jueves, 3 de octubre de 2013

Tom Joad




 Para Carmen, con todo el amor.

Si yo gobernase, ya fuese por mandato democrático, o porque a mí me diese la gana gobernar, prohibiría libros. Si yo gobernase, elaboraría una buena lista negra de títulos  y, en el caso de que sus autores viviesen, les perseguiría con inquina, y también a los  libreros, y a los editores, y a todos aquellos que se atreviesen a contravenir la ley dictada democráticamente por una mayoría de representantes del pueblo, o por mi santa, arbitraria y  tirana voluntad.


No entiendo como hoy día, en los tiempos que corren, circulan por ahí, libremente, sin control, una serie de libros que son por naturaleza perniciosos, pólvora a presión, fuego destructor, la energía capaz de inflamar las pasiones de quienes albergan, sin saberlo, el germen revolucionario que palpita eternamente  en todo lugar y en todo momento de la  historia de los hombres. Cuesta creerlo, pero ahí están, reposando el desinterés y el polvo del tiempo, ordenados y colocados pacífica y  disimuladamente sobre las estanterías de librerías y bibliotecas,  a la espera de  que alguien pase, repare en ellos y los lea.

Y que nadie se ría, que me lo empuro, porque  el peligro es real. Mejor dicho, el peligro es potencial, ya que un elemento de la ecuación  falla: existen y están a nuestro alcance  libros como fusiles, dañinos, venenosos,  pero no hay lectores. Quizá ese sea el motivo por el que ningún parlamento democrático (así, como el nuestro) haya perdido el tiempo en  legislar para prohibir determinados títulos en aras de la libertad, la  buena convivencia y la paz social, haciendo uso de  las preceptivas coartadas del mandato democrático, del sentido de Estado y de las muy altas miras puestas  en el interés general de la población. 

Son muchos los que piensan que la literatura no sirve para gran cosa. Y no se equivocan. La literatura, de hecho, no sirve para nada, y menos para cambiar el destino de la Historia. No ha nacido todavía el autor que haya conseguido derribar un gobierno con su obra, y mucho menos que haya desencadenado una revolución. Las revoluciones las enciende el hambre. La literatura solo enciende la imaginación, revela el conocimiento, nos explica a nosotros mismos y, a menudo, o solamente a veces,  alimenta el fuego de las hogueras. Es decir, nada. Ése debe ser otro de los motivos por los cuales ninguna democracia occidental ha prohibido nunca una novela. Las dictaduras sí,  alguna que otra, pero solamente con el objetivo de abundar en la naturaleza de su gobierno, como afirmación de su identidad ante el pueblo que la padece, porque como todo el mundo sabe, a los militares  solamente les está permitido  leer un libro en su vida. 

A mí me gusta leer literatura, entre otras cosas,  porque no tiene utilidad alguna. Leer novelas, cuentos o poesía  ni siquiera me hace mejor. Esto es algo que, hoy día, hay personas a las que no les entra en la cabeza. Da la sensación de que una ley no escrita  dicta que cada acción que llevamos a cabo debe tener siempre su consiguiente consecuencia material, su resultado tangible, físico, traducible monetariamente o en algún tipo de valor intercambiable.  

Llevar a cabo  cualquier actividad que no sirva para nada es algo que, seguramente, tampoco entendería la familia Joad, y eso  me preocupa, porque he llegado a quererles  tanto que  no habría cosa que más me doliese que mantener una discusión con Madre Joad, con Padre Joad o con el mismísimo Al Joad. Probablemente llegaría a algún tipo de acuerdo con el hijo mayor, Tom Joad;  sospecho que entendería mi punto de vista y que el bueno de Casey me ayudaría a convencerle.  

La familia Joad era propietaria de unas pocas hectáreas  en el Oklahoma, en el centro sur de los Estados Unidos de América. La familia Joad vivía de lo que les daba la tierra. Su rancho era humilde. Gracias al trabajo y a su esfuerzo, les daba para ir tirando. Un buen día todo se fue a la mierda. Durante semanas sin descanso, sopló  un viento dañino, apocalíptico, que azotó la tierra y la convirtió  en un erial. No hubo cosecha. Después vinieron los bancos a exigir  la hipoteca y la ley  despojó a los Joad de lo que era suyo, del lugar en el que habían nacido ellos, sus padres y los padres de sus padres. Siguiendo un plan diseñado y  sincronizado cuidadosamente,  un par de tipos con muchos dólares se hicieron con las tierras,  contrataron peones y tractores y, en pocos meses, el pan, la cuna y el mundo de  miles de familias se convirtió en un latifundio infinito, propiedad de un solo hombre.  A los Joad no les quedó más remedio que emigrar. Con lo poco que tenían compraron una camioneta medio desvencijada, cargaron en ella los colchones, los útiles de cocina y bajo el cielo de una aurora encarnada, toda la familia puso rumbo a California. De ese modo los  Joad pasaron a formar parte del millón de personas que durante los años de la depresión norteamericana atravesó con lo puesto la carretera 66 en busca de trabajo y futuro. 

