Después, nada; después de la muerte, nada. Murió la viuda
al poco, entre grandes dolores provocados por un cáncer malo y la ausencia de
una mano de hombre que la sujetase fuerte en la trascendencia del salto hacia la nada. Porque debe ser como dar
un salto. Al percibir el vacío bajo los
pies, que ya no son pies, que ya no son ni carne en descomposición, seguro que sobreviene una levísima sensación de vértigo, algo así como cuando papá me cogía con sus
manazas invencibles de las axilas y me
impulsaba hacia el cielo en un juego
premonitorio e inconscientemente pedagógico. La diferencia es que yo podía cerrar los ojos para disfrutar
plenamente de los efectos del vuelo súbito, me dejaba llevar hacia arriba y
hacia abajo con la certeza de que por poderoso que fuese el impulso nunca rebasaría la
frontera del aire, o jamás me estrellaría contra la tierra. Yo no sabía nada sobre
la muerte. Me regodeaba con el vaiven del ascenso y de la caída, y me dedicaba, exclusivamente a gritar
risas escandalosas mientras esperaba
confiado de nuevo que sus manos fuertes me recogiesen y volviesen a
lanzarme al espacio una y otra vez, una
y otra vez, porque yo creía que la energía que hacía posible esa antigua danza aérea era inagotable.
El día que murió
aquella mujer sonaron, probablemente, otras músicas que me traerían otros
recuerdos. Debe de haber una música para
cada muerte, aunque en el lugar de la agonía solamente suena el miedo. Siempre hay, muy cerca, una radio que emite, un albañil que canta, un
niño que tapa y destapa torpemente los orificios de una flauta y sopla
obcecado el bosquejo dislocado de una
melodía desafinada mientras alguien
muere pretendidamente en silencio.
La música es una invocadora infalible, tremendamente
eficaz con los pasados. Trae desde lejos detalles y personas envueltas en el matiz del color de
la distancia con el que nos vemos retrospectivamente. La música antigua es capaz
incluso de vestirnos con las mismas ropas que un día despreciamos, o que
lanzamos al vertedero, o con las que ya no nos pudimos vestir porque
sencillamente el tejido acabó por rasgarse debido al uso, porque no había manera de encajarlas en un cuerpo nuevo
que empezaba a deformarse, y porque quién nos iba a aceptar, a dónde nos íbamos
a presentar, a dónde podríamos ir a trabajar
con ropas pasadas de moda.
Existimos a cada
momento en un cuerpo nuevo a fuerza de experimentar la supervivencia, de sufrir
y de gozar del paso de los años; un cuerpo que en el suceder de las noches, y de las jornadas tediosas de trabajo,
envejece silencioso, discreto, sin escándalos ni aspavientos, alevosamente, y se transforma indefectiblemente, sin
remisión, de manera que cada minuto de cada hora se hace nuevo, porque cambia
caducando. De ahí que deberíamos
constatar sin rubor que cuantos más años
cumplimos, más novedades acumulamos, y que la juventud y la infancia son, en
realidad, los estados temporales humanos que más cerca están de lo viejo.
Es como mirar un mapa del mundo en los tiempos exitosos
de Pink Floyd, en los tiempos de la
Guerra Fría, y darse cuenta, de repente, de que soviéticos y americanos podían
perfectamente propinarse cada día unos
cuantos guantazos directamente desde la cercanía de sus Estes y de sus Oestes sin necesidad de
jugar como niños a través del patio de
Europa y del Atlántico a si me tocas
te enteras.
Un niño está más cerca de la muerte que cualquier adulto,
que cualquier anciano, y por supuesto, que yo mismo en este instante de mi vida,
independientemente del riesgo que pueda correr para que se cumplan con éxito mis planes. Esa proximidad de la infancia con la nada no
es debida a la fragilidad, a una objetiva debilidad, a la indefensión, desvalimiento, a la ausencia de conciencia que
posee todo ser humano, a la carencia o al todavía poco desarrollado instinto de supervivencia, a los peligros que acechan siempre a la inocencia, factores
todos propiciatorios de mortalidad. La
contigüidad del bebé lechal para con el vacío de la nada atañe y se arraiga en el ciclo, en la disposición próxima, vecinal,
de inmediación, roce y fricción entre
el principio y el fin.
Entre el recién nacido y el viejo moribundo se suceden,
una tras otra, las vicisitudes que nos
renuevan con cada respiración, los
acontecimientos que nos oxidan y nos
llevan irremisiblemente hacia el final de nuestros días, o sea, más cerca que
nunca del momento de nuestro primer llanto. Y ahí, en ese espacio, en el lugar donde se fabrican las novedades, en el párrafo biográfico de los sucesos que a los optimistas les parece
extraordinariamente amplio y a la
mayoría una estafa, es donde encontramos
la memoria y lo venidero. Si dentro de ese largo o ínfimo intersticio somos capaces de ganarle un poco de silencio a la luz de cada día, entonces hallamos rastros inciertos pertenecientes a los trances ya
fallecidos y algún que otro indicio del destino que nos acecha o que nos
aguarda.
