jueves, 12 de julio de 2012

El mito y la furia (XXIII)

(Viene de aquí)

Nada más  abrir la puerta, una ráfaga de  aire caliente nos  abofeteó. Al ver a la mujer ante nosotros  y al oír su voz fracturada clamando, gritando, solicitándonos el auxilio de un milagro improbable,  con una  desesperación que yo jamás había visto en nadie, casi llegué a pensar que el calor y el ímpetu de la corriente que nos golpeó en la cara se gestaba  desde sus entrañas y se convertía en viento gracias a  su clamor.

No hacía mucho tiempo, una carta le comunicaba a mamá la muerte de un primo, y recuerdo perfectamente cada una de las expresiones y de los gestos de abatimiento y sumo dolor que  la poseyeron durante los primeros instantes. Lo que entonces estaba viendo no tenía nada que ver con aquel momento, porque  nuestra  vecina de toda la vida parecía haber perdido el dominio de las manos, pues  se agarraban del cabello y se aferraban a él con histeria, como si fuesen garfios del demonio, como si hubiesen recibido la orden diabólica  de arrancar a tirones el cuero cabelludo, mechón a mechón. Además,  la señora pataleaba continuamente y los pisotones, aun amortiguados por la goma de las zapatillas, retumbaban sobre el suelo del rellano en un  temblor  que se propagaba por toda la escalera,  formando  un inquietante alboroto  tétrico.

La tragedia  había cubierto con un velo  de horror la madurez avanzada  de aquella mujer, y la había tomado por completo, hasta convertirla en una criatura arrebatada,  sometida a los caprichos de una  crueldad inflexible. Todo el cuerpo era una mueca desencajada,  un espasmo continuo producido por  su red nerviosa, al arbitrio de los dominios de la fatalidad. Asistir de manera tan próxima a toda aquel acontecimiento y  ver durante segundos interminables el aspaviento desgarrador de una  boca abierta, descompuesta, inusitadamente desfigurada  en sollozos y gemidos, o ser testigo de los intentos vanos de la pobre vecina  por pronunciar palabras que de tan sonoras que se pretendían, acababan en aire sordo y saliva ahogada,  me producía un desasosiego y una angustia que me paralizó por completo.

-¡¿Pero qué pasa, qué es lo que le pasa?!- le preguntaba mi madre sobresaltada, mientras intentaba cogerla  de los hombros y tranquilizarla.

Yo permanecía bajo el dintel, clavado, como si fuese  tonto,  todavía con el pomo de la puerta entre las manos, sin saber qué hacer, o qué decir.  Solamente tuve  lucidez para  apercibirme  de que ‘The Wall’ seguía sonando en mi habitación, a todo volumen, y que las melodías de las canciones se colaban a través del pasillo, ascendían uno a uno los ocho escalones del recibidor y se deslizaban  hasta la escena, formando parte de ella como una banda sonora anacrónica, como un telón de fondo desplegado a destiempo, en el acto equivocado  y en el momento menos oportuno.

Ante  los sonidos del tumulto se produjo inevitablemente la alarma en todo el edifico y  en seguida acudieron más vecinos.  Lo único que podíamos entender de todo lo que intentaba expresar la vecina  era un hilo roto de voz que decía, a intervalos “¡Se me muere, se me muere!”, al tiempo que giraba todo su cuerpo para indicarnos el interior de su vivienda. En ese momento  mamá aprovechó, se volvió hacia mí y acompañando sus palabras enfadadas  con un gesto de reproche me ordenó disimuladamente, en medio segundo,  que corriese a “quitar eso”.

Y así lo hice. Una vez en el cuarto, mientras levantaba el brazo de la aguja y desconectaba el compacto, me tentó la idea de cerrar la puerta, parapetarme  y olvidarme de todo aquello, esconderme como un cobarde, negar el  futuro desenlace del infortunio  y a la vez negarme a mí mismo la posibilidad de presenciar y experimentar -y quien sabía si también  participar- por vez primera  un suceso tan descarnado y rotundamente funesto como lo que estaba teniendo lugar a las puertas de mi propia casa.  Notaba que se  me había revuelto el estómago y el cuerpo se rebelaba a través de   los  reflejos gastrointestinales del miedo, pero cuando ni siquiera había finalizado mi reflexión  y  ya había decidido meterme en el cuarto de baño, escuché de nuevo la voz de mamá llamándome a  gritos, con un tono de urgencia  como nunca lo había hecho.

Acudí raudo y al llegar nuevamente al rellano, una comitiva de tres o cuatro vecinos entraba en casa de la infortunada detrás de ella,  a quien pude adivinar al fondo del pasillo levantando inútilmente  los brazos, con sus dos manojos de dedos artríticos, en un gesto consternado, desafiante,  o de clemencia dirigido  al cielo.

-¡Corre, hijo, corre, ve corriendo al ambulatorio, lo más rápido que puedas, y diles que un hombre se está muriendo, aquí, que envíen un médico, o una ambulancia, y que hagan algo rápido, por el amor de Dios!.

-Pero mamá. ¿No será mejor llamar por teléfono?.

-¡No lo cogen, no lo cogen!.¡ Comunica todo el tiempo!.¡Apúrate y vuela,  hijo,  que se muere!.

