martes, 11 de septiembre de 2012

El mito y la furia (XXVII)

(Viene de aquí)

Después, nada; después de la muerte, nada. Murió la viuda al poco, entre grandes dolores provocados por un cáncer malo y la ausencia de una mano de hombre que la sujetase fuerte en la trascendencia del  salto hacia la nada. Porque debe ser como dar un salto. Al percibir el vacío bajo los pies, que ya no son pies, que ya no son ni carne en descomposición,  seguro que sobreviene  una levísima sensación de vértigo,   algo así como cuando papá me cogía con sus manazas invencibles  de las axilas y me impulsaba hacia el cielo en un juego premonitorio e inconscientemente pedagógico. La diferencia  es que  yo podía cerrar los ojos para disfrutar plenamente de los efectos del vuelo súbito, me dejaba llevar hacia arriba y hacia abajo con la certeza de que por poderoso  que fuese el impulso nunca rebasaría la frontera del aire, o jamás me estrellaría contra la tierra. Yo no sabía nada sobre la muerte.  Me regodeaba con el vaiven del ascenso y de la  caída,  y me dedicaba, exclusivamente  a gritar  risas escandalosas  mientras esperaba confiado de nuevo que sus manos fuertes me recogiesen y volviesen a lanzarme  al espacio una y otra vez, una y otra vez, porque yo creía que la energía que hacía posible esa antigua  danza aérea era inagotable.
El día que murió aquella mujer sonaron, probablemente, otras músicas que me traerían otros recuerdos. Debe de haber  una música para cada muerte, aunque en el lugar de la agonía solamente suena  el miedo. Siempre hay, muy cerca,  una radio que emite, un albañil que canta, un niño que tapa y destapa torpemente los orificios de una flauta y sopla obcecado  el bosquejo dislocado de una melodía desafinada  mientras alguien muere pretendidamente en silencio.
La música es una invocadora infalible, tremendamente eficaz con los  pasados. Trae desde  lejos detalles y  personas envueltas en el matiz del color de la distancia con el que nos vemos  retrospectivamente. La música antigua es capaz incluso de vestirnos con las mismas ropas que un día despreciamos, o que lanzamos al vertedero, o con las que ya no nos pudimos vestir porque sencillamente el tejido acabó por rasgarse debido al uso, porque no  había manera de encajarlas en un cuerpo nuevo que empezaba a deformarse, y porque quién nos iba a aceptar, a dónde nos íbamos a presentar, a dónde podríamos ir a trabajar  con ropas pasadas de moda.
Existimos a  cada momento en un cuerpo nuevo a fuerza de experimentar la supervivencia, de sufrir y de gozar del paso de los años; un cuerpo que en el suceder de  las noches, y de las jornadas tediosas de trabajo, envejece silencioso, discreto, sin escándalos ni aspavientos, alevosamente,  y se transforma indefectiblemente, sin remisión, de manera que cada minuto de cada hora se hace nuevo, porque cambia caducando.  De ahí que deberíamos constatar sin rubor que  cuantos más años cumplimos, más novedades acumulamos, y que la juventud y la infancia son, en realidad, los estados temporales humanos que más cerca están de lo viejo.
Es como mirar un mapa del mundo en los tiempos exitosos de  Pink Floyd, en los tiempos de la Guerra Fría, y darse cuenta, de repente, de que soviéticos y americanos podían perfectamente propinarse  cada día unos cuantos guantazos directamente desde la cercanía de  sus Estes y de sus Oestes sin necesidad de jugar como niños a través del patio de  Europa y del Atlántico a si me tocas  te enteras.
Un niño está más cerca de la muerte que cualquier adulto, que cualquier anciano, y por supuesto, que  yo mismo  en este instante de mi vida, independientemente del riesgo que pueda correr para que se cumplan  con éxito mis planes.  Esa proximidad de la infancia con la nada no es debida a la fragilidad, a una objetiva debilidad, a la indefensión, desvalimiento, a la ausencia de conciencia que posee todo ser humano, a la carencia o al todavía poco desarrollado  instinto de supervivencia,  a los peligros  que acechan siempre a la inocencia, factores todos propiciatorios  de mortalidad. La contigüidad  del bebé lechal para con el vacío  de la nada  atañe y se arraiga en  el ciclo, en la disposición próxima, vecinal, de inmediación,  roce y  fricción entre  el principio y el  fin.
Entre el recién nacido y el viejo moribundo se suceden, una tras otra, las  vicisitudes que nos renuevan con cada respiración, los acontecimientos  que nos oxidan y nos llevan irremisiblemente hacia el final de nuestros días, o sea, más cerca que nunca del momento de nuestro primer llanto. Y ahí, en ese espacio,  en el lugar donde se fabrican  las novedades, en el párrafo biográfico  de los sucesos que a  los optimistas les parece extraordinariamente  amplio y a la mayoría una estafa,  es donde encontramos la memoria y lo venidero. Si dentro de ese largo o ínfimo intersticio  somos capaces de ganarle  un poco de silencio a la luz de cada día, entonces  hallamos  rastros inciertos pertenecientes a los trances  ya  fallecidos y algún que otro indicio del destino que nos acecha o que nos aguarda.
Yo, Adán, el hombre nuevo,  he visto claro el futuro.  Poco a poco desgrano mi paso por la tierra, recabo instantes que sucedieron sin más, en apariencia, vacuos, intrascendentes, similares a los que  han experimentado millones de hombres y mujeres antes que yo. Sin embargo, en la memoria detallada, gracias a la voluntad del recuerdo, a  la rememoración de los desengaños y a la evocación  de todos los  bautismos,  ejercito  el poder de la clarividencia con el que   trazaré el camino, mi camino,  y transitaré  así  la estela de la remisión, mi remisión. Mi hora ha llegado.
Ha empezado a llover. Son gotas gruesas. De momento caen muy espaciadas. Apenas motean la calle. Traen con el viento cierto aroma a barro antiguo.  Ahora mismo  se ha borrado la línea  del horizonte. Parece que el cielo se traga el mar.  Cuando  vivía en casa de papá y mamá  y  en las primeras semanas del  otoño se cernían  sobre el día las nubes más negras del año, papá me señalaba a través de la ventana una pequeña colina rocosa  que se alzaba sobre el suburbio. Aquel promontorio puntiagudo siempre me pareció  una pirámide camuflada entre piedras, sepultada por el paso de los siglos entre arenas y arbustos  a la espera del arqueólogo perspicaz  que un día  realizaría un  asombroso  descubrimiento. Según me explicaba mi padre, cuando  la pirámide se cubría de niebla y resultaba imposible verla, la tormenta era segura, y duradera.  Creo que es lo que va suceder hoy, que va a llover largamente, seguramente a ratos muy  fuerte, con rachas de viento tempestuoso.  Dentro de pocos minutos la oscuridad será total y la borrasca  habrá confinado la ciudad.   Es igual en todas partes, pero ya no recordaba como zurcen el cielo oscuro los hilos de luz  de los relámpagos. Así me lo explicaba mamá. El estruendo del primer trueno hacía temblar las paredes y parecía que había roto el cielo. Papá sacaba de un viejo baúl  él quinqué, desconectaba la electricidad, prendía la mecha,  y se sentaba en el sillón  a fumar, escuchando la radio en un viejo transistor portátil. Entonces mamá solía  dejar  su tarea de costura por la que le pagaban a cinco duros  la pieza.  Se acercaba  y posaba cuidadosamente  su mano sobre  mi  hombro. Durante largos minutos permanecíamos los dos frente a la ventana. Nos apoyábamos directamente con la frente sobre el cristal  y enseguida aparecían estampados bajo la nariz  dos pequeños círculos de vaho que se agrandaban y se empequeñecían al ritmo de nuestras respiraciones.   No hacíamos otra cosa que contemplar  en silencio la oscuridad, la lluvia precipitarse y las gotas resbalar, las sombras brillantes  proyectar los relámpagos sobre la calle, los cables del tendido eléctrico mecerse nerviosos, los plataneros agitarse violentos,  las hojas volar sin sentido, arrojadas al vendaval en trayectos locos; los charcos borbotear, como si el agua hirviese, como si surgiese del centro del mundo en lugar de caer del cielo; los haces de luz de un automóvil  deslizar sobre el asfalto  alguna urgencia   y  en el andén desierto un tren  estacionado en cuyo interior se mueven  sombras inquietas  a la espera del final de la tormenta ...  Hace mucho, demasiado, que no encontraba  tiempo para un espectáculo como este. Espero sentado aquí, a la expectativa,  feliz, dichoso, solo,  a este lado de la ventana, fumando y recordando, repasando mentalmente cada uno de los detalles. No puedo fallar.

