(Viene de aquí)
Hay
días que pienso que el
único trabajo que he desempeñado en mi vida, la única ocupación remunerada que de verdad ha valido la pena,
o que me ha aportado algo como persona y que me haya hecho crecer como ser humano fue la
primera porque, gracias a los tres meses transcurridos en aquella fábrica de pinturas cancerosas en la que fui a caer cuando apenas me afeitaba, entendí a la perfección que la conciencia de clase, la solidaridad obrera y el compañerismo
proletario consistían en medrar o en salvar el culo aun a costa de joder a otro. Creo
que sobre ese mito ya he hablado.
Lo segundo que saqué en claro fue el dinero que me dieron, con el que pude comprarme mi primer equipo estereofónico. Nunca, en ninguno de los trabajos por los que me he prostituido a lo largo de mi vida, le he encontrado tanto sentido a invertir tres cuartas partes del día en provecho del ocio ajeno como cuando, poco después de firmar el finiquito, me dirigí a una tienda de electrodomésticos y me hice con un estupendo equipo compacto con sus dos bafles capaces de emitir una potencia de sonido de 80 watios por canal, y todo de la marca Werner. La hostia. (Los bafles aun los conservo. Mejor dicho: los conservaba. Mi hijo escuchó su primera música con ellos y ahora los disfrutará Maruja, pero en formato digital, una sucesión de ceros y unos sin ninguna personalidad.)
Papá trabajaba, yo no disponía de coche y recuerdo que tuve que hacer tres viajes desde la tienda a casa y desde casa a la tienda, paseando mis trofeos por la calle mayor, deseando cruzarme con algún conocido que me preguntase qué es lo que llevaba en las manos. Al llegar con el último altavoz me dispuse a organizar el montaje y con la impaciencia y los nervios no acertaba a abrir la caja. Además, después de colocar el aparato encima de la mesa, cuando trataba de conectar cada dispositivo en el lugar correcto, me invadía una sensación de fatalidad irracional que no podía sacarme de encima porque mientras sudaba la gota gorda con los cables, los jacs y los enchufes, me obsesionó la certeza de que no funcionaría, de que algo estaría roto, de que aquel momento único en el que sonaría en mi habitación, por primera vez, en toda su potencia, amplitud y naturaleza una guitarra, una batería, un bajo, y una voz rasgada de rock and roll registrados en un disco que yo había comprado, no podía ser tan perfecto y habría algo defectuoso, no me devolverían el dinero, me acusarían de mal uso y me quedaría si equipo estéreo, o bien ocurriría cualquier otra fatalidad que lo echaría todo a perder.
Pero la tecnología y el destino fueron clementes conmigo y en el atardecer de aquel verano la aguja del giradiscos se posó lenta y precisa sobre el surco de vinilo y de los altavoces surgieron los primeros sonidos musicales que pude escuchar en soledad, en la estrecha soberanía de mi espacio, tan solo acompañado por el rumor estrepitoso del tren TALGO que justo en aquel instante atravesaba la ciudad como una exhalación en dirección a París. No reconocí ni quise recordar jamás que aquel momento único y los sucesivos que viviría encerrado en mi cuarto los pude disfrutar gracias al dinero que gané envasando, respirando y casi comiendo esmalte apestoso durante 90 días de mi adolescencia.
La semana siguiente la dediqué exclusivamente a comprar discos y a escucharlos. Solamente salía de mi cuarto a la hora de la comida y de la cena. Por la mañana desayunaba, me calzaba mis botas, bien engrasadas, y me apresuraba hacia la tienda a comprar un par de elepés y algún supercuarentaycinco revoluciones. Para antes de las doce ya estaba otra vez encerrado en la habitación.
