miércoles, 18 de octubre de 2017

Carrer del Lloro






Para mi amigo Andrés

En mi imaginación hay un gran espacio destinado exclusivamente a fabricar mitos. Suelo introducir ahí la realidad para  reelaborarla a capricho, de manera que todo tipo de personas o acontecimientos se presentan transformados ante mis ojos desprovistos de sus detalles y  matices esenciales,  sin conservar prácticamente nada de su aspecto original. 

Pero me da igual. No puedo evitarlo. En ocasiones, ante la previsible entrada en mi cerebro de nuevas figuras o eventualidades, he intentado luchar contra la idealización o demonización con toda la fuerza de mi razón pero, o no dispongo de una fuerza lo suficientemente vigorosa, o mi caudal racional se halla prácticamente seco.

La cuestión es, que con la edad, y lejos de asentar tanto la percepción de la realidad como mi madurez intelectual,  esa superficie mental se ha ampliado de tal manera que, a estas alturas de mi vida, el lugar destinado al discernimiento, la sensatez o la objetividad es tan pequeño como el tiempo que tardo en divinizar o denigrar a alguien. 

Uno de los temas que más frecuentemente aparecen en mi espacio mental hegemónico es el malditismo. Soy capaz de convertir en héroes universales a escritores, pintores, músicos, actores, escultores y  artistas de todo pelaje, siempre y cuando su obra me guste y fueran suicidas desesperados, drogadictos impenitentes, alcohólicos cirróticos, locos de atar, pobres de solemnidad, víctimas de injusticias, derrotados revolucionarios, solitarios incomprendidos, misántropos deleznables o bohemios indigentes. 

Del mismo modo,  lanzo al estercolero, sin posibilidad de remisión, a todo aquel artista que vista camisas con gemelos,  que exprese abiertamente posiciones políticas conservadoras, que aparezca en las revistas del corazón, que viva en mansiones de lujo, que disponga de chófer, que no beba vino y, por lo general, que disfrute de la comodidad y del bienestar que proporciona la fama, independientemente de la calidad de sus obras y de si esa fama es merecida o no. 

Soy consciente de que durante mucho tiempo me he ofrecido como diana fácil de campañas publicitarias; víctima propiciatoria de fajas satinadas; consumidor, en definitiva, de toda obra artística cuyo agente, editorial o marchante haya trabajado una imagen convenientemente derrotada del autor. ¡Qué le vamos a hacer! Uno es quien es, uno es como es, y las batallas contra la propia naturaleza suelen resultar fracasos cruentos y dramáticos. 

Sin embargo, ahora ya no quedan malditos. Ahora publican, exponen o estrenan jóvenes apuestos, de buena presencia, tocados con las gafas de rigor, convenientemente aderezado su rostro de patillas variadas; jóvenes que madrugan para practicar running, cuidan su piel con cremas, toman yogur a media tarde, beben infusiones, y se acuestan antes de la media noche justo después de ver el último capítulo de Juego de Tronos. De modo que la mayor parte de mis mitomanías resultan negativas porque  se orientan a esa segunda especie de artistas, es decir, los divos globales y superventas, la alta nobleza del mercado internacional de la cultura. 

Quizá, el último de mis malditos sea Roberto Bolaño, a quien he leído con pasión, placer y a veces con no pocas dificultades. Desde que di con “Los detectives salvajes” uno tras otro he gozado de  todos sus libros. Dejé de leerlos al finalizar la lectura de 2666.  No confío en la autoría de todo lo que esta editorial ha publicado después con el nombre del genio chileno. 

La historia de Roberto Bolaño es de sobras conocida. El escritor chileno se mantuvo siempre fiel a su vocación, superando límites humanos más allá de lo aconsejable. Para Bolaño, la vida era escribir y leer y el proceso de creación  una misión, una batalla contra él mismo, un enfrentamiento a vida o muerte con la realidad menos amable. Para Bolaño escribir era -según él mismo afirmaba- “Saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del  precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida”.

Cuando alguien ofrece su alma a la poesía con semejante valentía yo no puedo permanecer indiferente. Es superior a mis fuerzas.  Inmediatamente se agita mi corazón, se dilatan mis ojos, el espacio en el que se elaboran mis mitos abre sus puertas y ya nada puede desalojar de mi imaginación al hombre encerrado, enfebrecido, luchando contra el lenguaje, contra los miedos, el cansancio, la frustración y el demonio de la  inseguridad que aguarda a todo poeta enfrentado a la creación, si es preciso, vertiendo su sangre. 

La pasada semana  visité Blanes, una populosa localidad costera al norte de Barcelona. Como es sabido, Bolaño recaló aquí a mediados de los ochenta. El Ayuntamiento puso en marcha  hace unos pocos años la Ruta Roberto Bolaño, una iniciativa que me ha permitido vivir algunos momentos inolvidables.

