Éste que se lee a continuación es un cuento que envié al concurso "La maleta del tío Paco", organizado por la casa rural "La Chamba" . El jurado lo ha clasificado en 10º lugar, entre los 12 finalistas que escoge, de un total de 250 participantes. Estoy muy contento, así es que me apetece compartirlo.
Ahora pienso que este texto lo podría haber escrito Adán, en una de sus noches de insomnio melacólico, recordando -a veces nostálgico y otras rabioso- los mitos sobre los que se ha ido construyendo su vida.
La recuerdo como si la viera. Yo
era testigo de lo que hacía, de sus trajines, de su ir y venir, porque era viernes y me dejaba ver la tele hasta más tarde de la hora acostumbrada. Se sentaba a la mesa
del comedor con un suspiro. Casi se
dejaba caer sobre la silla. Después
depositaba a un lado seis o siete pares de
calcetines negros, con rombos o de colores, y al otro una pequeña carpeta azul, sobre la que colocaba un bolígrafo.
Con paciencia y
meticulosidad, ovillaba los calcetines: los estirazaba bien y los revisaba
concienzudamente, por si había que zurcir alguno. Se aseguraba que a
cada unidad le había correspondido su emparejamiento
correcto y con tres movimientos diestros
convertía cada par en una bola. Finalmente, apartaba todo el conjunto hacia un rincón de la mesa, cuidadosamente, como si en vez de manipular algodón se tratase de porcelana y durante
unos breves segundos miraba el resultado
final de la última tarea del día. Yo
notaba que en ese intervalo había algo
indefinido, entre la desconfianza y la
corroboración; una especie de vigilancia autoimpuesta, o la necesidad de una
autoafirmación responsable del deber cumplido.
Luego permanecía
sentada y parecía que veía la
televisión. De hecho su mirada se dirigía hacia la pantalla, pero yo la observaba sin que se diese cuenta, medio
recostado en el sofá, y en realidad mamá miraba lejos, muy lejos, no sabía bien a
donde; se quedaba unos instantes in
albis, como ella me decía cuando me sorprendía
en las musarañas en lugar de estar concentrado en los deberes.
De repente, de la
misma manera que se había cobijado en la ausencia, volvía en sí y musitaba algunas palabras mezcladas con algún suspiro
y con el esbozo de una mueca que no supe nunca si era de cansancio o de satisfacción. Tampoco llegué
a entender nunca lo que susurraba. Era un bisbiseo, suaves sonidos de aire que
transportasen palabras sin posibilidad de
materializarse, o quizá deseos, anhelos camuflados entre los labios y
la inconsciencia temerosos de convertirse en realidad. ¡Qué iba a saber yo.!
Lo que sí sabía era
que no tardaría mucho preguntarme si tenía sueño. Ella misma respondía a la
pregunta de manera afirmativa y a continuación emitía una opinión desdeñosa sobre
el programa que estaba viendo. Yo
disimulaba y casi sin mirarla, para
aparentar el máximo interés,
protestaba refunfuñando y le
argumentaba que mañana no había que madrugar. Ella no me respondía. Su
consentimiento se expresaba a través de
un lamento dramatizado, exageradamente artificioso, casi cómico; una extraña interjección de desacuerdo con mi petición, que en realidad significaba que podía
quedarme.
Ese modo paradójico
de darme el permiso se solapaba con su
incorporación porque, mientras me
autorizaba a permanecer en el comedor, ella
se levantaba, se dirigía hacia a la ventana, ajustaba las persianas y corría las cortinas. Después se acercaba a
mí, me tocaba la frente, me atusaba el
flequillo con su mano fría y me besaba. Yo volvía a rezongar, porque ya me consideraba con edad suficiente
como para estar recibiendo mimos.
Al sentarse de
nuevo, mamá miraba la carpeta azul.
