lunes, 20 de julio de 2015

Sinestesia (2)



Mi voz es hueca, lo tengo comprobado. Siempre  que mis palabras quedan registradas  dentro de  algún artilugio y tengo la oportunidad  de escucharme, me llega un sonido plateado parecido a la tonalidad metálica que lucían en sus acabados aquellos antiguos amplificadores de alta fidelidad por los que lampábamos los adolescentes de la clase obrera.

Sin embargo, o quizá precisamente por eso, el  color del sonido que surge de mis cuerdas vocales al vibrar, y que le confiere toda  su personalidad,  es metálico pero  quincallero, manufacturado con  la materia con la que se fabrican los útiles de cocina pobre,  de tal manera que mi voz se escucha  como si se encontrase aprisionada en un cilindro, o  en un cazo de servir sopa. Debe ser esa la razón por la que  su  resultado suele ser  un batiburrillo de fonemas cóncavos y  grisáceos que, encadenados, finalmente  construyen  frases hundidas, surgidas -en apariencia- del fondo de un pozo, donde manan, se aúnan y se agitan  el agua oscura y los ecos fríos. 

De todos modos, para ser sincero, en muy pocas ocasiones alguien tiene el interés de grabar lo que yo digo. Y a veces pienso que hacen bien, pues suelo desdecirme de mis opiniones  al día siguiente de expresarlas con toda la vehemencia de la que soy capaz, para declarar después, con toda contundencia y credibilidad, justamente las contrarias.

Así es que, por lo que a mí respecta, muy pocos saben a qué atenerse, y ese debe ser el motivo gracias al cual, ni conocidos ni desconocidos quieren perder su tiempo en registrar la emisión contradictoria de mis sonidos.

Sin embargo diré que jamás hablo para ordenar, pocas veces para insultar y -es verdad, lo reconozco- a menudo lo hago  para emitir juicios, opiniones  o iniciar y desarrollar hasta más allá del límite humano una controversia.  A pesar de mi afición hacia el debate apasionado,  tengo que decir que he practicado muy poco  la voz imperativa; la pintaría  intuitivamente, apenas esbozada, como  una sombra al carbón trazada con el bies de la punta del lapicero, muy, muy fácil de borrar, difuminada y eliminada para siempre  gracias al frote  leve sobre el  papel  de la añorada goma Milan.  

Eso sí: cuando emito juicios y opiniones en el intervalo más caliente de las polémicas,  mi verbo es encarnado. Entonces adquiere la máxima expresión de la  ridiculez, porque  mi parlamento se tiñe por completo de la oquedad  plomiza de la que hablaba al principio y mucho me temo que mis razones y mis sinrazones brotan en esos momentos  igual que surge en una cocina el súbito e inesperado estrépito de cacharros de hojalata chocando contra el suelo.

La consecuencia  de tal alboroto es doble. Hay quienes abren mucho los ojos, asombrados quizá ante el espectáculo que ofrezco, y hay quienes, muy discretamente, optan por retirarse del fragor de mis razones con la excusa de fumar un cigarrillo o de aliviar sus  esfínteres y vejigas, o de ambas cosas -sucesivamente  o al mismo tiempo- protegiendo  así, gracias a esa eficacísima mixtura aromática, sus oídos y sus mentes. 

Pocas veces insulto. Yo diría que insulto en la intimidad, hacia dentro, hacia mí mismo, cuando conduzco, por ejemplo, o cuando leo un periódico, o escucho un telenoticias. Mis insultos son como ventosidades después de un atracón, el efluvio que resulta de la flatulencia producida por una digestión pesada y que uno procura emitir extramuros, estentóreamente pero en privado. Nadie tiene porqué saber que uno es humano y que hace lo que todo el mundo hace.

Además, en mi opinión,  el  olor de un insulto pertenece al ámbito de lo individual, de lo privado.  Lo que al destinatario de mis improperios  podría parecerle  un miasma fétido, a mí me  resulta una fragancia muy próxima, reconocida como parte de mi propio ser  en su misma hediondez. De hecho, son palabras que salen de muy adentro, producto del proceso biológico  y visceral por antonomasia. Quizá por eso los estadios de fútbol no huelen mal, porque allí el insulto es insustancial, simple, primario; surge de una frustración rudimentaria, pesa menos que el aire, y se eleva instantáneamente hasta diluirse entre al fragor urbano más allá de las gradas.

