jueves, 28 de junio de 2012

El mito y la furia (XXI)

(Viene de aquí)

Al despertar  he culpado de la interrupción del sueño al trajín de ruidos. Cada mañana es lo mismo:  golpes secos de cajones de cocina al cerrarse, tapaderas de  inodoros cayendo, ventosidades estrepitosas voceando a través del túnel del  patio de luces,  toses viejas de fumador,  tuberías  trasegando  agua caliente, un plato sobre el mármol, la campanilla del microondas, un zapato que cae sobre el suelo, la cerradura con su triple cerrojo, la puerta cerrándose en un temblor sísmico de tabiques y el acero de los cables que sujetan el ascensor cimbreando  en el vacío la única  orden que ejercerá en esta jornada quien lo pida cuando pulse el botón de llamada, abra la puerta del nicho fluorescente  y en un golpe amortiguado de metal se cierre tras de sí para ser transportado, sin clemencia, hacia el  puesto de trabajo.

He permanecido tumbado en la cama durante unos minutos sin hacer otra cosa que escuchar el despertar del día y mirar despreocupado  cada uno de los picos y los ángulos y las figuras geométricas que dibujan los desconches de pintura del techo, o intentado discernir el nombre que habría que darle al color del hormigón  añejo de las paredes del patio de luces, la única vista que permite la ventana de la  habitación donde duermo.

Sin embargo, a pesar de la discutible desolación de la arquitectura interior en la que me alojo (hay personas que por vivir aquí  se dejarían arrancar sin anestesia un riñón), hoy he sentido una inmensa alegría. Después de pasadas algunas semanas desde que me  marché, esta mañana he vivido con plena conciencia el goce de recordar que ninguna obligación me acucia, que nadie dispondrá de un céntimo de mi tiempo, por insignificante que sea; que yo y solamente yo soy el dueño absoluto, soberano e indiscutible de mi destino, de mis acciones, de mi presente y de mi futuro. Hoy he nacido a la conciencia de mi libertad gracias a las resonancias  de la esclavitud. Y no me parece grandilocuente definirlo así.  Diría, incluso, que repetida una y otra vez, entre solemnes fanfarrias y hondas violas,  la frase podría formar parte del estribillo rimbombante de un himno  emancipador.

Y así, haciendo uso de mi pleno conocimiento y en el ejercicio de mi autodeterminación, me he vuelto a dormir, hasta que agotado por las horas de sueño  he despertado y al  estirar el brazo para alcanzar el reloj que marcaba las horas sobre la mesita,  he visto  que ya se acercaba el atardecer y he confirmado, una vez más, que el tiempo no es más que otra arbitrariedad  con la que se somete nuestro libre albedrío.

Me he incorporado feliz y la sequedad en la boca me ha traído el recuerdo de  mis últimas horas despierto antes de ponerme a dormir. He sonreído, porque me he acordado de las manchas de aceite sobre estas hojas,  el juego caprichoso al que sometí a las palabras, y la cara de pasmo del dueño del bar. Y también, por supuesto, el sabor de las aceitunas, que ahora pago con una apremiante necesidad de beber agua,  tan intensa como la certeza de ser el amo de una conciencia liviana,  sin lastres ajenos, liberada de toda obligación, responsabilidad o compromiso, a excepción de los que yo establezca conmigo mismo.

De hecho han sido la sed y la vejiga -que me iba a estallar- las causas principales de que me haya levantado. Además, ya no podía soportar por más tiempo el malestar que me producía la tremenda erección que me ha obligado a orinar a dos metros de distancia del retrete. A decir verdad, de no ser por los imponderables fisiológicos, seguramente hubiese seguido en la cama, dibujando  caras en el techo con los desconches de la pintura; adivinando los rostros que prestan  una identidad fugaz a las voces que a veces llegan hasta el cuarto procedentes de otras viviendas. O me hubiese masturbado sin pensar en nadie, sencillamente por pasar el rato, por experimentar la sensación de placer súbito que se inicia y  finaliza con una breve descarga, tan exigua  que antes de que pueda gozarla, la polución irrisoria ya traza su camino vientre abajo, hacia la ingle, dejando su rastro de baba en un cosquilleo inconfundible.

