Seamos
quienes seamos, unas cuantas líneas bastan para explicar toda nuestra vida. Por
eso deberíamos ensayar un nuevo género literario, al que podríamos llamar nanobiografía.
La nanobiografía
de cada cual contendría lo esencial de nuestra existencia y su objetivo sería el mismo que el de todo
artefacto escrito: atraer lectores a los que deleitar, de manera que a la hora de escribirla
habría que esforzarse al máximo para encontrar aquello que nos
diferencia de los demás y de ese modo crear un objeto literario bello, compacto, con estilo, significación narrativa,
ciertas dosis de poética y sentido completo.
Una de las
ventajas de este nuevo género sería su adaptación a las redes sociales. Utilizando 140
caracteres cualquiera podría
resumir perfectamente su andadura vital. Aunque, muy probablemente, ante límite tan exigente, en lugar de escribir una
biografía el autor caería en el error de
escribir un epitafio, que no es más que un último intento desesperado
por dejar constancia y prueba de nuestro ingenio, como si de ese modo, por el
mero hecho de unir de manera aguda unas cuantas palabras, albergásemos la
esperanza de que La Parca nos fuese a
recibir con un trago de bienvenida, por nuestra cara bonita, por listos y por
graciosos.
¿Cómo si no
íbamos a desperdiciar ese escaso número de palabras? ¿Es que, acaso, algún
ingenuo puede llegar a imaginar que lo
invertiríamos en explicar nuestros orígenes, nuestros sueños, cómo vivimos, qué
hicimos, a quién amamos o a quién
traicionamos? Reconozcámoslo: explotaríamos nuestra vanidad hasta tal extremo
que no nos esforzaríamos lo más mínimo en sintetizar aquello por lo cual se nos
recordará, el rastro petrificado de nuestra presencia, y nos devanaríamos la
sesera por imitar a los personajes más célebres, aquellos a los que admiramos
porque hicieron lo que no fuimos capaces de hacer, porque hasta para morir se
permitieron el lujo de ser ocurrentes.
La muerte
tiene mucho que ver con el género biográfico. Yo detento la teoría de que las
biografías abultadas suelen ser así por el volumen que ocupan los muertos en la
vida del protagonista. No hay más que echar mano a las de cualquier jefe de estado o de cualquier
magnate de las finanzas. El envanecimiento y altísimo concepto que tienen de sí
mismos, o la admiración desmesurada que les profesan sus hagiógrafos, les impulsa a lo ampuloso, al mamotreto, sin
darse cuenta de que las grandes cantidades
de prosopopeya con que
confeccionan el sudario de sus vidas dejan entrever la siluetas rígidas de las
extremidades de sus cadáveres.
No pongamos límites,
pues, al nuevo género, pero pensemos en piezas breves, intensas, sinceras y
emotivas, de belleza concisa, redactadas con precisión conceptista; una
confesión desinhibida, un espejo diáfano, las palabras sin imágenes con que
explicaríamos esos famosos fotogramas que -dicen- vemos cuando morimos.
Hay
escépticos, lo intuyo. Pero debemos reflexionar, porque profundidad no
significa forzosamente amplitud, ni brevedad es igual a simpleza. Todo el mundo sabe que el cuento más
corto de la Historia lo escribió Monterroso, aunque en realidad no es un
cuento. Es la mismísima Historia de la humanidad, nuestra biografía colectiva
narrada en 7 palabras; 7 palabras certeras, precisas, extraordinariamente
eficientes que explican lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos. Ahora reunamos
todas las Historias escritas durante siglos que atañen a la vida de los
hombres, desde Herodoto hasta Fontana, y después comparemos: constataremos con gran pasmo y claridad que el resultado de la
historiografía completa de la humanidad nunca será tan explícito como el sueño
del dinosaurio eterno.
Llega el momento en el que debería comprometerme
con mi propuesta y no conozco mejor manera que predicar con el ejemplo. Quería
inaugurar el género, pero de repente me he arrugado, toda mi audacia se ha venido abajo. Examinarme
ahora, justo en este momento preciso de
mi trayectoria en que me he
propuesto seguir siendo como soy, me
produce vértigo, y reproducir el informe preceptivo en unas
pocas líneas se me antoja una temeridad,
para la cual no sé si algún día habré
acumulado talento. Así es
que, mientras acopio ingenio y valor,
voy a ver si salgo del paso copiando un párrafo que se parece mucho a lo que
yo creo que debería ser una buena nanobiografía.
“Para mí es
un honor suficiente pertenecer al universo: a un universo tan grandioso y a un
plan tan magno de las cosas. Ni siquiera Dios puede privarme de este honor,
pues nada puede modificar el hecho de que he vivido; he sido yo, aunque por tan
breve espacio de tiempo. Y cuando haya
muerto, la materia que compone mi cuerpo será indestructible y eterna, y le
ocurra lo que le ocurra a mi alma, mi polvo será existiendo siempre y cada
átomo de mí continuará desempeñado su función individual, y así participaré de
algún modo en el mundo. Cuando esté muerto, podréis hervirme, quemarme,
ahogarme, dispersarme, pero no podréis destruirme; mis pequeños átomos no harán
sino reírse de tan severa venganza. La muerte solo puede matarnos.”
Bruce
Cummings , naturalista inglés, más conocido como Barbellion (1889-1919)
Fragmento de sus diarios extraído de la novela “La vida en sordina” de David Lodge
6 comentarios:
¡Hala! primero he pensado, joder que divertido, voy a proponer nanobiografías a los del club de lectura del poble! pero al plantearme qué escribiría casi me caigo redonda al suelo. Deja, deja, hay que tener la tensión muy compensada para hacer esto!! Pero me has encantado hoy también.
Pues oye, me has dado una idea. Igual me curro una serie de nanobiografías, ficticias o tan ficticias...
Sí, sí, creo que lo voy a hacer
Ya verás, ya
¡¡Besos!!
Como siempre, ha sido un placer leerte. Salud.
¡Salud, Loli!
Lo suscribo. Por favor, que lean esto en mi funeral.
Roy, no podré velar por tus deseos: yo moriré antes
¡Salud!
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