7 comentarios:

ESTER dijo...

¿Un niño está más cerca de la muerte que cualquier adulto? A los niños los adultos los criamos tontos; ¿por qué un niño no puede ver a un muerto, si lo pide? No permitir ver a un fallecido hace que la criatura se cree historias negras y lúgubres. Ariadna, con 4 años, nos pidió ir al tanatorio a ver juntos un amigo fallecido. Le vió y no se traumatizó.
La vida no es un cuento rosa en toda su extensión.
Una tormenta luminosa y estridente es una maravilla pero los truenos no son ángeles jugando a bolos.

Un beso, Ester

Ana Rodríguez Fischer dijo...

¡Quécurioso!
Hace tiempo que tengo unaentrada para un libro (de infancia), donde se lee...
Adorábamos la lluvia...
Otra cosa es o que vendría después. si acaso...
Besos!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ester, estoy de acuerdo contigo:no nos educan para la muerte, a pesar de ser el único hecho seguro e infalible. Creo que el mundo y el ser humano serían diferentes si asumiésemos la muerte como parte de la vida.

Ana, la lluvia trae también recuerdos. No sé si será el cambio climático ;), pero antes, cuando llovía, todo se te teñía de gris. Ahora...

Abrazos a las dos

HOSTAL MI LOLI dijo...


Te saludo y me lo llevo. Un abrazo.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Un saludo también para ti, Loli

Unknown dijo...

Deberías saber que usar fotos de otras personas incumpliendo con su licencia de uso es ilegal y denunciable:

https://www.flickr.com/photos/29474017@N08/3095881005/

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Gracias por el aviso amigo. Creo que en tu Google + hay unas cuantas. Habrá que ir con cuidado ;)
Yo, por si acaso, suprimo la de esta entrada. ¡¡Tus ojos me dan mucho miedo !!