Alexa viene a ser como los hornos microondas; la promesa de su catálogo es sumamente atractiva, pero la experiencia la desmiente, porque finalmente sirve para descongelar alimentos, calentar la leche, o para escuchar música. Ahora bien, en este último sentido su eficiencia es similar a la de la lámpara de Aladino; no hay tema, autor o estilo que se le resista, y como durante estos meses de distopía pandémica lo que más se parece a un bar es mi cocina, no hay día que no le pida a mi Alexa (siempre con el por favor por delante) la canción ya clásica de Gabinete Caligari “El calor del amor en un bar”
Y es que, sinceramente, añoro la vieja normalidad porque añoro los bares. Si hay algo que nos condiciona para siempre es el lugar de nacimiento. El azar juega un papel fundamental, en ocasiones aliado de la pobreza, o de la falta de expectativas. Lo digo porque yo, pudiendo nacer en Madrid, nací en Catalunya, donde llevamos sufriendo meses de restricciones hosteleras, más o menos igual que en el resto de España. Aquí no hay manera de establecer una rutina tabernaria ni modo de construir relaciones duraderas con la parroquia, ni siquiera de estrechar vínculos con el camarero o la camarera sobre los que apoyar la cabeza en las malas rachas y aligerar un poco el peso de nuestras malas conciencias.
Si mañana lanzasen al mercado una Alexa con la opción de viaje en el tiempo, prometo ahora mismo ante notario que me apresuraría a pedir “Alexa, por favor, llévame a Madrid, más concretamente al mes de marzo de 1964”, que es el mes anterior al día de mi nacimiento. De ese modo podría ser nativo de la Villa y Corte y, en estos momentos, en lugar de escribir sobre mis nostalgias tabernícolas, estaría escribiendo o leyendo, a cualquier hora, en el interior del bar que más me apeteciese, o en la terraza más frecuentada por franceses, ingleses, y ciudadanos de las más diversas procedencias, que han encontrado en Madrid una tierra que les acoge con los bares abiertos, libre del comunismo satánico y extraordinariamente generoso con el Covid-19.
Y es que Europa tiene en Madrid un castillo medieval donde refugiarse de la peste bubónica y vivir a cuerpo de rey, entre bacanales y borracheras, mientras el bicho, ese ser que ni siente ni consiente, se expande de mesa en mesa, de barra en barra, para propagarse por España o viajar a los lugares de origen como polizonte consentido, sin más equipaje que su secuencia genética y una única misión: perpetuarse.
Y todo gracias a la camarera de Europa, Isabel Díaz Ayuso, ínclita anfitriona de la juerga nacional, cubatera del garrafón, archiconocida coctelera del óbito geriátrico, santa madonna del montadito y del montaje, artífice de la caña sin espuma, del bocadillo sin calamares y del hospital sin camas. Porque Isabel Díaz Ayuso ostenta el singularísimo honor de ser la primera política del mundo cuya fotografía luce las cristaleras de los bares, acompañada con una frase de admiración sin límites ni reservas; una campaña auspiciada por el sector que peor paga y trata a sus trabajadores, satisfecho a la par de la caja diaria y de la curva de contagios.
En realidad, todo esto lo digo porque me come la rabia por no ser gato madrileño de Chamberí, Aluche o Chamartín y porque no me queda más remedio que tomarme las cervezas en la cocina mientras escucho música con mi querida Alexa.
De modo que ¡Alexa, por favor, pon la canción “El calor del amor en un bar”!
Reproduciendo en Amazon Music “El calor del amor en un bar”, de Gabinete Caligari
Isabel, la
noche ha sido larga
Y llena de emoción,
Pero amanece y me apetece
Estar juntos los dos.
Bares, qué
lugares
Tan gratos para conversar.
No hay como el calor
Del amor en un bar.
[...]
Mozo, ponga un trozo
2 comentarios:
Alexa, buenos días: "Con Díez Cañones por banda...". Hoy he escuchado a Espronceda.
Has escuchado a Alexa recitando a Espronceda. Toda una experiencia de espaciotiempo literario
¡Un abrazo!
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