La Ruta Bolaño  consta de diecisiete puntos correspondientes a lugares de la ciudad que, de un modo u otro, se relacionan con la vida del escritor. Yo estuve en tres de esos lugares. Estuve a las puertas de su casa, en el número 13 del carrer Ample, y tomé whisky en el antiguo “Hogar del productor” (actualmente reconvertido en restaurante), un lugar donde en la década prodigiosa  bebían vino y jugaban al dominó y a las cartas los trabajadores andaluces de la SARFA, una empresa textil ya desaparecida. Allí, en las mismas mesas, junto al mar, Roberto Bolaño leía, tomaba notas y bebía hasta no poder más junto con algunos amigos que perdió a causa de la heroína. 

Y estuve, cómo no, en el número 17 del carrer del Lloro, al que ni siquiera se le debería llamar callejón, porque se trata de  un angosto pasaje, tan estrecho, que extendiendo los brazos uno puede tocar con la punta de los dedos las fachadas de los edificios que lo conforman a uno y otro lado, manchadas de grafitis sin gusto, en las que hieden bolsas de basura  y orines humanos y caninos. 

Y es que el carrer del Lloro no tiene nada de atractivo. Es horrendo. En sus escasos cincuenta metros de longitud coinciden trastiendas, aparatos de aire acondicionado, extractores de humos, salidas de emergencia y algún que otro portal de  viviendas humildes y oscuras que conservan todavía en su ventanas los alambres de tender la ropa. Casi al final de la callejuela se ubica la puerta de entrada al número 17, junto a la que el Ayuntamiento ha instalado el monolito informativo que lo identifica como “Estudio de l’autor”, descrito  eufemísticamente como “un espacio de dimensiones reducidas,  austero y sin teléfono, donde encontró la calma necesaria para crear su universo literario”. 

Allí, en medio de  aquella angostura urbana, uno no tiene más que dar un breve vistazo alrededor para concluir que esa descripción dulcifica hasta la exageración las condiciones en las que Bolaño escribió lo mejor de su obra. Yo podía imaginar perfectamente al escritor encerrado días completos en su  pequeño cubículo, sin más muebles que la mesa, la silla, un somier con su colchón, y un par de estanterías, escribiendo extasiado bajo la luz pobre de la bombilla desnuda mientras bebía sin cesar whisky barato y fumaba compulsivamente sus cigarrillos, dejándose día a día la salud y media vida.

Y es que –estoy convencido de ello-  ese  “saber meter la cabeza en lo oscuro” al que se refería el escritor cuando definía la vocación literaria procede de su propia realidad cotidiana, de la multitud de días sin horas vinculados indefectiblemente al cuartucho que vio nacer a Arturo Belano y Ulises Lima, donde, más allá de la electricidad, la única luz que alumbraba la estancia no era precisamente la luz del día. 

Permanecí en la puerta un buen rato, hasta que llegaron dos señoras gruesas que sostenían con dificultad el peso de la bolsa de la compra. No me miraron bien. De algún modo me hacían saber que no les apetecía tener allí a un extraño husmeando junto a la entrada de su casa. Especulé con la idea de  que, quizás, aquellas dos mujeres se cruzarían con Bolaño en el portal; tuve la tentación de  preguntarles pero rápidamente entraron y se apresuraron a cerrar. Por el contrario, en aquel momento, la puerta que da entrada a mi factoría de mitos quedó abierta  y toda esa experiencia que viví en el carrer del Lloro se introdujo como un torrente para agrandar en mi espacio mental -si cabe- la figura  de uno de los escritores más originales, valientes y honestos que ha dado la literatura latinoamericana.

Al salir del callejón decidí dar un paseo hacia  El Hogar del Productor. Allí me senté y bebí whisky frente al mar, hasta  que se puso el sol.

2 comentarios:

ILONA dijo...

El descubrimiento de Roberto Bolaño ha supuesto para mí el regalo más etraordinario que me ha deparado mi ya larga vida de lectora. Durante años me fue persiguiendo en suplementos culturales, revistas literarias, escaparates de librerías, hasta que ya no pude seguir esquivándolo y me sumergí en la lectura de "Los detectives salvajes", para comprender que en esa obra maestra, Bolaño se hacía un espacio importante en mi particular Olimpo literario. Desde entonces he procurado leer todo lo que he podido ir consiguiendo de él, anterior a su muerte, pues yo también recelo de tantas obras póstumas editadas para aprovechar el filón de la rentable leyenda que está surgiendo en torno a su figura.

Es atractiva la figura del artista maldito, y aunque no siempre el talento y la calidad van de la mano de la marginalidad social, yo también desconfío de aquellos que medran al amparo de las instituciones o de las relaciones soiales privilegiadas, las modas, o los medios.

Un placer siempre leer tu blog.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Hola Ilona
Es cierto lo que dices. Malditismo y calidad no tienen por qué ir de la mano. Pero también es cierto que solamente conocemos artistas malditos porque, vivos o muertos, su obra es de referencia, única y a menudo rupturista. La pregunta clásica al respecto es ¿en el caso de que esos artistas hubiesen tenido una vida mas convencional, sus creaciones serían tan singulares y auténticas?

Un placer tenerte por aquí
¡Salud!