Me lo contó hace unos
días una persona de confianza, a la que tengo por ponderada y poco dada a los
excesos. Tanto da el país donde ocurrió, o la adscripción ideológica del protagonista, porque lo realmente significativo de esta historia es que se podría
haber producido en cualquier sitio y con un líder político escogido al azar.
Tal y como señala mi
amigo, quizás sí que es importante inferir que lo acaecido tuvo lugar en época
preelectoral, lo cual, en honor a la verdad, tampoco es decir gran cosa, porque
la sufrimos a diario durante los doce meses del año. Sea como fuere, la cosa es
que, recientemente, el gobierno en cuestión decidió enviar a sus respectivos
ministros, consejeros o secretarios de Estado (la nomenclatura también resulta indiferente)
a visitar los lugares estratégicos de
sus respectivos ámbitos de competencias con el fin de conocer en primera
persona las potencialidades del país y las necesidades de las instituciones,
personas y empresas que lideran cada una de esas áreas. Una iniciativa, por otro lado, un tanto
extraña, pues, a la sazón, sus responsabilidades gubernamentales venían
realizándose desde hacía ya unos diez años.
De hecho, parece ser
que algunos de los ministros, consejeros
o secretarios de Estado no acababan de entender bien el hecho de que con la
legislatura finiquitada, su cargo en funciones, y la mayoría con los dos
pies fuera de sus respectivos despachos, tuviesen que perder el tiempo en una actividad semejante y dejar de
invertirlo en gestionar debidamente su recolocación, bien en otros lugares de la administración, o bien
en empresas que estarían encantadas de aprovechar sus capacidades para
establecer puentes de valor proclives a sus cuentas de resultados.
Dado este contexto, mi
amigo, que trabaja como profesor e investigador en una universidad, me explicó que el honorable consejero de
innovación tecnológica llegó a su laboratorio, acompañado de todo su séquito,
poco después de las cuatro de la tarde. Había estado preparando la visita
durante toda una semana. El honorable señor consejero quería conocer en primera
persona las potencialidades aeroespaciales de su país. Su gabinete había dado
instrucciones claras sobre el guion de la visita y a su vez, la universidad le
había facilitado el perfil tanto de de las personas a las que conocería, como
un breve resumen de los proyectos más relevantes.
De manera que un selecto
grupo de ingenieros, doctores en
ingeniería y catedráticos en ingeniería aeroespacial preparó con esmero y esperó
impaciente la primera visita que un honorable consejero de innovación
tecnológica de su país efectuaba a su laboratorio. Al cabo de siete días, tal y
como estaba previsto, puntualmente, allí apareció, enmascarado preceptivamente
junto a toda su corte. Porque un consejero –me explica mi amigo- nunca se mueve
sólo. Siempre va acompañado, como mínimo, de su jefe de gabinete, de su jefe de
prensa, de su director general, de su fotógrafo, de su guardaespaldas y de su
chófer, sin perjuicio de sumar al séquito, si lo cree conveniente, a toda
persona que considere a bien invitar
Un instante después de la
entrada en el laboratorio, nuestro hombre ya había ocupado el centro de la
escena. El plan era que cada uno de los investigadores aeroespaciales
convocados le explicasen brevemente los
proyectos en los que estaban involucrados, como por ejemplo, el
lanzamiento al espacio de pequeños satélites,
el diseño de tecnologías para una propulsión más eficiente, el estudio de la
llamada órbita baja, o la modelización de nuevos perfiles para las alas de los
aviones con el fin de minimizar las afectaciones de las turbulencias en la aerodinámica.
Tal y como me explica mi
amigo, durante los veinte primeros minutos el honorable consejero solamente
escuchaba. De vez en cuando tomaba algún objeto con las manos que le parecía sofisticado y miraba al fotógrafo.
Llegados a este punto,
justo en el momento en que el investigador explicaba cómo afectaban las turbulencias
al consumo de los aviones, el señor
honorable consejero de innovación tecnológica le interrumpió sin miramientos y
adelantando ostensiblemente la mano hacia adelante, en gesto imperativo de stop, se dirigió a él en estos términos. “Me
vas a perdonar, pero aprovechando que estoy aquí necesito que me respondas a
una cuestión que siempre me ha rondado por la cabeza. Yo viajo mucho; soy como la canción; esa tan graciosa que dice volando voy volando vengo, je je, tanto por placer como por trabajo, y cuando
estoy en pleno trayecto o cuando despegamos,
intento explicarme por qué un avión se sostiene en el cielo. O
sea, mejor dicho, por qué vuelan los aviones. Eso es. La pregunta clave sería ¿
Por qué vuelan los aviones?”