Me pregunto a qué huele una manifestación. Ni si quiera se me ha ocurrido pensar si insultamos lo suficiente  en una manifestación. Habría que ir bien comidos a una manifestación, ahítos de legumbre (el alimento del pueblo) y compartir allí con nuestros semejantes  los improperios más aromáticamente  hirientes de que fuésemos capaces; transformar un eslogan ingenioso o una reivindicación educada  en una  arma letal biológica con la que corromper los oídos de quienes, en apariencia, nunca insultan, porque sus pedos se deslizan silenciosos, viscosos, suavemente hacia las alcantarillas, que es el lugar  donde el poder cuece sus potajes. 

Yo ya he hablado de mi voz. En una próxima entrega  me encargaré de las ajenas.

8 comentarios:

ESTER dijo...

Nunca he ido a una manifestación. En primer lugar porque no he tenido oportunidad y en segundo, debido a mi situación física. Alguna vez lo he pensado: ¿Cómo sería una manifestación de silla de ruedas?, o de scooters? Sin carteles, sin propaganda, solo con altavoces, muchos altavoces.
Los improperios se podrían quedar pegados al culo de la silla o mezclarse entre ellos en el sonido de los altavoces.

Ester

Ana Rodríguez Fischer dijo...

Conmovida por la imagen que arrastra tantos recuerdos infantiles... Machado se quedó corto al expresar el tedio de un patio de colegio. Nosotros, la menos, teníamos la salvación del gusto... y cierto erotismo soterrado, en ese relamer la goma Milán.
Pero al mismo tiempo...
Gracias por tu voz!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ester, las manifestaciones son desahogos sociales permitidos y amortizados. Es verdad que en los paises en los que no están permitidas, participar en ellas es una heroicidad, porque quien se manifiesta se juega es la prisión, la tortura, y muchas veces la vida. Yo he asistido a algunas y te aseguro que lo que uno siente después es una inconsolable sensación de frustración e impotencia por muy numerosa que ésta haya sido. Recuerdo una de las más multitudinarias, la que congregó cerca de un millón de personas en Barcelona contra la Guerra de Irak...

Sin emabrgo, creo que la manifestación que imaginas sería muy, muy eficaz. La imagen de cientos o miles de discapacitados sobre sus sillas de ruedas reclamando atenciones y derechos en el centro de una gran ciudad sería demoledora para quienes anteponen otras prioridades de gobierno.

¡Salud!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ana, yo nunca entendí de niño por qué a ese sabor magnífico de la goma MILAN (nata) le llamámabos precisamente nata, porque a nata no sabía. De hecho todavía sigo sin entenderlo. Ahora ese sabor es el de la memoria. Yo también observo la imagen que he colocado en esta entrada y parece que me llegue su aroma, y el olor del aula, a tiza y viruta de lapicero.
Gracias a tí por estar siempre por aquí
¡Salud!

Babe dijo...

Me gusta tu voz. Por otra parte no estoy muy de acuerdo con que el insulto deba ser privado, creo que sale como una necesidad de que sea escuchado, insultar en soledad no le veo sentido.
Un abrazo, :)

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Babe, es que yo suelo insultar hacia dentro. Emito insultos tántricos ;)
No, en serio; lo que quiero decir es que más nos valdría optimizar un poco la mala baba y colectivizar el insulto cuando de verdad sea necesario, para que se escuche nuestro enfado y nuestra voz, alta y clara, porque nos han llegado a convencer de que la protesta debe ser educada y civilizada, incluso festiva.
El insulto, cuando no es colectivo, es intrascendente, una pérdida de energía que no lleva a nada.
Abrazos agradecidos, Babe

Ana Rodríguez Fischer dijo...

Yo tampoco entendía por qué le llamaban nata... pero entonces no me preocupaban las palabras (o la lógica semántica). Tampoco ahora, la verdad. El caso es que las reminiscencias... Besos!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Así es.
De hecho, lo que ocurría es que uno acababa preguntando por qué la nata pastelera no tenía el sabor de la goma MILAN ;)