio que pedirle al camarero otro cortado y que, por favor, limpiase la mesa. Solícito, apareció con una bayeta y mientras limpiaba, mirándome como quien mira a un viejo tonto, me aconsejó: “señor, lo mejor es no moverse. Si se queda quieto, no le pican”, me dijo. “¡Y una mierda!”, estuve a punto de responderle mientras le regalaba la mejor de mis sonrisas y le daba muy amablemente las gracias.
Oteé las proximidades, escruté atentamente todos los flancos y viéndome libre de amenazas, me tranquilicé un poco, de modo que, seguro ya de mi victoria, tomé el segundo café de la mañana y volví a la lectura. A los pocos minutos allí estaba ella, vivita y coleando, como el dinosaurio de Monterroso, o como el mosquito de la Pantera Rosa. Esta vez, sin embargo, cometió un grave error que cambiaría para siempre la historia de las avispas y que pasará a formar parte de los anales de la biología en cuanto a la relación simbiótica que establecen estos pequeños criminales alados con su medio ambiente natural, esto es, las terrazas de los bares.
Y es que mi enemiga, seguramente cansada de tanto ir y venir, o seguramente atraída por el aroma azucarado de los restos del cortado, aterrizó sobre el borde del vaso y empezó a internarse en su interior, al principio con cierta prudencia, creo que un tanto indecisa, porque observando su evolución parecía no estar muy segura de seguir su incursión hasta medio vaso o, por el contrario, dar media vuelta y emprender de nuevo el vuelo. Finalmente, guiada por esa estupidez audaz de la que están hechos los aventureros, o sencillamente forzada por su instinto glotón, la avispa decidió seguir el rastro de los restos de café leche y azúcar. Y esa fue su perdición, porque yo no dudé un instante en aprovechar la oportunidad para anular toda posibilidad de escapatoria, colocando mi teléfono móvil sobre la boca del vaso.
A partir de ese momento ya no pude concentrarme en la novela porque a pesar de que seguía con el libro frente a mí, en realidad no dejaba de mirar por encima de mis gafas para no perderme ninguno de los movimientos de la avispa aprisionada dentro del vaso gracias a mi pequeño Samsung Galaxi negro, que para ella supondría la losa que sellaría su final.
Hubo un momento que pensé que conseguiría escapar, porque en la precipitación por encerrarla había dejado un pequeño resquicio entre el celular y la boca del vaso, por entre el que su cuerpo podría deslizarse perfectamente hacia la libertad. Precisamente, hacia ese soplo de aire dio vuelta sobre sus pasos, pero cuando ya parecía que llegaba a tocar con sus antenas la pantalla, debió de fallarle alguna de sus patas y no pudo sostener todo su cuerpo sobre la pared cóncava del recipiente, de manera que sin posibilidad de ayuda o de salvación, acabó por precipitarse al fondo del pozo, un cenagal oscuro compuesto por los restos de cortado que yo no había apurado, una mezcla cremosa endulzada con azúcar blanquilla que, en condiciones de libre albedrío, hubiese supuesto la tentación o el sueño de cualquier insecto.
Yo creo que a partir de ese momento la avispa tomó verdadera conciencia de lo comprometido de su situación. El vértice de su abdomen se hallaba totalmente hundido en el lodo; las uñas de sus dos patas traseras habían sido seriamente dañadas, prácticamente inutilizadas; los extremos de sus dos alas inferiores también perecían empapados y por mucho que el animal hiciese esfuerzos sirviéndose de las partes de su anatomía todavía sanas, en el denuedo desesperado por salir de aquella trampa no hacía más que agotar la poca energía que le debería de quedar, en vano, porque el pantano de café con leche del que intentaba liberarse producía el mismo efecto en su cuerpo que un embalse de arenas movedizas.
Sin embargo, el animal en su tragedia parecía acumular fuerzas de flaqueza porque, aunque caía una y otra vez al fondo del vaso, empapando así la totalidad de sus extremidades, de los élitros y, con toda probabilidad, cegando completamente sus ocelos, inexplicablemente volvía a reponerse. Ayudado por sus patitas delanteras, conseguía un punto de apoyo y erguía todo su cuerpo, recuperando una y otra vez la vertical sobre la pared, arañando desesperadamente el cristal durante unos segundos de frenesí sobrecogedor para precipitarse nuevamente al lodazal.
En algún instante me pareció que ya no se movía, porque flotaba muerta, semihundida, como una Ofelia, pero de repente, justo cuando dejaba el libro sobre la mesa para acercarme y poder certificar su final, recuperaba el aliento, movía nuevamente sus patas y se encaramaba resuelta a intentar por enésima vez liberarse de aquella pesadilla.