Y entonces, ante el
estupor de todos los presentes, no contento con la estupidez de su pregunta, y
más teniendo en cuenta el contexto y el carácter tanto de la visita como de la naturaleza de su cargo, desdeñando
todo sentido del pudor y del ridículo, abrió los brazos y empezó a agitarlos imitando
el movimiento de las alas de un pájaro,
al tiempo que seguía diciendo “¿Por qué, por qué?¿Cómo diablos puede volar un
avión?” Al ver que nadie osaba responderle, el honorable consejero insistió en
su interrogatorio, compuesto por una única pregunta, mientras continuaba con la
agitación obstinada de sus extremidades, arriba y abajo, abajo y arriba. El fotógrafo,
con muy buen criterio, y haciendo gala de un encomiable sentido común, se
mantuvo en un discreto segundo plano, sin disparar su cámara, mientras,
atónito, observaba la escena con la misma estupefacción que asoló a todos los
presentes.
Finalmente, el
investigador, entre avergonzado y
visiblemente afectado ante la situación tan desconcertante, respondió descorazonado
“Los aviones vuelan gracias a la fuerza de sustentación, al llamado efecto
Bernoulli”. El honorable consejero frunció el entrecejo. La mascarilla impedía adivinar la
expresión de su rostro, pero todo el mundo percibió que la respuesta no le
satisfizo. “¡No me venga ahora usted con tecnicismos!” repuso, “¡lo que yo
necesito es que alguien me explique por qué vuela un avión!” Todos los allí presintieron
que aquella circunstancia insospechada podía echar a perder toda la visita, de manera
que mi amigo, presto, acercó una hoja de papel a su compañero y
éste, entendiendo inmediatamente la idea, la tomó con las dos manos, la dispuso
bajo los labios y empezó a soplar por encima de la superficie blanca
Viendo que gracias al
aire que surgía de la boca del investigador
la hoja de papel se levantaba y se mantenía en horizontal retando milagrosamente
a la fuerza de la gravedad, súbitamente
los ojos del señor consejero se abrieron sorprendidos. “¡Vaya!, así que
es por eso! Ya lo decía mi abuela, cada día se aprende algo nuevo. Oiga, muchas
gracias, la visita de hoy ha resultado de lo más útil. Jamás olvidaré este
lugar, ténganlo por seguro”.
Dicho lo cual, el honorable
consejero miró el reloj y dirigiéndose a su jefe de gabinete le informó de que
tenían que seguir con la agenda del día, y que la visita había terminado. “ Ya
saben…” dijo, guiñando un ojo, “volando voy, volando vengo, je je.” Según me cuenta mi
amigo, segundos antes de abandonar las instalaciones universitarias, ya en la
puerta del Lexus dorado que le transporta, les explicó a todos su manía con la
puntualidad y les informó de que se dirigía con renovada ilusión a visitar un
centro de investigación náutico y que estaba ansioso por saber, por fin, por
qué un transatlántico, un portaaviones, un crucero o un petrolero flotan. “Para
mí es todo un misterio, oigan.”
Y sin más aconteceres, el
honorable consejero partió hacia el puerto de Barcelona. Esta breve historia
que he relatado, con más o menos fortuna, es la transcripción fiel de la crónica que me
he explicó mi amigo, un tipo ponderado, equilibrado y, como digo, poco dado a
los excesos, enemigo radical de la exageración.
2 comentarios:
Venga ya querido! Tú lo que eres, es un tecnócrata! Y por eso no "entiendes" que el político tenga un "saber amplificado". O ¿será simplificado? ¡huy chico!¡qué lío con los términos!, es que esto del rigor... pa los rigurosos, hombre ya!
Te quiero un puñau, esto ya en serio.
Si tú supieras, Belén... Confío plenamente en mi amigo. Esto que cuento sucedió. Él fue testigo
¡Un abrazo!
Salud
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