Un buen
día, anodino y vulgar,
amanece y descubrimos que nos
gusta el café. A partir de entonces lo bebemos sin preguntar cuándo,
ni cómo ni porqué razones hemos decidido que lo tomaremos varias veces en una
sola jornada, sin hacer ningún esfuerzo
por recordar jamás el extraño
instante fundamental en el que se nos metió en la cabeza que nos
gustaba.
A los que
fumamos nos ocurre otro tanto con el tabaco, con una salvedad, quizás generacional:
la decisión de fumar es absolutamente consciente y apechugamos con ella a pesar del sabor a perros muertos de las primera caladas, a los mareos iniciales,
o a la tensión que vivíamos en nuestra clandestinidad fumadora para librarnos de broncas, reprimendas y la humillación imborrable de aguantar impertérritos una buena hostia -casi siempre ante la presencia de una prima guapa, o ante la vecina por la que perdíamos los vientos- y las aseveraciones lacerantes, lanzadas igual que cuchillos de circo, acerca de los años que tenían que pasar hasta ser unos hombres, hombres. Las chicas,
nuestras coetáneas, lo tenían aun peor, porque se ganaban la hostia y les predecían sin ambages, apenas hubiesen
menstruado por primera vez, un futuro de
puterío, concubinato, libidinosidad y mala vida, así, en general, para abrir
boca.
Aún así, nosotros erre que erre, tozudos con el tabaco, creyendo que con cada chupada ascendíamos un peldaño en la escalera de la vida que nos aproximaba a la libertad soñada, con la que podríamos hacer de nuestra capa un sayo, siempre y en todo momento. Tan solo se trataba de ser hombre, adulto, y ya, todo nos vendría dado.
Pienso en esto, ahora que ya ha amanecido, frente al cenicero rebosante de mierda, mientras muevo tontamente la taza manchada con los restos resecos del café que he estado tomando sin parar desde un poco antes de que el puto perro dejase de ladrar. No es éste un pensamiento único, un hallazgo singular de la mente humana, o un recuerdo que genere admiración e incredulidad. Más bien todo lo contrario, y no es de extrañar, porque nunca he sido muy original. Todos los mitos sobre los que se ha ido construyendo mi vida son comunes a los de mis congéneres.
Sin embargo, en este vulgar rincón del mundo, mientras me flagelo la conciencia y la memoria, la luz parece hermosa en esta hora de la mañana. Surge de algún rincón escorado del cielo que toca el mar y se va introduciendo por el tobogán de calles del barrio, subiéndolas y bajándolas, saltando sobre los súbitos cambios de rasante, doblando ágil las esquinas, rebotando contra las persianas grises de los supermercados, de las farmacias, de los estancos, de los bancos, del quiosco, de los contenedores de basura orgánica o inorgánica, reflejándose en las lunas sucias de los bares que ya han empezado a servir anís, coñac y café , o de las panaderías, donde nadie es lo que parece ser, como si ese haz de luz que surgió de una esquina sin saber cómo, en realidad fuese la señal de un ángel exterminador cuya misión fuese la inversa a la que estaba destinada en la historia bíblica: mantener con vida al gentil para que arrastre con su existencia la penitencia de su pecado.
Después de la noche que he pasado lo más sensato hubiese sido darme una ducha y meterme en la cama para descansar un poco mientras el mundo entero empieza a trabajar. Hubo un tiempo en que trabajaba a turnos. Cuando me tocaba el tercero me incorporaba a la fábrica a las 10 de la noche y terminaba a la hora del amanecer. Llegar a casa y ponerme a dormir suponía un placer único que me redimía del ruido y del polipropileno que me había tragado durante ocho horas por 40.000 pesetas. El hecho de que yo me empiltrase cuando los demás ya habían soltado las primeras maldiciones en sus empleos me producía un placer extremo, me aliviaba. En algún momento, incluso, llegué a percibir esas sensaciones balsámicas como una especie de coma inducido al que accedía por mi buen comportamiento, en el que permanecería años y años, durante largo, largo tiempo, sin dolor, sin sentir, sin ver, sin oír, y también sin soñar, hasta despertar justo en el momento en que alguien reparaba en la lacra que supone para toda la humanidad la obligación y el derecho al trabajo remunerado, el comercio de la inteligencia o de la manipulación. La repercusión de ese descubrimiento provocaba una reacción social de tal magnitud que los gobernantes no tardaron ni media legislatura en abolir toda actividad de intercambio de habilidades y de fuerza de trabajo a cambio de dinero ; toda venta o alquiler de tiempo, habilidad y movimiento con el fin único del enriquecimiento o de procuración del sustento por cuenta ajena.