Permanecía varios segundos así, sin
hacer otra cosa que observar fijamente la carpeta azul, con el bolígrafo en la mano,
con el que aprovechaba para rascarse levemente la cabeza. A fuerza de ver cada
semana repetirse el mismo ritual, acabé por alimentar la hipótesis de que esos
dos gestos formaban parte de una misma cosa; que uno y otro eran necesarios
para acometer después la tarea que se
disponía a realizar:
Tomaba la carpeta
en sus manos, desligaba las dos gomas y
cuando escuchaba el latigazo
previsible al chocar con el cartón, parpadeaba cerrando casi por completo los
ojos, como si se hubiese asustado. En
seguida, extraía unas cuantas cuartillas de esas que están rayadas con líneas de color azul, muy finas,
que es por donde discurren las palabras. Humedecía ligeramente
el dedo índice con la lengua, cogía la
primera y la colocaba sobre un periódico que le servía para amortiguar la
escritura y hacerla más agradable. Después de tantos años he llegado a pensar
que de esa manera atenuaba la nostalgia
y la soledad que produce la lejanía; que mitigaba el sentimiento de desarraigo que provoca vivir entre personas
que ni siquiera hablan el mismo idioma. Creo que disponía el periódico bajo las
cuartillas porque narrar directamente sobre el contrachapado de la mesa una
cotidianidad casi impuesta, o la
añoranza acumulada durante toda la
semana, le recordaba en la dureza de cada
trazo algo parecido al transcurso
de cada uno de los días que llevaba vividos en aquella ciudad extraña, tan lejos de los
suyos.
Una vez acomodada,
se tomaba un ligero respiro. Volvía a rascarse la cabeza y durante unos
instantes miraba hipnotizada la luz tenue de la lámpara. Le quitaba la caperuza
al bolígrafo y dibujaba con él, justo en
el centro de la parte superior de la primera hoja, una cruz que presidiría la carta desde aquel
preciso minuto hasta el día en que el
tiempo, o sus destinatarios, o el olvido
la destruyesen.
A continuación mamá
escribía con sumo esmero, regodeándose en cada rasgo con su letra pulcra,
apaisada, y casi sin faltas de ortografía la frase “Queridos todos. Al recibo
de esta espero que esteis bien. Nosotros bien, a Dios gracias.”
Lo sé porque en ese
momento yo ya estaba de pie, a sus espaldas,
observando por encima del hombro, y podía leerlo. La interrumpía para decirle
que si no la iba a ver, yo mismo desconectaba la tele, que el programa ya había
terminado y que me iba a dormir.
- Sí mi cielo, yo me quedo aquí, escribiendo a los abuelos,
y también a los tíos y a tus primos- me contestaba ella.
Antes de que yo
pudiese ir hacia mi habitación, ella
emparedaba mi cara entres sus manos frías, me atusaba de nuevo el flequillo y
venciendo mi resistencia me besaba otra vez en la frente.
Yo me metía en la
cama a toda prisa, porque solamente había una estufa para toda la casa en un
extremo del pasillo, justo al lado de la puerta que daba al comedor. Cuando por
fin entraba en calor, arropado hasta la nariz
bajo la frazada, no tardaba en quedarme dormido y a menudo soñaba con los olores lejanos
a trigo, a leche recién ordeñada y a sopas de ajo que flotaban
en el aire remoto de los veranos de la casa donde nació mamá.
5 comentarios:
De nuevo, felicidades!
Para mí, los mitos no existen.
Un beso, Ester
¡Gracias Ester!
...y existen en cuanto que tienen una palabra que los nombra, igual que los fantasmas, los espíritus, y hasta la mismísima Atlántida.
Prueba de esto que te digo son, por ejemplo, las palabras Europa derechos, ó democracia
Besos
Los espíritus y fantasmas no pueden palparse, Europa derechos y democacia tampoco....
Según la RAE, mito: invención, fantasía.
Quizás sí que son mitos...te doy la razón. Esta vez.
Ester
Ignoro por qué eran tiempos tan escuálaidos... Y sinembaaaargo,laliteratura... tus líneas y recuerdosssss, esta constanciaaaaa.
Abrazos!
Bueno Esther, gracias, pero tampoco te fíes demasiado de las definiciones de la RAE porque solamente desciben realidades, y la realidad no es de fiar.
Ana, yo creo que sí que sabes por qué eran tiempos tan escualidos; todos los que vivieron aquella época lo saben, lo sabemos. Sin embargo, ahora, en la distancia, la memoria los convierte en nostalgia, en escenas atesoradas.
Abrazos
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