Y por qué no ahora. Nada ni nadie me lo impide. Estoy sólo, y tengo ganas. Me gusta tocarme, y comprobar que mi cuerpo me obedece. A veces, en las musarañas de la oficina, o en sentado  el autobús de vuelta a casa, me ha dado por pensar que la sensación inmediatamente posterior al momento de correrse con una gayola debe ser muy parecida al momento de expirar. Dicen los expertos empeñados en probar que después de ésta (vida) todavía hay más,  que al morir, justo en el primer instante en el que después de expeler por última vez ya no respiramos, justo después de ese trance,  perdemos 21 gramos, que es lo que  pesa el alma. Incluso vi una película con ese mismo título, “21 gramos”, en la que se utiliza metafóricamente esta teoría.

Yo creo que la hipótesis no va del todo desencaminada, pero necesita otra orientación, unas ligeras correcciones. Digamos que hay que ubicarla más cerca de la vida  pero mirando hacia  la muerte, para así, de esa manera, poder  conectar los dos momentos trascendentes de la existencia.  Según esta lógica que ahora planteo, un pegote de semen, el producto de una eyaculación, sería el equivalente al peso específico de la potencia de ser vivo, de hombre o  mujer contenidos  en él, más al peso del alma que habita  en su composición que, como todo el mundo sabe, ya existe desde antes de que  surja impetuosa la savia  blanquecina entre espasmos y gemidos, a  empellones sin control, lo cual nos hace eternos, a todos, a cada unos de los hombres y mujeres que en el mundo han sido.

Así pues,  gracias a la comprobación empírica unida a una sosegada reflexión,  estoy en condiciones de  concluir -con ciertas garantías de no errar- que al morir, no hacemos otra cosa que pagar por lo que un día se nos dio. Morir vendría a ser como el cobro del recibo, lo que se deja por lo que se recoge, el inicio y el punto de enlace que convierte a la que pudo ser  una línea recta en la rueda incomprensible de la vida.  Es decir, un sencillo y primitivo trueque, tan antiguo como la primera cópula,  el cambio de 21 gramos de semen por 21 gramos de alma, que es el peso aproximado que ahora mismo he perdido, o mejor dicho,  que perderé definitivamente una vez que retire de mi vientre el producto viscoso de mi libertad recién estrenada.

(Mientras me doy una ducha, recuerdo el momento en que vi mi primer muerto. El día anterior había comprado “The Wall” de Pink Floyd, y escuchaba sus canciones a todo volumen, una y otra vez, en mi estéreo rutilante.  Nunca había visto a nadie morir, pero ya me mataba a pajas.)
(Continua aquí)

5 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Uf!

ESTER dijo...

Hoy no hace calor. Como una lagartija, salgo de mi piedra para leer este blog y me encuentro con una disertación metafórico-eréctil del efecto producido por comer aceitunas. De todas formas, ! genial!.

Un beso, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Es que, Ester, tu no sabes lo que pasa cuando comes aceitunas: sus efectos son impredecibles. La fama la tienen las ostras, pero las aceitunas, ¡ay las aceitunas! han proporcionado inolvidables e impetuosos despertares y noches gloriosas ;)

Besos

Ana Rodríguez Fischer dijo...

¡Qué desolación!
¡Todo!
Pero tan conguente la pusión extrema: eros-tánatos.
Abrazos calurosos!

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Es el precio que paga el héroe, aunque él cree que ahora ha alcanzado la felicidad, que ahora se encuentra en el camino de la libertad, en la trinchera.

De todos modos, esa desolación a la que te refieres es el día a día de mucha, mucha gente, porque esos espacios y esas rutinas existen. Es la cotidianedad esclava, que la gran mayoría vivimos sin que nos la cuestionemos, con absoluta normalidad, como si no hubiese otro modo de organizar nuestra existencia.

Me parece muy sugerente la idea de Eros y Tánatos. No lo había pensado. Mi idea era la de apuntar un alfa y omega, vida y muerte, principio y final un tanto encanallado, en sintonía con el mercadeo al que nos hemos acostumbrado.

Abrazos