Así estuvo el insecto unos cuantos minutos, hasta que vino el camarero que había salido a la terraza para arreglar algunas mesas. Aprovechó el viaje y se acercó a la mía para recoger mi vaso y preguntarme si deseaba tomar alguna otra cosa. Como no le respondía, se dispuso a retirarlo, pero al ver el teléfono celular advirtió el motivo de mi ensimismamiento, de manera que, suavemente, dejó la bandeja sobre la mesa , acercó su rostro al mío y acompañándome durante unos instantes en la contemplación del espectáculo , me expresó su pena sincera por lo que estaba aconteciendo; me informó extensa y ampliamente de los beneficiosas que son la avispas para el equilibrio del planeta y me informó también de que a diferencia de las abejas, y con el objetivo de garantizar la pervivencia de la especie, las avispas no mueren cuando pican y que pueden picar cuantas veces quieran. Giré la cabeza hacia él, sonreí amablemente, le agradecí la información y con cierto aire de sorpresa inocente le pedí un botellín de agua fría.
El camarero entró de nuevo en el bar y yo inmediatamente retiré el celular, cogí la cuchara y sin pensármelo dos veces intenté decapitarla primero, pero no acertaba. Después quise amputarle el abdomen, pero misteriosamente conseguía zafarse, de manera que opté por un método más expeditivo: empujarla hacia el fondo y aplastarla contra el cristal con el envés de la cuchara. A los pocos segundos volvió el camarero, me sirvió el agua y sin decir una palabra retiró el vaso y dentro de él los restos de la avispa, que yacía boca arriba, contraída por la muerte, flotando sobre los restos fríos de un café cortado. Me pareció ver que todavía movía las patitas.
8 comentarios:
"Indiana y el reino del himenóptero": Fabuloso relato.
Un abrazo, Ester
Gracias Ester
Tiene pinta de que te has topado con una avispa papelera (Polistes gallicus). Las avispas y las abejas, a mi parecer, son igual de bellas y depende de la especie y de donde vivan puede ser más o menos belicosas. Quizás simpatizamos más con las abejas porque se alimentan del néctar y polen de las flores y las avispas son carnívoras de otros insectos y carroñeras, pero ambas cumplen una gran función dentro del ciclo de la vida.
Leyendo el relato reconozco haber sentido un poco de lástima por la avispa, además ahora estaría disfrutando de los pocos días de vida que le quedaban antes de que llegara el frío, se precipitó lo inevitable.
Personalmente, me encantan los insectos, avispas y abejas incluidas, me han picado muchas veces porque trabajé muchos años controlando sus poblaciones y en venganza fueron a por mí, casi siempre su picadura fue justificada.
A lo mejor no he entendido el texto y es una metáfora de la vida que no alcanzo a ver.
P.D. las avispas no tienen élitros, los élitros son alas endurecidas, como las de los coleópteros.
Un saludo Pobrecito,
¡Qué lástima Babe, con lo que me gusta la palabra élitro! Mira que he esperado y esperado la oportunidad de escribirla, y ahora que creía que llegaba su oportunidad, ¡zas!, resulta que no es apropiada. Permitidme la licencia. No quiero suprimirla. La voy a dejar. Hagamos como los ingenieros: imaginemos que es una avispa con élitros. ¿Vale? ;)
No te lo vas a creer, pero hace una hora aproximadamente que me ha picado una. La muy ladina ha llegado hasta mi pantorrilla por dentro del pantalón. Yo estaba comiéndome un Kebhah tan ricamente y he notado primero cierto cosquilleo. Me he rascado y entonces he notado el picor. Me he propinado a mi mismo en la pierna tal manotazo que la pobre ha caído al suelo por entre la pernera, aplastada, frita, KO. Se deben haber enterado de que he escrito esta entrada y me han enviado una vengadora. Todavía me escuece
Las avispas le han provocado a más de un amigo auténticos problemas de salud, con peligro para su vida ( la de mis amigos), debido a reacciones alérgicas furibundas . Por eso les tengo pánico. ¡Qué le vamos a hacer!
Siento que lo hayas pasado mal leyendo esta entrada, Babe. Prometo compensación con una aplogía de... Propón un insecto, y prometo historia :)
¡Salud!
Jajajaja, se han vengado, qué casualidad.
Sí, las reacciones alérgicas son peligrosas si acaban en shock anafiláctico y las tomo muy en serio, yo soy alérgica al frío y a las pirazolonas y es una lata.
Se ha notado que no te gustan nada las avispas y las he echado un cable.
Soy muy fan de los curculiónidos y los cerambícidos, creo que ellos se merecen la historia.
Un abrazo,
Antes que nada voy a googlear para saber qué son y cómo son esos bichos, qué comen, qué hacen, a qué dedican el tiempo libre...
Si tienen tema, prometo historia ;)
¡Salud!
Genial relato,he pasado un rato agradable con la agonía de la avispa (creo que ella se lo buscó).Admiro a quien es capaz de crear una historia interesante a partir de un hecho trivial.
Saludos.
Muchas gracias Joaquín, eres muy amable
Salud!
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