Por su forma emparenta genéticamente con la cornucopia, el cornu copiae de los romanos, es decir, con la alegría de vivir, con la fortuna que nos depara benignos destinos , con la abundancia próspera, y hasta con la liberalidad, ese modo amable de estar en el mundo practicando la honestidad, la generosidad, la tolerancia y la buena educación, viviendo y dejando vivir.
Se acunó entre blasones. Inasequible en sus inicios al campesino, al artesano, al criado o al vasallo, fueron reyes, condes, marqueses, duques, infanzones y hasta hidalgos los exclusivos pioneros en rendirle cumplido uso y, por tanto, precursores adelantados en empinar el codo. Después, mucho después, la tasca, la taberna, la posada y el mesón saciaron gaznates por el pitorro y desinflaron odres por el emboque, convirtiéndose así en objeto y centro de sumo interés parroquial que, de lunes a domingo, sin descanso, mañana, tarde y noche, llenaba el tabernero y al poco, entre cánticos, juramentos, bulla y alguna que otra pendencia, se vaciaba de mano en mano, en un festival de parábolas púrpuras, doradas, y rosáceas surgidas de la sed y del vicio, del frío y de la amistad, golpeando con gran destreza sobre el labio en el mismísimo centro del arco de cupido, para deslizarse hacia la boca como si de una fuente carnal se tratase y, finalmente, transitar brevemente a través el gañote sediento, hasta alojarse en el meollo del alma, proporcionando paz a quien necesitaba olvidar, valor al espíritu manso y perdón sin penitencia a las conciencias atormentadas.
Porque quien es ducho en su uso jamás de los jamases hará caer directamente el chorro en la boca. Antes debe tocar el llamado arco de cupido, y de ahí se deslizará el vino hacia el garguero. (El arco de cupido es esa leve cavidad que se ubica justo en el centro del labio superior, frontera o cortafuegos entre ambas vertientes del mostacho donde, en época estival, o tras ejercicio violento, se aloja alguna que otra gota de sudor. Según indican sesudos estudios de arqueólogos y otros especuladores, el cometido real que la evolución de la especie ha encargado a esta sensualísima y utilísima depresión labial consiste, efectivamente, en la correcta administración de los caldos. ¡Cuán sabia es nuestra madre naturaleza!)
Placer, consuelo, amistad y reconforte por un puñado de maravedís, medio real, un duro o un par de euros. Mucho por muy poco, porque requiere de poca exigencia, a saber, terminantemente prohibido chupar del pitorro y beber por el emboque, bajo pena de excomunión. Estas son las únicas, rotundas y muy comprensibles exigencias del porrón, sitra, pichela o mamet, el utensilio que se trasciende a sí mismo tanto en su condición de objeto como en su función. Porque a pesar de lo indigno de los sustantivos con los que le nombramos, si la SAMICAR, S.L. (la santa madre Iglesia católica, apostólica y romana, sociedad limitada) tuviera a bien crear un santoral de los objetos, un cielo de los utensilios, sin ningún género de dudas el porrón debería ocupar el primerísimo lugar, llegando a ser considerado así, en justicia, el San Pedro de los recipientes tabernícolas sobre el que edificar concordias, fraternidades y, por qué no, alguna que otra reyerta, porque al fin y al cabo pecadores nos parieron y pecadores moriremos.
No en vano, entre los últimos y más relevantes documentos eclesiales hallamos, camuflada, la admiración vaticana hacia el santo porrón, aunque es necesaria cierta perspicacia detectivesca y una experimentada lectura entre líneas para poder descifrar el canonizado entusiasmo cornucópico de su santidad. “¡Fratelli tutti” “Laudato si” “!Hermanos todos! ¡ Alabado seas!” Atención, mucho ojo, porque aquí se dan la mano, en curiosa conjunción semántica y semiótica, ni más ni menos que los títulos de dos encíclicas papales, redactadas en 2020 y 2015 respectivamente, unidas en mistérica misión. Que quede claro: no estamos ante expresivos versos goliardescos, inspirados en el barro de una jarrilla de tintorro. Estamos ante la justa alabanza y eterno agradecimiento de puño y letra del representante de Dios ante los hombres, del sucesor de San Pedro, dueño y guardián de las llaves del Paraíso.
Y si alguien cree que exagero, o se atreve a insinuar que quizás debería haberme ahorrado los tres últimos tragos, prosigo enumerando sus grandes virtudes, amén de los centenares de milagros consignados y documentados preceptivamente en nuestro riquísimo acervo, fruto y consecuencia de su uso. Porque ni siquiera aquellos ambiciosos, aunque ya viejos y anticuados códigos deontológicos que todos los partidos políticos firmaron a finales de la primera década de este siglo, pueden competir con la esencia ética más profunda del porrón, a la sazón, transparencia cristalina y sentido de la comunidad, paradigma y panacea de una sociedad bien organizada y eficazmente gobernada, donde el respeto y la apuesta por lo colectivo deviene en bienestar general.
Y es que el porrón distribuye en justo y equitativo cañete la sustancia revitalizante más antigua que se conoce, de manera, que amén de la sofisticación de su diseño, la practicidad y sostenibilidad de su uso y una ergonomía proverbial, nos enfrentamos ante el ineludible deber intelectual de confirmarlo como símbolo inequívoco de tradición y progreso, paradigma, por tanto, de una mixtificación ideológica cuyo uso y disfrute promueve en el orbe el final de la guerra de clases, la reconciliación fraternal entre patricios y plebeyos, la paz y la hermandad entre los pueblos. Alcemos, pues, el brazo, y en el puño el porrón; empinemos el codo, dibujemos la gloriosa curva en el aire, apuntemos, bebamos y gocemos y alegrémonos de vivir. “¡Fratelli tutti” “Laudato si” ¡Salud, amigos!
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