jueves, 3 de noviembre de 2011

El mito y la furia (I)

Definir a estas alturas qué es el mito sería tanto como escribir sobre una sábana blanca, en grandes letras negras, la palabra “tontos”, y salir con ella a la plaza a la hora de los vinos. A la vuelta de un minuto se habría dictado el edicto de mi exilio. Sin embargo, a mi no me vendría nada mal recordar un par de cosas al respecto, porque desde que tengo uso de razón tiendo a prescindir de ella cuando, al echar un vistazo a la realidad, siento la necesidad de explicármela.

Quiero decir que para que yo eleve algo o alguien a los altares no hace falta más que mi soberana voluntad y el convencimiento irracional de que la cosa lo merece. Así de arbitraria es mi mirada sobre el mundo. Así soy de proclive a magnificar y a beatificar con la santificación de mis simpatías a personas o colectivos víctimas de injusticias, toda la gama de malditos y malditismos, artistas olvidados, tierras legendarias, guerrilleros traicionados, científicos incomprendidos, muertos precoces, actrices voluptuosas, actores feos, minorías oprimidas, filántropos millonarios… y recuerdos olvidados, tan lejanos, que al evocarlos surgen nuevas realidades que distan mucho de parecerse a lo que de verdad ocurrió.

Es tan veleidoso, subjetivo y quimérico mi juicio ante lo que me rodea que a menudo sufro grandes batacazos. Me doy unas hostias de padre y muy señor mío, de las que casi nunca salgo bien parado y durante un tiempo me sumen en un desencanto irrecuperable, hasta que de repente algo substituye al mito caído, y ya todo vuelve a ser igual de emocionante. Los que me conocen y me quieren me ha llegado a decir, para ver si espabilo, que soy carne de secta.

Recuerdo, por ejemplo, el día en que por primera vez pisé una fábrica. Apenas había estrenado mi mayoría de edad. Me contrataron como peón durante los tres meses de verano y trabajaba en el turno de mañana, de 6 a 2 . La empresa que me contrató producía y vendía pinturas, barnices y disolventes y era una de la media docena de factorías situadas en el entramado urbano del pueblo en el que nací, al norte del cinturón industrial barcelonés. En aquellos años las fábricas todavía señalaban el final y el inicio de los turnos a través de una potente sirena que sonaba igual que la alarma de un bombardeo aéreo, de manera que durante un cuarto de hora, dos veces al día, todo en la ciudad era ruido y trasiego de obreros en las calles.

Aquellos eran tiempos de lucha. El primer gobierno del PSOE puso en marcha una salvaje reconversión industrial y los sindicatos todavía se llamaban así mismos de clase. Yo, por entonces, empezaba acceder a la historia contemporánea sin censuras, de la mano de profesores más o menos rojos, y me había formado cierta conciencia. Auspicié en mi pensamiento la idea de que el proletariado, por el hecho de serlo, era víctima de la patronal, o de lo que entonces empezaba a llamarse del sistema. Por supuesto, un obrero, en compañía de otros, suponía una fuerza imparable, y la solidaridad entre ellos era tal, que un día no demasiado lejano las cadenas de la opresión se romperían y todos unidos caminaríamos abrazados, hombro con hombro, para ver nacer un hombre nuevo.

De modo que la noche antes al primer día en que pisé aquella fábrica no pegué ojo. Iba a ingresar en la Historia con mayúsculas; iba a ser protagonista, junto a otros camaradas, de la lucha por la libertad. Experimentaría el compañerismo sin reservas, la generosidad franca y la amistad imperecedera, hasta la muerte.

Así que cuando el despertador señaló las 5 de la mañana yo ya estaba vestido. Al calzarme el mono azul sentí algo extraño. Envolví en papel de aluminio el bocadillo que mi madre me había preparado y salí a la noche de camino a la fábrica, recordando las palabras que me había dicho mi padre poco antes de acostarme: “No te destaques hijo. Allí, ver, oír y callar; hazme caso, sé de lo que hablo”.

Al llegar encontré en la entrada a unos cuantos trabajadores que apuraban el cigarrillo. Me di cuenta de que sólo yo vestía con aquella ropa. Dije buenos días y nadie me respondió: algún soslayo desdeñoso, mofas indiferentes y risitas enredadas en toses.

