jueves, 5 de julio de 2012

El mito y la furia (XXII)


(Viene de aquí)

Hay días que pienso que  el único trabajo que he desempeñado en mi vida, la única ocupación remunerada que de verdad  ha valido la pena, o que me ha aportado algo como persona y que me haya  hecho crecer como ser humano  fue la  primera porque, gracias a los tres meses transcurridos en aquella  fábrica de pinturas cancerosas  en la que fui a caer cuando apenas me afeitaba,  entendí a la perfección que  la conciencia de clase, la solidaridad obrera y el compañerismo proletario consistían en medrar o en salvar el culo aun a costa de joder a otro. Creo que sobre ese mito ya he hablado.

Lo segundo que saqué en claro fue el dinero que me dieron, con el que pude comprarme mi primer equipo estereofónico. Nunca, en ninguno de los trabajos  por los que me he prostituido a lo largo de mi vida,  le he encontrado tanto sentido a invertir  tres cuartas partes del día en provecho del ocio ajeno como cuando, poco después de firmar el finiquito, me dirigí a una tienda de electrodomésticos  y me  hice con un estupendo equipo compacto  con sus dos bafles capaces de emitir una potencia de sonido de 80 watios por canal, y  todo de la  marca Werner.  La hostia.  (Los bafles aun los conservo.  Mejor dicho: los conservaba. Mi hijo escuchó su primera música con ellos y ahora los disfrutará  Maruja, pero en formato digital, una sucesión de ceros y unos sin ninguna personalidad.)

Papá trabajaba, yo no disponía de coche y recuerdo que tuve que hacer tres viajes desde la tienda a casa y desde casa a la tienda, paseando mis trofeos por la calle mayor, deseando cruzarme con algún conocido que me preguntase qué es lo que llevaba en las manos. Al llegar con el último altavoz me dispuse a organizar el montaje y con  la impaciencia y  los nervios  no acertaba  a abrir la caja. Además, después de  colocar el aparato encima de la mesa, cuando trataba de conectar cada dispositivo en el lugar correcto, me invadía una sensación de fatalidad irracional  que no podía sacarme de encima porque  mientras sudaba la gota gorda con los cables, los jacs y los enchufes,  me obsesionó  la certeza  de que no funcionaría, de que algo estaría roto, de que aquel momento  único en el que sonaría en mi habitación, por primera vez, en toda su potencia, amplitud y naturaleza  una guitarra, una batería, un bajo,  y una voz rasgada de rock and roll registrados en un disco que yo había comprado,  no podía ser tan perfecto y habría algo defectuoso, no me devolverían el dinero, me acusarían de mal uso y me quedaría si equipo estéreo,  o bien  ocurriría cualquier otra fatalidad  que lo echaría todo a perder.

Pero la tecnología y el destino fueron clementes conmigo y en el  atardecer de  aquel verano  la aguja del giradiscos se posó lenta y precisa sobre el surco de vinilo y de los altavoces surgieron los primeros sonidos musicales  que pude escuchar en soledad, en la estrecha soberanía de mi espacio, tan solo acompañado  por el rumor  estrepitoso del tren TALGO que  justo en aquel instante atravesaba la ciudad como una exhalación  en dirección a París. No reconocí  ni quise recordar jamás que aquel momento único y los sucesivos  que viviría encerrado en mi cuarto los pude disfrutar gracias al  dinero que gané envasando, respirando y casi comiendo esmalte apestoso durante 90 días de mi adolescencia.

La semana siguiente la dediqué exclusivamente a comprar  discos y a escucharlos. Solamente salía de mi cuarto a la hora de la comida y de la cena. Por la mañana desayunaba, me calzaba mis botas, bien engrasadas, y me apresuraba hacia  la tienda a comprar un par de elepés y algún supercuarentaycinco revoluciones. Para antes de las doce ya estaba otra vez encerrado en la habitación.

