Nada más abrir la puerta, una ráfaga
de aire caliente nos abofeteó. Al ver a la mujer ante nosotros y al oír su voz fracturada clamando, gritando, solicitándonos
el auxilio de un milagro
improbable, con una desesperación que yo jamás había visto en
nadie, casi llegué a pensar que el calor y el ímpetu de la corriente que nos
golpeó en la cara se gestaba desde sus entrañas y se convertía en viento gracias a su clamor.
No hacía mucho tiempo, una carta le comunicaba a mamá la muerte de un primo, y recuerdo perfectamente cada una de las expresiones y de los gestos de abatimiento y sumo dolor que la poseyeron durante los primeros instantes. Lo que entonces estaba viendo no tenía nada que ver con aquel momento, porque nuestra vecina de toda la vida parecía haber perdido el dominio de las manos, pues se agarraban del cabello y se aferraban a él con histeria, como si fuesen garfios del demonio, como si hubiesen recibido la orden diabólica de arrancar a tirones el cuero cabelludo, mechón a mechón. Además, la señora pataleaba continuamente y los pisotones, aun amortiguados por la goma de las zapatillas, retumbaban sobre el suelo del rellano en un temblor que se propagaba por toda la escalera, formando un inquietante alboroto tétrico.
La tragedia había cubierto con un velo de horror la madurez avanzada de aquella mujer, y la había tomado por completo, hasta convertirla en una criatura arrebatada, sometida a los caprichos de una crueldad inflexible. Todo el cuerpo era una mueca desencajada, un espasmo continuo producido por su red nerviosa, al arbitrio de los dominios de la fatalidad. Asistir de manera tan próxima a toda aquel acontecimiento y ver durante segundos interminables el aspaviento desgarrador de una boca abierta, descompuesta, inusitadamente desfigurada en sollozos y gemidos, o ser testigo de los intentos vanos de la pobre vecina por pronunciar palabras que de tan sonoras que se pretendían, acababan en aire sordo y saliva ahogada, me producía un desasosiego y una angustia que me paralizó por completo.
-¡¿Pero qué pasa, qué es lo que le pasa?!- le preguntaba mi madre sobresaltada, mientras intentaba cogerla de los hombros y tranquilizarla.
Yo permanecía bajo el dintel, clavado, como si fuese tonto, todavía con el pomo de la puerta entre las manos, sin saber qué hacer, o qué decir. Solamente tuve lucidez para apercibirme de que ‘The Wall’ seguía sonando en mi habitación, a todo volumen, y que las melodías de las canciones se colaban a través del pasillo, ascendían uno a uno los ocho escalones del recibidor y se deslizaban hasta la escena, formando parte de ella como una banda sonora anacrónica, como un telón de fondo desplegado a destiempo, en el acto equivocado y en el momento menos oportuno.
Ante los sonidos del tumulto se produjo inevitablemente la alarma en todo el edifico y en seguida acudieron más vecinos. Lo único que podíamos entender de todo lo que intentaba expresar la vecina era un hilo roto de voz que decía, a intervalos “¡Se me muere, se me muere!”, al tiempo que giraba todo su cuerpo para indicarnos el interior de su vivienda. En ese momento mamá aprovechó, se volvió hacia mí y acompañando sus palabras enfadadas con un gesto de reproche me ordenó disimuladamente, en medio segundo, que corriese a “quitar eso”.
Y así lo hice. Una vez en el cuarto, mientras levantaba el brazo de la aguja y desconectaba el compacto, me tentó la idea de cerrar la puerta, parapetarme y olvidarme de todo aquello, esconderme como un cobarde, negar el futuro desenlace del infortunio y a la vez negarme a mí mismo la posibilidad de presenciar y experimentar -y quien sabía si también participar- por vez primera un suceso tan descarnado y rotundamente funesto como lo que estaba teniendo lugar a las puertas de mi propia casa. Notaba que se me había revuelto el estómago y el cuerpo se rebelaba a través de los reflejos gastrointestinales del miedo, pero cuando ni siquiera había finalizado mi reflexión y ya había decidido meterme en el cuarto de baño, escuché de nuevo la voz de mamá llamándome a gritos, con un tono de urgencia como nunca lo había hecho.
Acudí raudo y al llegar nuevamente al rellano, una comitiva de tres o cuatro vecinos entraba en casa de la infortunada detrás de ella, a quien pude adivinar al fondo del pasillo levantando inútilmente los brazos, con sus dos manojos de dedos artríticos, en un gesto consternado, desafiante, o de clemencia dirigido al cielo.
-¡Corre, hijo, corre, ve corriendo al ambulatorio, lo más rápido que puedas, y diles que un hombre se está muriendo, aquí, que envíen un médico, o una ambulancia, y que hagan algo rápido, por el amor de Dios!.
-Pero mamá. ¿No será mejor llamar por teléfono?.
-¡No lo cogen, no lo cogen!.¡ Comunica todo el tiempo!.¡Apúrate y vuela, hijo, que se muere!.