Por eso estoy aquí. Pero ahora mismo no me apetece dormir. Ahora quiero bajar a la calle, y bajo a la calle, y me cercioro de que el ángel exterminador ha cumplido estricta y escrupulosamente su misión porque ya todo es un bullir de gente que viene y va. La luz me daña los ojos, y me mantiene vivo, a mí también. Una cuadrilla de golfetes se dirige sobre sus monopatines al instituto a toda velocidad. Aprovechan la gran pendiente de la calle, causando gran estridencia. Se burlan de los conductores que les llaman la atención y que les tienen que esquivar, y obtienen por respuesta el dedo corazón en alto, o insultos procaces de vanguardia que los viejos ya no entienden.
Viéndoles me sonrío. Enciendo el enésimo cigarrillo, estrujo el paquete vacío y lo lanzo al suelo. Camino hacia el bar de siempre saboreándolo, pero ya no me sabe a nada, quizás a papel quemado, o a cuerpo de insecto. Me solazo observando contra los rayos del sol incipiente la densidad del humo salir de mi boca y al comprobar cómo se disuelve en el aire vislumbro nítidamente un grupo de muchachos de la edad de los que acaban de pasar como una exhalación.
Es verano. Atardece en la sierra. Los vencejos planean y llenan todo el aire del pueblo con su bulla. Ellos están sentados contra las paredes de una pequeña ermita. Se refugian del viento del Norte que sopla en la cima del monte donde está construida. Dos de ellos todavía visten pantalones cortos. Otro, el más precoz, saca de los calcetines un paquete de Jean: (solamente quedan 6, mañana habrá que comprar de nuevo). Reparte uno a cada uno y mientras se los llevan a la boca, el que tiene las cerillas lucha contra la corriente. Corre el riesgo de gastarlas todas, así que opta por agacharse dentro de la cavidad antropomorfa excavada en la roca de una de las tres viejas tumbas visigóticas que custodian la vieja capilla, y allí acuclillado, sobre el hueco donde el muerto primitivo reposó por siempre sus pies, finalmente enciende el primero, con cuya brasa prenderán todos los demás. Fuman y se vigilan los unos a los otros, inquiriéndose mutuamente cuando alguien no se traga el humo. Uno de ello no puede más, se levanta, dobla la esquina y vomita delante de la puerta de la ermita. El aire, que en ese punto arrecia, ha provocado que se manche las zapatillas. Finalmente, con el rostro lívido de un penitente, vuelve con sus compinches, que se ríen alborozados y le consuelan con unos golpes guasones en la espalda. Suenan las 10 en el campanario. Se levantan todos como un resorte y se precipitan monte abajo a grandes trompicones, casi rodando por el sendero que nace en la fuente. Al llegar a las primeras casas del pueblo, se detienen, se reparten chicles de menta, beben agua como si acabasen de pasar un desierto y cada cual corre hacia su cubil pensando en qué explicación dar al entrar y ver a todo el mundo sentado a la mesa, cenando.
Yo entro ahora al bar. La parroquia desayuna, bebe palomicas, fuma en la puerta y tira el subsidio a las máquinas cantarinas de las frutas de colores. Me siento a la barra y pido un café, el tercer café del día. Soy incapaz de recordar cuándo decidí que me gustaba. Pero tanto da. Tampoco recuerdo haber tomado otras decisiones.