Aquel día, el día que vi a mi primer muerto, habían pasado tan solo unas horas desde  que conseguí, por fin,  disponer de la  propiedad intransferible  del doble long play de la banda inglesa Pink Floyd titulado 'The Wall', un disco mítico del que nunca creí que  pudiese llegar  a ser mío. No sabía si estaba emocionado por poder  escucharlo cuando me diese la gana o debido  al mero  hecho de poseerlo. Tanto era así  que  sopesé seriamente la idea de acudir a un notario para escriturarlo.  Como no había tiempo que perder, corrí a casa para poder percibir en toda su fuerza el sonido del helicóptero, la contundencia característica de los famosos golpes de martillo pilón sobre los ladrillos del muro, la voz de Roger Waters,  el coro de niños proclamando algo parecido a una revolución, y  toda la banda dando rienda suelta a   la totalidad de la composición.

El tema principal del doble disco, el más conocido, avanzaba, crecía, y se desarrollaba como una criatura, como si cada acorde que sonase realimentase la canción. La melodía, las armonías, los calculados efectos sonoros del sintetizador, las cadencias sugerentes, y  todo ese conjunto de recursos musicales  sometían  la obra  a un extraño  proceso energético   que me hipnotizaba y que, en lo más álgido, en el clímax de  la unión inteligente de cada uno de los sonidos surgidos de cada uno de los instrumentos  parecía absorberme  hasta acogerme en el epicentro mismo de la canción, como si me deslizase dentro de una gran flor desde el estigma  hacia el ovario,  y  no precisamente  para aceptar la invitación a la rebelión que contiene la letra, sino  con el objetivo, quizá, de revelarme las claves a través de las cuales uno puede llegar a experimentar que no es de este mundo,  a conocer algunos de los  misterios de la existencia.

He escuchado muchas más veces ese disco, y en ningún otro momento, incluso fumado, he conseguido repetir esa sensación de experiencia mística, de trascendencia, de acoger tanto espiritualmente como en el ángulo más superficial de mi ser, la certidumbre de acceso a otra dimensión, a otro lugar del tiempo en donde la realidad cotidiana es falsa y las verdades, sus significados y las palabras que las nombran no se pueden tocar, ni modificar, ni manipular, porque si  así fuese dejarían de serlo.

Por eso, al segundo día de posesión de 'The Wall', nada más levantarme y de  cumplir con toda la rutina  matutina, me apresuré a desenfundar el disco. Lo  limpié cuidadosamente y después, en un gesto casi sacerdotal, lo deposité sobre el plato, meticulosamente, apenas sosteniéndolo levemente entre los  corazones. A continuación levanté el brazo de la aguja, me incliné como si hiciese una reverencia y la posé  con celo extremo  para que  flotase sobre el borde del círculo negro, en el mar espiral  de surcos, con la finalidad y con la esperanza de  que, una vez más, tuviese lugar el prodigio.

Y ocurrió que, pocos segundos después de que, entre ruidos de cristales rotos, golpes, y martillos, mientras  el coro de voces infantiles  reniega del maestro  con su estribillo (y del colegio, y de la alienante sociedad, malvada y perversa), justo entonces alguien empezó a  aporrear la puerta de casa con inusual estridencia, con una urgencia y una violencia propia de un estado de excepción. Aquellos golpes no podían traer nada bueno, porque además se acompañaban de gritos desesperados, gritos ahogados que parecían de auxilio y que, al mismo tiempo,  expresaban la impotencia  y el terror resignado  ante el advenimiento de una tragedia infalible.

Mamá y yo coincidimos al mismo tiempo en la puerta. Fui yo quien se decidió a abrir mientras mamá, sumamente nerviosa y alarmada,  preguntaba  a gritos “¡¿Pero quién es?! ¡¿Qué es lo que pasa?!”

2 comentarios:

ESTER dijo...

A mí me pasaba lo mismo con Dire Straits, Supertramp y Mike Oldfield. El botón del volumen iba loco.
Ahora esto no ocurre y los altavoces van por la calle colgados de los mp4, mp5....en las orejas de jóvenes transeúntes.

Un beso, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ester, esto que te voy a decir a continuación me convierte, ya, en un viejo carcamal: ¡Si es que eso que escuchan ahora no es música ni es nada; y vaya manera de escucharla. Es que no me digas!

Besos