Sin apenas haber terminado de pronunciar el último verbo, mamá ya me empujaba de los hombros, y antes de que pudiese salir escaleras abajo hacia mi momento heroico, noté su mano leve en la nuca, que traduje como si me hubiese dicho “Si no fuese necesario no te lo hubiese pedido, pero confiamos en ti, rey mío, eres la única esperanza, sé que harás lo posible, eres un buen chico, y estoy orgullosa de ti”.
De modo que corrí y corrí, todo lo rápido que me fue posible, con toda la energía de que era capaz, levantando como podía en cada zancada mis pesadas botas camperas. Atravesé calles, crucé sin mirar, detuve automóviles con temeridad y contravine todas las reglas peatonales. Algunos conocidos me preguntaban sorprendidos que a dónde iba con esas prisas, pero yo ni siquiera les respondía. Una vida dependía de mí; un segundo podía marcar la frontera entre la podredumbre de un ataúd y una nueva oportunidad.
Desde casa de mis padres al ambulatorio habrá una distancia de un quilómetro, más o menos. Yo creo que aquel día, si yo hubiese vestido con ropa deportiva y alguien me hubiese cronometrado, habría cambiado mi futuro. Pero el futuro que estaba en juego no era el mío, o quizá sí.
Al llegar me dirigí al mostrador y me coloqué el primero, después de haberme deshecho a empujones de la cola de ancianos que esperaban pacientes y pacíficos su turno. El funcionario no daba crédito. Se quedó pasmado viendo a los viejos tambalearse como bolos, al tiempo que me amenazaban y me insultaban a gritos, agitando los brazos temblones en gestos impotentes de rabia.
Para intentar calmarles, el celador me conminó con tono riguroso a retroceder detrás del último en la fila y a aguardar a que llegase mi turno. Yo, que todavía no había recuperado el resuello, le tartajeé que se moría, que un hombre se moría en mi casa, que viniese un médico, que viniese alguien para salvarle, que llamasen a una ambulancia, que hiciesen algo. Quise decirle que la muerte nunca había entrado allí, en el lugar donde yo nací; que aquella escalera únicamente había sido habitada por vivos; que ni siquiera los fantasmas, los espíritus o las almas nómadas de antaño se atrevían a entrar, porque se iban encontrar solas. Y que, por favor, que no dejasen que ocurriese, que si aquel hombre se moría, entonces ya nada sería igual porque la puerta que hasta ahora había detenido al destino quedaría franca , y a partir de aquel día actuaría sin que nadie lo pudiese remediar.
Pero nada de eso le dije. El tipo me pidió que me calmase, me preguntó los detalles de lo que ocurría, le di la dirección y después de coger el auricular del teléfono, que descansaba sobre el mostrador, y de pulsar una de las dos plaquitas sobre las que en realidad debería estar, dijo:
-Doctor Benedito, una emergencia, parece un infarto. Es en la Calle de la Vía, ocho. Sí, ahora mismo doy aviso a la ambulancia. Gracias- Y volvió a dejar el auricular sobre el mostrador.
Finalmente, antes de salir de nuevo corriendo hacia casa, me informó, con suficiencia indolente, de que todo el protocolo de emergencias a domicilio se había activado, y me ordenó que me marchase, sin mirarme, como si en realidad se dirigiese al primer jubilado que esperaba en la cola inmediatamente detrás de mí.
8 comentarios:
!Qué responsabilidad! La vida de un hombre en manos de la capacidad atlética de un joven. Pero por lo que veo, nadie agradeció el gesto.
Un beso, Ester
Bueno...todavía no se ha terminado. Entre otras cosas, tengo que decidir si finalmente habrá muerto o no habrá muerto. Parezco Dios
Besos
La escena de la gestión administrativa es de pasmosa actualidad. A ver qué desenlace nos preparas. Abrazos!
Creo que va a haber muerto...el primer muerto en la vida de Adan
Malísimo. Cuidado con la Fisher que a mi ya me jodió la vida.
Enrique Rubio
Qué le vamos a hacer,Enrique. Entre tanto genio incomprendido, yo pongo mi granito de mediocridad, para que haya de todo, ya sabes: biodiversidad cultural.
En cuanto a Ana, te pido que si te pasas otra vez por aquí guardes un poco de respeto tanto a ella como a todos los que siguen este blog, semana a semana, fiel y pacientemente, sin tener ninguna necesidad de hacerlo.
Creo que formar de un jurado que te premió no es precisamente joderte la vida ¿no?
Por lo demás, exprésate sin tapujos sobre lo que escribo. Te aseguro que prefiero esa rotundidad de criterio al peloteo empalagoso, y si me pauras, al halago sin más.
(En casi 6 años que tiene este blog solamente he censurado un comentario. Lo volveré a hacer en el caso de que alguien le falte a alguno de mis huéspedes, por hospitalidad y sincero agradecimiento. Qué menos)
Por cierto, Enrique, he visitado tu blog y no se puede escribir comentarios (¡¡??)
Otrosí
Sobre Enrique Rubio
"Brilla su pulso narrativo, su ingenio verbal y su cáustico retrato del mundo actual". (Ignacio Vidal Folch, Ana Rodríguez Fisher y Joan Riambau)
(de tu propio blog)
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