Me presenté al portero. Después de consultar una lista me indicó cómo llegar hasta el lugar al que tenía que dirigirme y el nombre de la persona a la que debía de presentarme. Así lo hice. A excepción de las palabras justas con las que acaté las órdenes del encargado, me pasé las ocho horas de mi turno casi sin hablar con nadie. Mi trabajo consistía en vaciar dentro de una tolva miles de botes de pintura defectuosos que se apilaban en una gigantesca plataforma. Tenía que pincharlos con un punzón de hierro, apuñalarlos, y desangrar su contenido de colores en el interior del depósito donde poco a poco crecía el volumen de una sopa espesa, maloliente; un caldo acrílico de verdes, rojos, amarillos, malvas y blancos sumamente tóxico, y en apariencia, extraordinariamente luminoso, de una viveza sicodélica. Hubo un momento en que necesité ayuda para mover la gavia donde lanzaba los botes ya desangrados, pero todo al que se lo pedí esquivó la petición. Finalmente pude hacerlo porque me ayudó otro imberbe.

La jornada completa permitía 20 minutos de descanso para comer el bocadillo y un par de escapadas a los lavabos donde, aprovechando la adicción al tabaco del jefe de producción, la plantilla se escaqueaba para fumar en horas alternas y convenidas. Encerrado dentro de unos de los cubiles dispuestos en línea que contenían los retretes, fumando bajo aquella niebla pestilente de humo y efluvios diversos, pude escuchar en todas y cada una de las jornadas durante aquellos tres meses, conversaciones muy edificantes cuyos contenidos consistían, básicamente, en delaciones y difamaciones sobre trabajos sin hacer o mal ejecutados, halagos, peloteos, insultos, intercambios de turno, sobornos, el fútbol, las tetas de las compañeras, y cosas así. Las puertas de los retretes eran testimonios vivos de esos debates. En ellas se veía dibujado a rotulador un amplio muestrario de genitales conceptistas, y se podían leer, por ejemplo, frases como “Gomez hijoputa” “la Pepi la chupa gratis en el almazen” “Capdevila te voi a meter un pote de aguaras por el culo” “Prats lameculos pelota chivato”, “casiguapo se tira a la madre del Cuenca” “Yepaculs será el teu avi, cabró de merda” “tengo diarrea y guele a chupatintas” etc.

Algo parecido ocurría en los minutos del bocadillo, pero más atenuado, quizá porque nos veíamos las caras sentados a la mesa del comedor, aunque ese lapso de tiempo se invertía, sobre todo, en despotricar de cualquier empleado con alguna cota de poder. No tardé mucho en comprobar que los que ponían más empeño en soliviantarnos con sus chismes eran los mismos que hacían misteriosos apartes con los encargados en los rincones menos transitados de la factoría y, curiosamente, los que ocupaban los puestos menos insalubres o realizaban las tareas más livianas. Después estábamos todos los demás, los pipiolos, y la gran masa de compañeros, trabajando, cumpliendo religiosamente con la hoja de producción del día sin olvidar, ni por un segundo, mantener a buen recaudo las espaldas.

(Continua aquí)

16 comentarios:

J. G. dijo...

Una multinacional en la plaza de les Glories de Barcelona, ahora un Continent, Hispano Olivetti se llamaba, años setenta y tantos y primeros de los ochenta, has retratado a mi padre.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Toda una época que ya ha quedado atrás. Aun así, los trabajadores seguimos en las mismas. Eso permanece: forma parte de uno de mis mitos desmentidos.

Gracias por tus comnetarios J.G.

Joeller18 dijo...

Cuánta razón tenía tu padre...

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Sé porqué lo dices. Porque viendo lo que tiene uno al rededor, quién es el guapo que da la cara por nadie. Además, crecieron con el miedo. Pero nosotros hemos sido incapaces de darle la vuelta a las dos cosas. Quizá sea una pura cuestión natural. Pero yo me pregunto. Si sabemos que hay maneras mejor de ser, de ralacionarnos, de vivir en justicia, ¿por qué no luchamos por ellas? Es una pregunta muy básica, casi primaria, para la que nadie tiene respuesta

Ana Rodríguez Fischer dijo...