Los Joad no sabían nada de política, ni de economía, ni de Historia. Los Joad tampoco leían libros, porque no servían para nada. Los Joad solamente querían trabajar honradamente para poder tener una casita blanca, y un melocotonero, y tortitas calientes todas las mañanas, y llevar a los dos pequeños al colegio. Al soñaba con tener un taller, para arreglar coches, y Rose of Sharon quería tener a su hijito, criarlo y también ir al cine todos los días con Connie, su marido. Pero los  Joad están desorientados, no entienden nada. Los hombres ya no son los dueños de sus tierras. Un solo hombre es el dueño de todo.  Allí donde van los Joad, solamente encuentran desprecio, violencia, explotación y discriminación. Todo el mundo les llama Okies, sucios Okies, Okies violadores, Okies despreciables. Duermen en campamentos infectos, junto a arroyos insalubres.  Un papel les garantizaba trabajo durante todo el año, en la tierra prometida. Ese mismo papel es el que llevan en la mano un millón de personas. Por eso tienen que luchar como animales por una jornada de trabajo; por eso se humillan, y cada día trabajan por menos dinero y, después de jornadas de sol a sol, la miseria  que ganan la gastan en carne adulterada, que compran en el supermercado de la hacienda, propiedad de quienes les contratan, a un precio mayor que en la ciudad. Aun así, todavía sueñan, y queman lo poco que les queda en la gasolina que necesitan para buscar lugares mejores, o para huir. 

Ante la situación que les obligan a vivir, algunos pocos se rebelan. No saben nada de política. Nunca han oído hablar de Marx, ni de Lenin, ni siquiera saben lo que es un sindicato. La palabra derecho solamente la utilizan para referirse a la mano que no es la izquierda. En su casa, en el lugar desde donde partieron, jamás necesitaron rebelarse contra nadie.  La tierra y el cielo  legislaban, la tierra y el cielo dictaban las leyes. Quien no entendía la tierra se moría. Quien no hacía lo que la tierra quería, no tenía futuro. Quien no era honrado, no tenía lugar en la comunidad. En un lugar así, la ley era la misma vida. 

Pero todo ha cambiado. Un mundo se ha venido abajo y emerge otro nuevo. En este nuevo mundo, a los que acopian valor y se rebelan ante las injusticias les llaman rojos. Los Joad no saben lo que es un rojo. Tom, el hijo mayor, tampoco, aunque ve que aquello por lo que luchan es bueno. Piden justicia, salarios dignos, y campamentos dignos y Tom ve que eso es bueno.  Los amos son poderosos, muy poderosos, y pueden pagar a otros emigrantes un poco más de lo que ganan como jornaleros para que apaleen, asesinen, y revienten cualquier atisbo de insurrección, que podría aumentar el coste de la mano de obra, siempre, por supuesto,  con el beneplácito y la ayuda activa de la autoridad competente… “En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y cogen peso, listas para la vendimia”. 

A los Joad los conocí hace unas pocas semanas. Desde entonces no sé nada de ellos. A veces, de madrugada, me despierto sobresaltado. El último día que les vi  no pasaban por su mejor momento. Les dejé con llanto, mi llanto. Sin embargo, ellos no sabían llorar, no se lo podían permitir, porque, igual que leer  libros, no sirve para nada.

¿Qué será de su vida? Recuerdo todavía una última conversación que mantuve con Tom. Había huido. Le buscaban por haber matado a un matón del Sheriff. Permanecía escondido durante una semana  en el interior de la tubería de una alcantarilla camuflada entre matorrales, a la espera de que las patrullas diesen por finalizada su búsqueda. Madre le llevaba hasta allí, cada día al atardecer, una tortita de harina y tocino rancio. Tom me dijo que había estado pensando mucho, que estar solo ayuda a pensar. Me dijo “entonces no importa, estaré en la oscuridad. Estaré en todas partes… donde quiera que mires. Donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré […] Estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando estén hambrientos”. Nos quedamos un momento en silencio. Una brisa suave acariciaba las hojas de los árboles que las hacía susurrar. Entonces le dije:


-Ten cuidado, la ley es implacable, ya has visto cómo se las gastan.


 Y Tom me contestó. Mira,  “cuanto peor estemos, más tenemos que hacer […] Hay muchas cosas que van contra la ley y que no tenemos más remedio que hacer”. 

La odisea de la familia Joad está a disposición de todo el mundo en cualquier librería o en cualquier biblioteca. Se trata de “Las uvas de la Ira”, una novela del premio Nobel John Steinbeck, el autor de “La Perla”. Este libro me ha conmocionado. Veo en sueños a todos sus componentes, Madre, Padre, Al, John, Noah, Tom, Rose of Sharon, Connie, el abuelo y la abuela (enterrados en la cuneta), Casey, y los dos pequeños. Todavía me estremezco cuando recuerdo el final, después del cual  tuve que esconder el rostro para que en el bar donde leía nadie viese que estaba llorando.

A pesar de todo, leer este libro no me ha servido para nada. Sigo aquí, sentado, a salvo, viendo pasar la Historia delante de mis narices como quien ve una bandada de palomas volar. Por eso nadie se va a tomar la molestia de prohibir una novela como ésta.

5 comentarios:

Ana Rodríguez Fischer dijo...

¡Vaya, vaya... tendré que apuntarme a los Joad...
Creo que sobrevolamos similares inquietudes...
¡Celebrations!

Prwll dijo...

Si no leyeras note pasarian estas cosas....

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ana, leyendo este libro uno ve que en la ingeniudad y en la pureza reside la fuerza para levantarse. Nosotros, aquí, en esta sociedad y en este momento, estamos demasiado trasegados, demasiado bien educados, sabemos más de lo que sería aconsejable saber para darle un par de puñetazos a alguien.
Abrazos

Prwll, je, je, je, eso mismo es lo que yo me digo muchos días. Pero, chico, es superior a mí.
Abrazos

Tesa dijo...

Bien educados, clamamos al cielo pidiendo reacciones y, cuando surge alguna, corremos desesperados a por una excusa con que sofocarla. Aquí tengo el libro, y mira, ya no lo aparto otra vez. En cuanto acabe el de ahora, me voy a por uvas!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Si es que tenemos mucho miedo querida Tesa, estamos que no nos caben los pantalones.
Ten cuidado, que no te vean leerlo en público por esas tierras vuestras. Es absolutamente subversivo, igual que "Germinal", que he empezado ahora.
¡Besos!