En 2012 la editorial Galaxia Gutemberg, probablemente gracias al empeño del editor Pere Sureda, finalmente publicó la novela de García Sánchez que yo acabo de leer, momento en el que permanezco ágrafo, ni recuerdo la constatación de mis escasas dotes para cualquier deporte y la pobre Roswischa Bertascha es noticia, porque envejece sola y enferma en un centro psiquiátrico madrileño.
Durante todo este tiempo que comprende las cuatro últimas décadas, he ido construyendo mi vida, de la que a la postre no tengo queja, pues parafraseando a uno de los sabios del presente siglo, he fundado una casa con la mujer a la que amo, tengo oficio y, de vez en cuando -creo- resulto útil. Sin embargo, como un Sísifo de barrio, soporto a lomos el reconocimiento de mis carencias, la culpa de mi indolencia, la memoria de mis primeros deseos y la mala conciencia del cobarde, que se apoca, un día sí y otro también, ante el desafío provocador de la vocación.
Y es que el cerrar el post scriptum que contiene “Robespierre”, en el que el autor confiesa que ha invertido los últimos 40 años de su vida compaginando la escritura de este monumento literario con la de otros veinticinco libros, me acomete un estremecimiento de suprema admiración y al mismo tiempo de abatimiento; el éxtasis producto del placer que genera la sensación de haber accedido con mi esfuerzo lector a momentos estéticos, historiográficos y literarios únicos, mezclado con el arrobamiento íntimo, particular, fruto de la vergüenza por el tiempo perdido y la coartada de los temores, el manido y tópico pánico que nos resulta tan útil para justificar la postergación de la acción y el rechazo al desafío de la creación.
Sensación similar me asaltó con algunas otras obras, como “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, “Verdes Valles, Colinas Rojas” de Ramiro Pinilla, la “Tetralogía de la ejemplaridad, de Javier Gomá”, “Guerra y paz” de Leon Tolstoi, “Los miserables” de Víctor Hugo, “Fortunata y Jacinta” de Benito Pérez Galdós o "Bomarzo", de Manuel Mujica Laínez. Al emprender la lectura de sus primeras páginas y sentir con fuerza la potencia y la belleza de lo que encierran, el máximo deseo del lector es que el libro se extienda por siempre en el tiempo, hasta el infinito, de manera que, al llegar al indefectible final , en el instante en que se cierra la última página, nos aborda sin remisión una sensación de vacío y desvalimiento, porque por mucho que podamos releer, y releer, esas semanas de lectura virgen vividas dentro de un universo cerrado ya nunca volverán; porque ningún otro libro puede substituirlo y ningún otro tiempo de lectura será igual. Por eso, al día siguiente, surge la trágica pregunta sin respuesta ¿Y ahora, qué leo?
Eso es precisamente lo que experimenté al concluir la lectura de “Robespierre”, la impresión dramática y distópica de que se había producido la gran hecatombe de la era de las letras y de que nunca más podría apreciar una experiencia estética, de ningún tipo, porque había llegado a una especie de éxtasis aniquilador que imposibilitaba la existencia de ningún otro momento lector.
No voy a reseñar ni a recensionar este libro extraordinario. En su momento, la crítica a través de los medios de comunicación ya lo hizo, por cierto, con benevolencia. Sin embargo, creo honestamente que a la luz de las que he leído, los críticos no percibieron en su totalidad el alcance de la empresa creadora de Javier García Sánchez y el resultado final de su epopeya. Y es que “Robespierre” no sólo es una novela histórica que reivindica a las claras el papel moral y político que desempeñaron sus dos protagonistas, el Incorruptible Maximilien y su compañero de bancada Antoine Saint-Just, ambos, personalidades claves en la Historia de Europa y de todo Occidente.
“Robespierre” no sólo es una obra que nos habla de la traición, de esos tipos deleznables, oportunistas y arribistas que pergeñan en la oscuridad el guion de los acontecimientos sin atender a más prerrogativa que su exclusivo beneficio, siempre a costa de miles de vidas y de bienes ajenos, a la sazón, autores y responsables del Terror, terroristas avant la lettre que acabaron sus días, muchos de ellos, dormitando una próspera y plácida vejez , cobijada a la sombra del emperador Bonaparte o de la monarquía finalmente restaurada.