Envidi tu energía. Envidio tu atención... y disfruto de lo que (de rebote) me pertenece.... Por empatía y... solidaridad cordial!
Respetuosamntee!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ana. Hay escenas concretas de épocas de mi vida que no se me van a olvidar nunca. A veces incluso dibujo claramente los personajes que las protagonizaron.


El respeto es mutuo y recíproco

ESTER dijo...

En esa época que relacionas, yo estaba allí en tu casa...tú trabajabas y yo estudiaba en la UAB; lo que recuerdo como si lo estuviera viviendo ahora es que, a la hora de almorzar, casi siempre al único que se oía era a tí, enfrascado en anécdotas y quejas sobre la Valentine...Eso sí, a tu padre no se le enfriaban las lentejas en el plato...
Lo que hacía la experiencia...


P.S.: No creo en los mitos.


Un beso, NENA

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Creo que te refieres a otra época posterior, cuando anduve de camionero, también para la misma empresa. Esta que relato se refiere a mi primer trabajo. Tu emntonces tendrías 12 años.

En cuanto a la experiencia... yo diría... lo que hace el poder, porque la experiencia de la explotación, del embrutecimiento y del egoismo nunca debería ser la escusa o el argumento para no hacer nada. Todo lo contrario.

Los mitos me ayudan a tirar para adelante, me motivan,y a menudo me decepcionan.

Abrazos

Joeller18 dijo...

Yo creo que en la pregunta que te haces antes, si que hay respuesta.
Existe la frase: De perdidos al río.
O sea, que por poco o muy poco que se tenga que perder, te agarras a un clavo ardiendo para conservarlo. Y más cuando sabes que si das la cara, te quedarás con el culo al aire. Lamentablemente, es así.
Es tiempo de caracoles aunque se acerquen fiestas navideñas.
Un abrazo.

Carlos dijo...

Joder, has radiografiado ese mito de forma magistral. Hemos heredado esa forma miserable y cabizbaja de ver la vida, donde sólo nos cabe agradecer nuestra buena suerte.
Un abrazo Hablador.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Joeller, en lo que podamos, nos escapamos un día y nos ponemos tibios. Un abrazo

Carlos, así es. Así nos educan, con el concepto de la dignidad del trabajo y de la presunta heroicidad de quienes montan una empresa para enriquecerse a costa del trabajo de los demás. Ahora les llaman emprendedores...
Abrazos Carlos

juan de mairena dijo...

O sea, que los que somos más viejos no vemos nada nuevo bajo el sol...Bueno, yo empecé en la lid prelaboral y laboral en el tardofranquismo y aún conocí la solidaridad y cierta ayuda mutua, aunque en las fábricas o en general en los centros de trabajo siempre ha habido de todo. Cuando todo el mundo era más humilde, más sensible a la explotación y estaba menos colgado de hipotecas y crédito del coche.

Me gusta tu relato de experiencia de momento. Salud.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Pues si "maestro". Hubo un tiempo de ilusión y un tiempo para la solidaridad, pero pronto de esfumó. Nos compraron por un plato de lentejas.

Me alegro de que te guste de momento. Si después deja de gustarte seguiré siendo fiel a tus enseñanzas e intentaré mejorar.
Saludos afectuososos y bienvenido

Anónimo dijo...

¡Ay, Galván, Galván, hijo nieto de Galvanes!!!! Te comento arriba.

Juan Manuel González Lianes dijo...

Lo más sorprendente de todo, es que ese ambiente que dibujas, y que yo, como tú, también conocí de primera mano, me lo he vuelto a encontrar fuera de la fábrica en un ambiente tan distinto como puede ser un instituto de secundaria, lo cual me demuestra que no se trata tanto de un defecto de clase, sino de un defecto propiamente humano. Ambiente en el que los progres han defendido y defienden posturas que luego incumplen con su comportamiento mezquino. Magnífico tu acercamiento a ese mundo. Me ha recordado el pasado y me ha revuelto otra vez las tripas.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Estoy totalmente de acuerdo contigo Juan Manuel. Se trata, al fin y al cabo, de cómo somos; no de cuándo ni de dónde

En cuanto a los progres, pues eso, hoy es un ejemplo (el eujemplo) de qué nos puede traer el alejamiento de la realidad y de las necesidades reales de la gente corriente
Un saludo afectuoso
PD