Le quiero, a pesar de todo.
Me vieron caer del cielo como un rayo*, dejando tras de mí, sobre el cobalto, un rastro encarnado. Minutos antes había tratado de
besarme en la frente y él mismo me ayudó a arrodillarme, como si yo no
supiese hacerlo solo. Tantas y tantas veces postrado en público, frente a su
trono, para mostrarle humildad, fidelidad, obediencia, y mi amor infinito, incluso ahora que palpito decapitado en esta cueva ensombrecida de la historia, sobreviviendo gracias a
los golpes de corazón que me permiten seguir viendo el mundo, participar de él, influir en los hombres, obnubilándoles el entendimiento, y la razón, ayudándoles a ser
lo que son.
Le miré impasible, valiente, ausente de rencor.
Surgieron espontáneas las palabras de mis ojos, exentas de insultos o
reproches. Palabras de amor, sin solicitud de clemencia.
Al verme, no solo se dio cuenta de que me
había enseñado bien, muy bien, concienzudamente, sino que yo había sido un
discípulo ejemplar.
Vislumbré una mueca reprimida de constatación (un rey
de verdad procura no desvelar los pensamientos de su alma). Fue como si en mi
dignidad hubiese descubierto una prueba más de amenaza, como si certificase en la entereza de
mi disposición al ofertorio de mi sacrificio, la acreditación objetiva de
la admonición por mí urdida contra su reinado.
Sintió miedo: de mi
futuro y de su destino, el todopoderoso. No tenía porqué. En el último instante, justo antes de apoyar la cabeza sobre el cadalso, no pudo luchar contra la franqueza con que le miraba, y desvió los
ojos, simulando entregar su conciencia solitaria al sufrimiento de los deberes de Estado.
Me acarició levemente el cabello, a modo de
despedida. Hasta eso le
agradezco. El viento helado de las
cumbres hace lo mismo con la nieves perpetuas. He tenido que pasar por el trance de su
justicia implacable para disfrutar de un instante de ternura.
A veces, aquí, en lo más recóndito de la caverna de los tiempos, inicio el gesto de tocarme el pelo para recordar aquella sensación, y antes de alzar la mano, un torrente de sangre brota de las arterias del cuello debido al espasmo producido por la carcajada cínica que ya no puedo proferir más que con el corazón y con las vísceras.
A veces, aquí, en lo más recóndito de la caverna de los tiempos, inicio el gesto de tocarme el pelo para recordar aquella sensación, y antes de alzar la mano, un torrente de sangre brota de las arterias del cuello debido al espasmo producido por la carcajada cínica que ya no puedo proferir más que con el corazón y con las vísceras.
El verdugo dejó caer el machado, mi cabeza se precipitó
sobre el mimbre y mi cuerpo cayó muerto.
El más bello, el más honesto, el mejor preparado para
mudar los tiempos, yacía sin rostro,
ajusticiado por su propio maestro a la espera del
puntapié con que se precipitaría al abismo de los hombres.
Una vez descabezado, apartó de un manotazo al verdugo, agarró la cabeza sin vida y dirigió mi mirada degollada hacia
el vacío del vértigo, por donde mi cuerpo caía sin fin, para escarnio y ejemplaridad futura, con destino al castigo eterno.
Yo me vi a mí mismo. Él no lo sabe, pero yo pude verme. Le
escuché palabras de sátrapa entre carcajadas de odio.
Y aun así le quiero.
Nadie hizo tanto por mí. El forjó mi leyenda y ahora yo gobierno con los
hombres. Yo soy la rebelión que sacude al
hombre y que le hace decir “eso no es
posible”, porque en el momento de pronunciar esa frase alberga la certeza,
precisamente, de lo que es capaz.**
*Nuevo Testamento. Lucas 10:18
**Esta última frase en cursiva es una adaptación libre de un fragmento de “El mito de Sísifo”, obra
del escritor y pensador Albert Camus.
FOTO: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI.
2 comentarios:
Ohhh que genial entrada, y la foto le va a medida. Salud!
Las nubes. A los pocos segundos de tomar la foto eran completamente negras; y antes de anochecer por completo ya se habían disuelto.
¡Salud, Loli!
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