Sin apenas haber terminado de pronunciar el último verbo, mamá ya me empujaba de los hombros, y antes de que pudiese salir escaleras abajo  hacia mi momento heroico, noté su mano leve en la nuca, que  traduje como si me hubiese dicho  “Si no fuese necesario no te lo hubiese pedido, pero confiamos en ti, rey mío,  eres la única esperanza, sé que harás lo posible, eres un buen chico, y estoy orgullosa de ti”.

De modo que corrí y corrí, todo lo rápido que me fue posible, con toda la energía de que era capaz, levantando como podía en  cada zancada mis pesadas botas camperas. Atravesé calles, crucé sin mirar, detuve  automóviles con temeridad  y contravine todas las reglas peatonales. Algunos conocidos me preguntaban sorprendidos que a dónde iba con esas prisas, pero yo ni siquiera les respondía. Una vida dependía de mí; un segundo podía marcar la frontera entre la podredumbre de un ataúd y una nueva oportunidad.

Desde casa de mis padres  al ambulatorio habrá una distancia de un quilómetro, más o menos. Yo creo que  aquel día, si  yo hubiese vestido con ropa deportiva y alguien me hubiese cronometrado, habría  cambiado mi futuro. Pero el futuro que estaba en juego no era el mío, o quizá sí.

Al llegar me dirigí al mostrador y me coloqué el primero, después de haberme deshecho a empujones  de la cola de ancianos que esperaban pacientes y pacíficos su turno.   El funcionario no daba crédito. Se quedó pasmado viendo a  los viejos  tambalearse  como bolos,  al tiempo que me amenazaban y me insultaban a gritos, agitando  los brazos temblones  en gestos impotentes de rabia.

Para intentar calmarles, el celador me conminó con tono riguroso a retroceder  detrás del último en la fila y a aguardar a que llegase mi turno. Yo, que todavía no había recuperado el resuello, le tartajeé  que se moría, que un hombre se moría en mi casa, que viniese un médico, que viniese alguien para salvarle, que llamasen a una ambulancia, que hiciesen algo. Quise decirle que la muerte nunca había entrado allí, en el lugar donde yo nací; que aquella escalera únicamente había sido habitada por vivos; que ni siquiera los fantasmas, los espíritus o las almas nómadas  de antaño se atrevían a entrar, porque se iban encontrar solas. Y que, por favor, que no dejasen que ocurriese, que si aquel hombre se moría, entonces ya nada sería igual porque  la puerta que hasta ahora  había detenido  al  destino  quedaría franca , y a partir de aquel día actuaría sin que nadie  lo pudiese remediar.

Pero  nada de eso le dije. El tipo  me pidió que me calmase, me preguntó los detalles de lo que ocurría, le di la dirección y después de coger el auricular del teléfono, que descansaba sobre   el mostrador, y de pulsar una de las dos plaquitas sobre las que en realidad debería estar, dijo:

-Doctor Benedito, una emergencia, parece un infarto. Es en la Calle de la Vía, ocho. Sí, ahora mismo doy aviso a la ambulancia. Gracias- Y volvió a dejar el auricular sobre el mostrador.

Finalmente, antes de salir de nuevo corriendo hacia casa, me informó, con suficiencia indolente, de que todo el protocolo de emergencias a domicilio se había activado, y me ordenó que me marchase, sin mirarme, como si en realidad se  dirigiese al primer jubilado que esperaba en la cola inmediatamente detrás de mí.

8 comentarios:

ESTER dijo...

!Qué responsabilidad! La vida de un hombre en manos de la capacidad atlética de un joven. Pero por lo que veo, nadie agradeció el gesto.

Un beso, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Bueno...todavía no se ha terminado. Entre otras cosas, tengo que decidir si finalmente habrá muerto o no habrá muerto. Parezco Dios
Besos

Ana Rodríguez Fischer dijo...

La escena de la gestión administrativa es de pasmosa actualidad. A ver qué desenlace nos preparas. Abrazos!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Creo que va a haber muerto...el primer muerto en la vida de Adan

Anónimo dijo...

Malísimo. Cuidado con la Fisher que a mi ya me jodió la vida.

Enrique Rubio

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Qué le vamos a hacer,Enrique. Entre tanto genio incomprendido, yo pongo mi granito de mediocridad, para que haya de todo, ya sabes: biodiversidad cultural.

En cuanto a Ana, te pido que si te pasas otra vez por aquí guardes un poco de respeto tanto a ella como a todos los que siguen este blog, semana a semana, fiel y pacientemente, sin tener ninguna necesidad de hacerlo.

Creo que formar de un jurado que te premió no es precisamente joderte la vida ¿no?

Por lo demás, exprésate sin tapujos sobre lo que escribo. Te aseguro que prefiero esa rotundidad de criterio al peloteo empalagoso, y si me pauras, al halago sin más.

(En casi 6 años que tiene este blog solamente he censurado un comentario. Lo volveré a hacer en el caso de que alguien le falte a alguno de mis huéspedes, por hospitalidad y sincero agradecimiento. Qué menos)

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Por cierto, Enrique, he visitado tu blog y no se puede escribir comentarios (¡¡??)

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Otrosí

Sobre Enrique Rubio

"Brilla su pulso narrativo, su ingenio verbal y su cáustico retrato del mundo actual". (Ignacio Vidal Folch, Ana Rodríguez Fisher y Joan Riambau)

(de tu propio blog)