A pesar de que arrastro el sueño de toda una noche me
encuentro a gusto aquí, apoyado en la barra lustrada de este bar. Desde que
tengo recuerdos -que es tanto como decir desde que existo- siempre me he
encontrado cómodo en cualquier lugar donde vendan tabaco, alcohol y café, donde
haya gente que se lo beba y se lo fume y,
al mismo tiempo, hable, o mire el techo desconchado, la televisión sin voz, o a
su propia alma -que viene a ser lo mismo- o
su corazón destrozado, o ningún sitio en particular; donde hayan
personas solas, haciéndose compañía sin necesidad de pedirla; personas bien y
mal acompañadas, construyendo futuros inciertos y derrumbando recuerdos lamentables, intentando arrojar un pasado al vertedero que se salva de la quema porque siempre encuentra una boca invocadora que
alienta sus consecuencias.
Un bar es un territorio protegido por Dios, una Sagrera, un
espacio santificado donde el pecado no
existe, donde uno se caga en todo y le invitan a una ronda, donde se dirime el presente por dentro, por el
hígado y del hígado fluye hacia sistema circulatorio de la ciudad. El bar es
el reducto de los cuerdos, de los mentirosos, de los mansos y de sus enemigos,
del depredador y del herbívoro, del pescado frito y de los callos con
garbanzos, de la última puta y del galán, de la vieja y de la princesa, del
pícaro y del filósofo, del sacristán y
de su querida, del fracasado y del estudiante, del desahuciado y del doctor,
hasta del político y también del obispo…
Los banqueros, ¡Ay los banqueros: cerdos paradigmáticos.! Los banqueros no
entran en los bares. Otro motivo más para sentirse seguro, y a gusto.
Si papá leyese esto diría que me he vuelto un gilipollas.
Diría que a mí me gustan los bares porque hay cerveza, porque hay whisky,
porque hay humo (ahora ya no), porque
gritar está bien visto, y porque nada de
lo que allí ocurre tiene la más mínima importancia; lo que acontece en una bar pocas veces tiene hilo de continuidad. Ese es el secreto de un
bar, que te permite ser quien quieras ser sin comprometerte a nada. No sé si
papá me diría eso precisamente, exactamente,
pero lo que sí que haría sería
invitarme a unas cañas y hablar sobre ello, en un bar, claro.
Así que no me queda más remedio que creer que mi querencia por los bares viene de herencia, o que es una influencia paterna directa. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. Ahora el pobre anda un poco sordo, y quizá no entienda lo que le diga, si es que algún día llego a decírselo, porque aunque espero que todo salga como tengo planeado, quizás las cosas se tuerzan y, la verdad, no sé todavía en qué va a acabar todo esto. La cuestión es que siempre que he encontrado a papá en un bar le he visto a gusto y desde pequeñito he pensado que un lugar donde la gente se habla, juega, escribe, se abraza, piensa, lee, no hace nada, se convida, se ríe o se enfada pero al instante -ronda de por medio- ya está otra vez riendo, debe ser un buen lugar. De manera que al crecer y comprobar empíricamente que eso era así, concluí que pasaría mucho tiempo en un bar. A veces he pensado que no son pocas las vidas que se han ido a tomar por el culo gracias a profundas puñaladas, tiros a bocajarro, y golpes certeros dentro de un tugurio, por no contar cirróticos terminales, ludópatas suicidas, maridos despreciables y padres despreciados, a pulso. Pero ante estas evidencias, he liquidado el problema, la contradicción, la vertiente más sangrante, o la arrolladora realidad ignorándola soberanamente.