Tampoco es, únicamente, el lugar donde acceder a información historiográfica muy poco conocida, o una de las mejores aproximaciones a la historia de la Revolución Francesa, gracias a la cual, por ejemplo, podemos asistir vívidamente, con plena intensidad, a las sesiones parlamentarias de las jornadas infaustas del 9 y 10 de Termidor del año 1794.
En mi opinión, “Robespierre” es, sobre todo, un libro que nos habla de cómo el talento, la conciencia y el compromiso de unos pocos hombres es capaz de cambiar para siempre el devenir de la humanidad. “Robespierre” es, ante todo, la consignación de un drama, la desdicha que consiste en no poder alcanzar el objetivo tras el esfuerzo; la imposibilidad de contemplar el resultado de nuestro sacrificio; el coraje que nos roe por dentro ante la derrota sufrida frente a la mediocridad; la desolación y al abatimiento ante el final de una vida íntegra dedicada a la virtud mientras asistes en tus últimos instantes a la victoria de la infamia y vislumbras impotente un futuro oscuro en el que ya nada puedes hacer.
Por eso, de algún modo, este libro además de todo lo dicho, es una metáfora de la literatura, o mejor dicho, un símbolo metaliterario que redime a sus dos protagonistas en la carne del autor. Javier García Sánchez asume el contrato firmado con su vida, es decir, asume con todas sus consecuencias la vocación artística que reclama para sí miles de horas en soledad, momentos de flaqueza, dificultades que conducen a la rendición superadas y derrocadas gracias a la voluntad, al talento, la perseverancia y una extraña y misteriosa cualidad todavía sin sustantivar, congénita, que habita en el interior de los artistas de verdad.
García Sánchez acepta el desafío de la Historia y de la literatura admitiendo la posibilidad fehaciente de la derrota. De ahí que su libro no sólo sea el pago preceptivo y necesario de una deuda moral, política e histórica con Maximilien Robespierre y Antoine Sant-Just, sino que además es el triunfo y el premio al compromiso, el laurel que corona casi cuarenta años de trabajo compaginados con toda una obra formada por casi 30 libros. Es decir, una empresa y un empeño sólo apto para titanes, para escritores especialmente dotados que profesen fidelidad incondicional a los requerimientos del alma. El autor, pues, consigue su objetivo, y al contemplar satisfecho el resultado de su trabajo comparte la gloria con El Incorruptible y con Antoine Saint-Just, liberándolos así de su derrota.
Y es que Javier García Sánchez es un ejemplo a seguir y, posiblemente, un referente más al que traicionaré, como tantas y tantas otras veces. Y cuando eso suceda, intentaré escabullirme nuevamente de mi conciencia evocando la mirada felina de Nadiuska, aquellos años de sueños vírgenes en los que creí besar su cuerpo en la oscuridad de mi habitación. Mientras tanto, alguien, en algún lugar, continuará escribiendo en soledad.
2 comentarios:
Seguramente no te consuele, querido Hablador, pero mira lo que decía Borges, que se sentía más orgulloso de los libros que había leído, que de los que había escrito... Bueno, claro, esto lo dices después de haber entrado en el olimpo de los grandes escritores... ya sé que no es lo mismo... pero como de frases "descontextualizadas" va últimamente la vida....
Un abrazo
Sí, la frase de Borges consuela, pero el consuelo es, de algún modo, la constatación de una pena. Borges, que no es escritor de mi devoción, también lo ponía fácil ( o no) cuando sentenció que en literatura sólo había tres metáforas posibles. Así era el caballero.
Siendo como eres una lectora empedernida y con interés por la Historia, te recomiendo encarecidamente "Robespierre". Es una obra que marca, ideal para un mes largo de verano, bajo los pinos de Palacios ;)
Un abrazo
¡Salud!
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