He vuelto a casa después del mar y me he encontrado con los
cristales de las ventanas del salón
sucios, moteados de gotas de polvo, o de barro. Al salir hace un mes no
cerré conveniente la persiana. La dejaría unos centímetros
abierta, probablemente por
seguridad, por simular ante posibles delincuentes estivales, amigos de la
miseria ajena, que en casa sí que había alguien, que la casa seguía viva, que
mucho ojito con intentar apalancar la puerta porque se iban a encontrar alguien que -valiente y protector de lo suyo- les hubiese
dado hasta los buenos días.
Siempre me ha
sorprendido el rastro turbio que el agua de la lluvia deja en los
cristales. No solo supone una molestia, porque un día u otro tiene uno que limpiarlos, sino, por añadidura, todo un misterio. Puedo entender que un
determinado tipo de precipitación rica en polvos saharianos sedimente sobre
todo aquella superficie sobre la que cae, y pinte sobre el capó de nuestros
automóviles una especie de lienzo impresionista que nos evoca la realidad venida de lejos, más allá de nuestro sur, como si
se tratase de un mensaje en clave, un telegrama atmosférico, metafórico, que
reclama nuestra atención -a pesar de que no escuchemos- sobre las desigualdades que se producen por el solo
hecho de nacer a un lado u otro de un paralelo determinado.
Esa es la única explicación que hallo, porque de todos es sabido que la principal característica que posee el agua de lluvia es la ausencia de
cualquier aditamento; la pureza, la limpieza de cada una de las gotas que se
precipita desde del cielo y llena los lagos, los embalses o vuelve al mar, y discurre por las calles,
arrastrando a su paso nuestras huellas en forma de basura y desperdicios.
Quien desee comprobar las virtudes del agua de lluvia no tiene
más que salir a descubierto en plena tormenta y dejarse empapar. Si al
tiempo que disfruta de la gozosa
sensación de un reconfortante renacer también desea comprobar su inocuidad, deberá recoger un poco en el interior de un recipiente cualquiera. Tras el chaparrón no
hay más que colocarse frente a la ventana y lanzar el contenido contra el
cristal. Mientras respiramos el olor de
la tierra, o vemos como se retiran las última nubes negras hacia otros lugares,
nos daremos cuenta de que la superficie no solo no se ha ensuciado, sino que,
allí donde ha chocado el agua, la luz del día se refleja con tal solidez que la
ventana nos devuelve nítidamente el pasmo de nuestro rostro sorprendido como si en lugar
de estar ante una ventana estuviésemos
ante un espejo.
Ya pueden venir científicos
y apóstoles de lo empírico a explicarme el fenómeno. No les va resultar nada fácil
hacerme entender por qué en ausencia de cornisa o de cualquier otro elemento arquitectónico
que pueda provocar la percusión de las gotas de lluvia contra el cristal, éste,
tras mi ausencia veraniega, ha aparecido
jaspeado por diminutas marcas circulares en su mayor parte, otras en forma de
lágrima, y las menos totalmente
irregulares, pero todas ellas con la particularidad de lucir un ligero rastro amarronado en su contorno,
lo cual les confiere un carácter de boñiga de campo, minúscula defecación y en el mejor de los casos, el indicio de un
estornudo imposible.
Dada la amplitud de la ventana del salón no resulta
demasiado difícil imaginar una estrecha faja punteada de lado a lado de la zona
inferior del cristal con innumerables huellas que podrían ser, en un mundo de
insectos, los cráteres provocados por un bombardeo mortal, un campo minado,
descubierto y desactivado a tiempo por el enemigo, o el paisaje desolado de un
planeta destruido.
Sin embargo, ante la imposibilidad de dar con una explicación
convincente, mucho me temo que nada de
eso tiene más sentido que el afán por extraer del misterio un par de frases presuntuosas, por lo demás,
exentas de toda lógica y vacías de contenido. De modo que, a falta de razones y
vencido por el enigma, lo mejor es
dejarse de especulaciones y borrar para siempre la señal de mi ausencia durante la
que los días de agosto han traído hacia mi ventana vientos, agua y barros; los
vestigios de un escándalo, los
restos miserables de una degradación, o sencillamente -tan simple como el agua-
la evidencia de la realidad obcecada que cada año vuelve y salpica el cristal con la única finalidad de disolver espejismos.
7 comentarios:
Todo viene de África: gotas de polvo, ébola, pateras...
Para que el cristal quede limpio: papel de periódico (si puede ser una hoja con algún texto sobre el clan Pujol)
Besos, Ester
Ester,incluso tú y yo venimos de África, cuna de la humanidad.
Abrazos
Yo adoro esos rastros (aunque aquí suelen ser mugrientos, en otras latitudes corren dulces...). Aldecoa, en uno de sus cuentos, inventa un verbo delicioso, porque la expresión es de lo más feliz: uno de esos términos que sugieren tantísimo...El agua FESTONEABA (creo recordar que se refería a una pared. En mis clases, cuando leíamos al autor, les hablaba de ese prodigio expresivo, pero claro,casi nadie sabía qué era el festón.
Aparte... recién llegada pero con todo a punto, dada la dispersión familiar, que hace que vayamos regresando para volver a marchar (a Berlín yo, unos pocos días. Dejé un sol espléndido y llego a una BCN más parda que nunca.
Kisses!
Ana
¡Què casualidad! Ayer leía ese mismo verbo, en su forma de participio, en una traducción de Miguel Temprano García al cuento "los jueguistas" de Steveson, en "Debolsillo".
¡Salud!
Quise decir "Los juerguistas"
"Ya pueden venir científicos y apóstoles de lo empírico a explicarme el fenómeno". Bueno, no pareces muy propenso a esa forma de apreciación de la realidad, de búsqueda de la verdad, por fortuna siempre provisional, que es la ciencia, en este caso empírica. Hay otras formas de conocimiento, asunto que despierta las reticencias ( reticiencias) de los científicos del pelotón, los más medianos o mediocres, como la poesía y la literatura, que es la que tú has empleado muy bien. En el campo contrario hay reticentes a la ciencia, porque confunden sus aproximaciones con decretos. Los mejores de ambos campos no las enfrentan, las complementan.
Un saludo
Lansky, mantengo una relación, digamos irónica, con el cientifismo. Incluso me dediqué hace un par de años a escribir una serie de entradas al respecto bajo el título genérico de "Los siete desmentidos capitales". Me gusta ese juego (vano) de intentar poner en evidencia a la ciencia ante la literatura. Deben ser complejos que tiene uno debidos a mi incapacidad para entender el lenguaje científico y sus maneras.
Por lo demás, si me pongo serio, estoy totalmente de acuerdo contigo
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