Así que no me queda más remedio que creer que mi querencia por los bares viene de herencia, o que es una influencia paterna directa. Nunca se lo agradeceré lo suficiente. Ahora el pobre anda un poco sordo, y quizá no entienda lo que le diga, si es que algún día llego a decírselo, porque aunque espero que todo salga como tengo planeado, quizás las cosas se tuerzan y, la verdad, no sé todavía en qué va a acabar todo esto. La cuestión es que siempre que he encontrado a papá en un bar le he visto a gusto y desde pequeñito he pensado que un lugar donde la gente se habla, juega, escribe, se abraza, piensa, lee, no hace nada, se convida, se ríe o se enfada pero al instante -ronda de por medio- ya está otra vez riendo, debe ser un buen lugar. De manera que al crecer y comprobar empíricamente que eso era así, concluí que pasaría mucho tiempo en un bar. A veces he pensado que no son pocas las vidas que se han ido a tomar por el culo gracias a profundas puñaladas, tiros a bocajarro, y golpes certeros dentro de un tugurio, por no contar cirróticos terminales, ludópatas suicidas, maridos despreciables y padres despreciados, a pulso. Pero ante estas evidencias, he liquidado el problema, la contradicción, la vertiente más sangrante, o la arrolladora realidad ignorándola soberanamente.
He pedido un bocadillo de tortilla francesa de dos huevos,
con tomate y aceite en el pan, una cerveza y un platito de aceitunas aliñadas
con ajitos en conserva y pepinillos en vinagre. El camarero ha gritado “¡Niña,
marcha una francesa de dos!” Me lo acaban de servir. Al dar el primer bocado
una gota de aceite ha manchado la libreta donde estaba escribiendo todo esto.
La pequeña zona de papel manchado se ha
convertido en semitransparente, como si debido al efecto del aceite la hubiese transformado
en papel cebolla.
Ahora mismo, dispongo esa misma hoja en el lugar exacto que
le pertoca dentro del orden de la
libreta, en su horizontal natural, descansando sobre todas las que la preceden
y mirando a través de esa trasparencia aceitosa, puedo ver tres palabras de la
página anterior, y casi adivinarlas. Creo que leo “banqueros: cerdos
paradigmáticos”. Como la mancha es irregular puedo intuir también en la parte
superior a esas tres palabras el grupo “y del doctor, hasta del” y en la parte
inferior la expresión “sentirse seguro”. Le doy otro bocado al bocadillo. Está
bueno de verdad. Después escancio la cerveza muy despacio en el vaso de
cristal, hasta que surgen dos o tres centímetros de espuma blanca, de espesura
efímera, y entonces aprovecho para darle un buen trago porque es justo en ese
momento cuando se siente de verdad que
la espuma existe, que me moja el bigote y permanece sobre él durante breves
instantes.
Lo mejor, entre bocado al bocadillo y trago de cerveza, es
comer una aceituna, o dos, o intercalar una aceituna y un pepinillo, y a veces
incluso algún trocito anaranjado de zanahoria avinagrada que se cuela en la
ración.
La tortilla está en su punto. Para estar rica una tortilla a
la francesa no puede quedar muy hecha.
Más bien debe estar tierna por dentro, conservar cierta blandura mórbida que le
confiere la textura del huevo a medio
hacer y, por supuesto, su punto de sal.
Cuando termino el último bocado, el de la puntita, el del cuscurro, lo acompaño
con el último culín de cerveza. Entonces me invade
una mezcla de satisfacción material y
tristeza existencial. Por eso, para compensar tamaña e irreparable pérdida, pido un carajillo de whisky y un
purito. Y mientras saboreo el café mezclado con el licor y pienso en el humo
del tabaco que en unos minutos, en cuanto salga a la calle, me ocupará el
paladar, vuelvo a la mancha de aceite,
y al mundo que podría construir si ahora
mismo cogiese las vinajeras y me
dedicase a lanzar una pequeña gota de aceite de oliva sobre cada una de las
página escritas de la libreta, al azar, y montase con toda la cadena de
palabras surgidas entre las transparencias oleaginosas una especie de
manifiesto dadaísta, algo que no sirviese absolutamente para nada, que es
precisamente lo más adecuado cuando se está
en un bar.