Aquel día, el día que vi a mi primer muerto, habían pasado tan solo unas horas desde que conseguí, por fin, disponer de la propiedad intransferible del doble long play de la banda inglesa Pink Floyd titulado 'The Wall', un disco mítico del que nunca creí que pudiese llegar a ser mío. No sabía si estaba emocionado por poder escucharlo cuando me diese la gana o debido al mero hecho de poseerlo. Tanto era así que sopesé seriamente la idea de acudir a un notario para escriturarlo. Como no había tiempo que perder, corrí a casa para poder percibir en toda su fuerza el sonido del helicóptero, la contundencia característica de los famosos golpes de martillo pilón sobre los ladrillos del muro, la voz de Roger Waters, el coro de niños proclamando algo parecido a una revolución, y toda la banda dando rienda suelta a la totalidad de la composición.
El tema principal del doble disco, el más conocido, avanzaba, crecía, y se desarrollaba como una criatura, como si cada acorde que sonase realimentase la canción. La melodía, las armonías, los calculados efectos sonoros del sintetizador, las cadencias sugerentes, y todo ese conjunto de recursos musicales sometían la obra a un extraño proceso energético que me hipnotizaba y que, en lo más álgido, en el clímax de la unión inteligente de cada uno de los sonidos surgidos de cada uno de los instrumentos parecía absorberme hasta acogerme en el epicentro mismo de la canción, como si me deslizase dentro de una gran flor desde el estigma hacia el ovario, y no precisamente para aceptar la invitación a la rebelión que contiene la letra, sino con el objetivo, quizá, de revelarme las claves a través de las cuales uno puede llegar a experimentar que no es de este mundo, a conocer algunos de los misterios de la existencia.
He escuchado muchas más veces ese disco, y en ningún otro momento, incluso fumado, he conseguido repetir esa sensación de experiencia mística, de trascendencia, de acoger tanto espiritualmente como en el ángulo más superficial de mi ser, la certidumbre de acceso a otra dimensión, a otro lugar del tiempo en donde la realidad cotidiana es falsa y las verdades, sus significados y las palabras que las nombran no se pueden tocar, ni modificar, ni manipular, porque si así fuese dejarían de serlo.
Por eso, al segundo día de posesión de 'The Wall', nada más levantarme y de cumplir con toda la rutina matutina, me apresuré a desenfundar el disco. Lo limpié cuidadosamente y después, en un gesto casi sacerdotal, lo deposité sobre el plato, meticulosamente, apenas sosteniéndolo levemente entre los corazones. A continuación levanté el brazo de la aguja, me incliné como si hiciese una reverencia y la posé con celo extremo para que flotase sobre el borde del círculo negro, en el mar espiral de surcos, con la finalidad y con la esperanza de que, una vez más, tuviese lugar el prodigio.
Y ocurrió que, pocos segundos después de que, entre ruidos de cristales rotos, golpes, y martillos, mientras el coro de voces infantiles reniega del maestro con su estribillo (y del colegio, y de la alienante sociedad, malvada y perversa), justo entonces alguien empezó a aporrear la puerta de casa con inusual estridencia, con una urgencia y una violencia propia de un estado de excepción. Aquellos golpes no podían traer nada bueno, porque además se acompañaban de gritos desesperados, gritos ahogados que parecían de auxilio y que, al mismo tiempo, expresaban la impotencia y el terror resignado ante el advenimiento de una tragedia infalible.
Mamá y yo coincidimos al mismo tiempo en la puerta. Fui yo quien se decidió a abrir mientras mamá, sumamente nerviosa y alarmada, preguntaba a gritos “¡¿Pero quién es?! ¡¿Qué es lo que pasa?!”
2 comentarios:
A mí me pasaba lo mismo con Dire Straits, Supertramp y Mike Oldfield. El botón del volumen iba loco.
Ahora esto no ocurre y los altavoces van por la calle colgados de los mp4, mp5....en las orejas de jóvenes transeúntes.
Un beso, Ester
Ester, esto que te voy a decir a continuación me convierte, ya, en un viejo carcamal: ¡Si es que eso que escuchan ahora no es música ni es nada; y vaya manera de escucharla. Es que no me digas!
Besos
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