Yo, Adán, el hombre nuevo, he visto claro el futuro. Poco a poco desgrano mi paso por la tierra, recabo
instantes que sucedieron sin más, en apariencia, vacuos, intrascendentes,
similares a los que han experimentado
millones de hombres y mujeres antes que yo. Sin embargo, en la memoria
detallada, gracias a la voluntad del recuerdo, a la rememoración de los desengaños y a la
evocación de todos los bautismos,
ejercito el poder de la
clarividencia con el que trazaré el
camino, mi camino, y transitaré así la
estela de la remisión, mi remisión. Mi hora ha llegado.
Ha empezado a llover. Son gotas gruesas. De momento caen muy espaciadas. Apenas motean la calle.
Traen con el viento cierto aroma a barro antiguo. Ahora mismo se ha borrado la línea del horizonte. Parece que el cielo se traga
el mar. Cuando vivía en casa de papá y mamá y en
las primeras semanas del otoño se cernían
sobre el día las nubes más negras del
año, papá me señalaba a través de la ventana una pequeña colina rocosa que se alzaba sobre el suburbio. Aquel
promontorio puntiagudo siempre me pareció
una pirámide camuflada entre piedras, sepultada por el paso de los
siglos entre arenas y arbustos a la
espera del arqueólogo perspicaz que un
día realizaría un asombroso
descubrimiento. Según me explicaba mi padre, cuando la pirámide se cubría de niebla y resultaba
imposible verla, la tormenta era segura, y duradera. Creo que es lo que va suceder hoy, que va a
llover largamente, seguramente a ratos muy
fuerte, con rachas de viento tempestuoso. Dentro
de pocos minutos la oscuridad será total y la borrasca habrá confinado la ciudad. Es
igual en todas partes, pero ya no recordaba como zurcen el cielo oscuro los hilos
de luz de los relámpagos. Así me lo
explicaba mamá. El estruendo del primer trueno hacía temblar las paredes y
parecía que había roto el cielo. Papá sacaba de un viejo baúl él quinqué, desconectaba la electricidad,
prendía la mecha, y se sentaba en el
sillón a fumar, escuchando la radio en
un viejo transistor portátil. Entonces mamá solía dejar
su tarea de costura por la que le pagaban a cinco duros la pieza. Se acercaba y posaba cuidadosamente su mano sobre
mi hombro. Durante largos minutos
permanecíamos los dos frente a la ventana. Nos apoyábamos directamente con la
frente sobre el cristal y enseguida
aparecían estampados bajo la nariz dos
pequeños círculos de vaho que se agrandaban y se empequeñecían al ritmo de
nuestras respiraciones. No hacíamos
otra cosa que contemplar en silencio la
oscuridad, la lluvia precipitarse y las gotas resbalar, las sombras brillantes proyectar los relámpagos sobre la calle, los
cables del tendido eléctrico mecerse nerviosos, los plataneros agitarse violentos, las hojas volar sin sentido, arrojadas al
vendaval en trayectos locos; los charcos borbotear, como si el agua hirviese,
como si surgiese del centro del mundo en lugar de caer del cielo; los haces de
luz de un automóvil deslizar sobre el
asfalto alguna urgencia y en el andén desierto un tren estacionado en cuyo interior se mueven sombras inquietas a la espera del final de la tormenta ... Hace mucho, demasiado, que no encontraba tiempo para un espectáculo como este. Espero
sentado aquí, a la expectativa, feliz,
dichoso, solo, a este lado de la
ventana, fumando y recordando, repasando mentalmente cada uno de los detalles.
No puedo fallar.
7 comentarios:
¿Un niño está más cerca de la muerte que cualquier adulto? A los niños los adultos los criamos tontos; ¿por qué un niño no puede ver a un muerto, si lo pide? No permitir ver a un fallecido hace que la criatura se cree historias negras y lúgubres. Ariadna, con 4 años, nos pidió ir al tanatorio a ver juntos un amigo fallecido. Le vió y no se traumatizó.
La vida no es un cuento rosa en toda su extensión.
Una tormenta luminosa y estridente es una maravilla pero los truenos no son ángeles jugando a bolos.
Un beso, Ester
¡Quécurioso!
Hace tiempo que tengo unaentrada para un libro (de infancia), donde se lee...
Adorábamos la lluvia...
Otra cosa es o que vendría después. si acaso...
Besos!
Ester, estoy de acuerdo contigo:no nos educan para la muerte, a pesar de ser el único hecho seguro e infalible. Creo que el mundo y el ser humano serían diferentes si asumiésemos la muerte como parte de la vida.
Ana, la lluvia trae también recuerdos. No sé si será el cambio climático ;), pero antes, cuando llovía, todo se te teñía de gris. Ahora...
Abrazos a las dos
Te saludo y me lo llevo. Un abrazo.
Un saludo también para ti, Loli
Deberías saber que usar fotos de otras personas incumpliendo con su licencia de uso es ilegal y denunciable:
https://www.flickr.com/photos/29474017@N08/3095881005/
Gracias por el aviso amigo. Creo que en tu Google + hay unas cuantas. Habrá que ir con cuidado ;)
Yo, por si acaso, suprimo la de esta entrada. ¡¡Tus ojos me dan mucho miedo !!
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