miércoles, 3 de septiembre de 2014

Tan simple como el agua


He vuelto a casa después del mar y me he encontrado con los cristales de las ventanas del salón  sucios, moteados de gotas de polvo, o de barro. Al salir hace un mes no cerré conveniente la persiana. La dejaría  unos  centímetros  abierta,  probablemente por seguridad, por simular ante posibles delincuentes estivales, amigos de la miseria ajena, que en casa sí que había alguien, que la casa seguía viva, que mucho ojito con intentar apalancar la puerta porque se iban a encontrar alguien que -valiente y protector de lo suyo- les hubiese dado hasta los buenos días.
Siempre  me ha sorprendido  el rastro turbio  que el agua de la lluvia deja en los cristales. No solo supone una molestia, porque un día u otro tiene uno que  limpiarlos, sino, por añadidura,  todo un misterio. Puedo entender que un determinado tipo de precipitación rica en polvos saharianos sedimente sobre todo aquella superficie sobre la que cae, y pinte sobre el capó de nuestros automóviles una especie de  lienzo  impresionista que nos evoca  la realidad venida de lejos, más allá de nuestro sur, como si se tratase de un mensaje en clave, un telegrama atmosférico, metafórico,  que  reclama nuestra atención -a pesar de que no escuchemos- sobre las desigualdades que se producen por el solo hecho de nacer a un lado u otro de un paralelo determinado.
Esa es la única explicación que hallo, porque de todos es sabido que la principal característica que  posee el agua de lluvia es la ausencia de cualquier aditamento; la pureza, la limpieza de cada una de las gotas que se precipita desde del cielo y llena los lagos, los embalses  o vuelve al mar, y discurre por las calles, arrastrando a su paso nuestras huellas en forma de  basura y  desperdicios.
Quien desee comprobar las virtudes del agua de lluvia no tiene más que salir a descubierto en plena tormenta y dejarse empapar. Si al tiempo  que disfruta de la gozosa sensación de un reconfortante renacer también desea comprobar su inocuidad,  deberá recoger un poco en el interior de  un recipiente cualquiera. Tras el chaparrón no hay más que colocarse frente a la ventana y lanzar el contenido contra el cristal.  Mientras respiramos el olor de la tierra, o vemos como se retiran las última nubes negras hacia otros lugares, nos daremos cuenta de que la superficie no solo no se ha ensuciado, sino que, allí donde ha chocado el agua, la luz del día se refleja con tal solidez que la ventana  nos devuelve nítidamente el pasmo  de nuestro rostro sorprendido como si en lugar de  estar ante una ventana estuviésemos ante un espejo.
Ya pueden  venir científicos y apóstoles de lo empírico a explicarme el fenómeno. No les va resultar nada fácil hacerme entender  por qué  en ausencia de cornisa  o de cualquier otro elemento arquitectónico que pueda provocar la percusión de las gotas de lluvia contra el cristal, éste, tras mi ausencia veraniega,  ha aparecido jaspeado por diminutas marcas circulares en su mayor parte, otras en forma de lágrima, y las menos  totalmente irregulares, pero todas ellas con la particularidad de lucir  un ligero rastro amarronado en su contorno, lo cual les confiere un carácter de boñiga de campo, minúscula defecación  y en el mejor de los casos, el indicio de un estornudo imposible.
Dada la amplitud de la ventana del salón no resulta demasiado difícil imaginar una estrecha faja punteada de lado a lado de la zona inferior del cristal con innumerables huellas que podrían ser, en un mundo de insectos, los cráteres provocados por un bombardeo mortal, un campo minado, descubierto y desactivado a tiempo por el enemigo, o el paisaje desolado de un planeta destruido.
Sin embargo, ante la imposibilidad de dar con una explicación convincente,  mucho me temo que nada de eso tiene más sentido que el afán por extraer del misterio  un par de frases presuntuosas, por lo demás, exentas de toda lógica y vacías de contenido. De modo que, a falta de razones y vencido por el enigma,  lo mejor es dejarse de especulaciones y borrar para siempre la señal de mi ausencia durante la que los días de agosto han traído hacia mi ventana vientos, agua  y barros;  los  vestigios de un escándalo,  los restos miserables de una degradación, o sencillamente -tan simple como el agua- la evidencia de la realidad obcecada que cada año vuelve y salpica  el cristal con la única finalidad de disolver  espejismos.

7 comentarios:

ESTER dijo...

Todo viene de África: gotas de polvo, ébola, pateras...

Para que el cristal quede limpio: papel de periódico (si puede ser una hoja con algún texto sobre el clan Pujol)

Besos, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ester,incluso tú y yo venimos de África, cuna de la humanidad.
Abrazos

Ana Rodríguez Fischer dijo...

Yo adoro esos rastros (aunque aquí suelen ser mugrientos, en otras latitudes corren dulces...). Aldecoa, en uno de sus cuentos, inventa un verbo delicioso, porque la expresión es de lo más feliz: uno de esos términos que sugieren tantísimo...El agua FESTONEABA (creo recordar que se refería a una pared. En mis clases, cuando leíamos al autor, les hablaba de ese prodigio expresivo, pero claro,casi nadie sabía qué era el festón.
Aparte... recién llegada pero con todo a punto, dada la dispersión familiar, que hace que vayamos regresando para volver a marchar (a Berlín yo, unos pocos días. Dejé un sol espléndido y llego a una BCN más parda que nunca.
Kisses!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ana
¡Què casualidad! Ayer leía ese mismo verbo, en su forma de participio, en una traducción de Miguel Temprano García al cuento "los jueguistas" de Steveson, en "Debolsillo".

¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Quise decir "Los juerguistas"

Lansky dijo...

"Ya pueden venir científicos y apóstoles de lo empírico a explicarme el fenómeno". Bueno, no pareces muy propenso a esa forma de apreciación de la realidad, de búsqueda de la verdad, por fortuna siempre provisional, que es la ciencia, en este caso empírica. Hay otras formas de conocimiento, asunto que despierta las reticencias ( reticiencias) de los científicos del pelotón, los más medianos o mediocres, como la poesía y la literatura, que es la que tú has empleado muy bien. En el campo contrario hay reticentes a la ciencia, porque confunden sus aproximaciones con decretos. Los mejores de ambos campos no las enfrentan, las complementan.

Un saludo

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Lansky, mantengo una relación, digamos irónica, con el cientifismo. Incluso me dediqué hace un par de años a escribir una serie de entradas al respecto bajo el título genérico de "Los siete desmentidos capitales". Me gusta ese juego (vano) de intentar poner en evidencia a la ciencia ante la literatura. Deben ser complejos que tiene uno debidos a mi incapacidad para entender el lenguaje científico y sus maneras.

Por lo demás, si me pongo serio, estoy totalmente de acuerdo contigo