Tiene sentido, mucho sentido, aunque no por ello habría de
frivolizar ni olvidar mi misión. Me vendrán bien unos gramos de creatividad
nihilista, un poco de juerga antes de la batalla, el baile de los oficiales que
precede a la gran ofensiva. Así es que me
levanto, me acerco a una mesa y cojo una vinajera. Vuelvo a mi asiento y
cuidadosamente, ante la mirada pasmada del camarero, vierto
una gotita, paso la página, me espero unos segundos, vierto otra gotita, paso la página, bebo un
traguito de carajillo, vierto una
tercera gota, observo pausadamente sus efectos, y así hasta que el camarero me
llama la atención y entonces poso las vinajeras sobre la barra, pido
disculpas y ante su mirada inquisidora y
la estupefacción de la parroquia que ya me rodea, empiezo la lectura de palabras a través de las pequeñas áreas
traslúcidas y, tal y como las leo, o las intuyo, las escribo en una servilleta
de papel. El resultado es una frase azul de tinta escurridiza, de trazos gruesos y letras ilegibles debido a la esponjosidad y las
propiedades de la celulosa fabricada para usos hosteleros, que convierte los trazos de mis letras en ramas secas de un seto, en grietas sobre el
asfalto viejo de una calle o en la
expresión recién hallada de una civilización balbuceante. Aun así, más o menos
se puede llegar a leer lo siguiente y,
de hecho, leo en voz alta lo siguiente:
“los vencejos, la humillación imborrable, ha ladrado
largamente en celdas de hormigón abigarrado. La piltrafa humana, Benjamin,
Maruja no sabe descansando también se hace la Historia con cara de niña vieja
gemido, casi miserable la tonta de Eva sobre mí a horcajadas Amén”
Pido la cuenta, pago, y me voy. Con el primer pie en la
calle enciendo el purito. El día ya está en marcha. Las sombras de las cornisas de los edificios
me protegen de la luz del sol. Mañana volveré aquí, me servirán solícitos, y
nadie me preguntará nada. Ahora sí que voy a dormir unas horas.
10 comentarios:
Una semana entre la XVII y la XVIII. Se ha hecho larga; tus entradas son como una droga.
Vayamos al tajo: Como diría Gabinete Calighari: “Bares, que lugares, tan gratos para conversar. No hay como el calor de un amor en un bar...”
Para conversar, para comer, beber...A veces, para encontrar el “silencio” que no consigues en tu casa vacía. En ocasiones, la lectura o la escritura en un ambiente con silencio “sepulcral” duele al oído; el murmullo de las voces, de la música, el tintín de los vasos entre ellos, de las tragaperras....ese es el mejor ambiente.
Un beso,
Ester
Coincides con Adan plenamente Ester, que susbscribe hasta los puntos tu último párrafo.
El silencio de un bar ruidoso es más puro que el de cualquier iglesia vacía
Besos!!
Lo he disfrutado y me lo llevo para que lo disfruten en el nido. Un abrazo. Genial.
¡Para allá va!
Gracias Loli
¡Para allá va!
Gracias Loli
¡Al fin!
Llevo minutos buscando donde comentar... nada.. residuos, quizás.
Pero así como nos sentimos algunos... quería celebrar tu energía a la hora de rescatar espacios intransferibles (de momento), quién sabe después...
Agradecidísma...
Un relato estupendo, agil, original y divertido. Te sigo
Ana
No sé por qué me das la gracias. La verdad es que no entiendo tu comentario. En todo caso, muchas gracias a ti por el seguimiento
Mariano, muchas gracias, eres muy amable. Bienvenido
Querido, las gracias son siempre de tan justificado como ineludible rigor... Aparte, ese platillo de aceitunas, que reconforta... y refuerza antes de leer y gozar... Kisses!
Perlas, joyas, las aceitunas. Me gustan todas menos las rellenas. Bueno, las rellenas son las que me gustan menos...
Gracias de nuevo Ana
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