Aún así, nosotros erre que erre, tozudos con el tabaco, creyendo que con cada chupada ascendíamos un peldaño en la escalera de la vida que nos aproximaba a la libertad soñada, con la que podríamos hacer de nuestra capa un sayo, siempre y en todo momento. Tan solo se trataba de ser hombre, adulto, y ya, todo nos vendría dado.
Pienso en esto, ahora que ya ha amanecido, frente al cenicero rebosante de mierda, mientras muevo tontamente la taza manchada con los restos resecos del café que he estado tomando sin parar desde un poco antes de que el puto perro dejase de ladrar. No es éste un pensamiento único, un hallazgo singular de la mente humana, o un recuerdo que genere admiración e incredulidad. Más bien todo lo contrario, y no es de extrañar, porque nunca he sido muy original. Todos los mitos sobre los que se ha ido construyendo mi vida son comunes a los de mis congéneres.
Sin embargo, en este vulgar rincón del mundo, mientras me flagelo la conciencia y la memoria, la luz parece hermosa en esta hora de la mañana. Surge de algún rincón escorado del cielo que toca el mar y se va introduciendo por el tobogán de calles del barrio, subiéndolas y bajándolas, saltando sobre los súbitos cambios de rasante, doblando ágil las esquinas, rebotando contra las persianas grises de los supermercados, de las farmacias, de los estancos, de los bancos, del quiosco, de los contenedores de basura orgánica o inorgánica, reflejándose en las lunas sucias de los bares que ya han empezado a servir anís, coñac y café , o de las panaderías, donde nadie es lo que parece ser, como si ese haz de luz que surgió de una esquina sin saber cómo, en realidad fuese la señal de un ángel exterminador cuya misión fuese la inversa a la que estaba destinada en la historia bíblica: mantener con vida al gentil para que arrastre con su existencia la penitencia de su pecado.
Después de la noche que he pasado lo más sensato hubiese sido darme una ducha y meterme en la cama para descansar un poco mientras el mundo entero empieza a trabajar. Hubo un tiempo en que trabajaba a turnos. Cuando me tocaba el tercero me incorporaba a la fábrica a las 10 de la noche y terminaba a la hora del amanecer. Llegar a casa y ponerme a dormir suponía un placer único que me redimía del ruido y del polipropileno que me había tragado durante ocho horas por 40.000 pesetas. El hecho de que yo me empiltrase cuando los demás ya habían soltado las primeras maldiciones en sus empleos me producía un placer extremo, me aliviaba. En algún momento, incluso, llegué a percibir esas sensaciones balsámicas como una especie de coma inducido al que accedía por mi buen comportamiento, en el que permanecería años y años, durante largo, largo tiempo, sin dolor, sin sentir, sin ver, sin oír, y también sin soñar, hasta despertar justo en el momento en que alguien reparaba en la lacra que supone para toda la humanidad la obligación y el derecho al trabajo remunerado, el comercio de la inteligencia o de la manipulación. La repercusión de ese descubrimiento provocaba una reacción social de tal magnitud que los gobernantes no tardaron ni media legislatura en abolir toda actividad de intercambio de habilidades y de fuerza de trabajo a cambio de dinero ; toda venta o alquiler de tiempo, habilidad y movimiento con el fin único del enriquecimiento o de procuración del sustento por cuenta ajena.
Por eso estoy aquí. Pero ahora mismo no me apetece dormir. Ahora quiero bajar a la calle, y bajo a la calle, y me cercioro de que el ángel exterminador ha cumplido estricta y escrupulosamente su misión porque ya todo es un bullir de gente que viene y va. La luz me daña los ojos, y me mantiene vivo, a mí también. Una cuadrilla de golfetes se dirige sobre sus monopatines al instituto a toda velocidad. Aprovechan la gran pendiente de la calle, causando gran estridencia. Se burlan de los conductores que les llaman la atención y que les tienen que esquivar, y obtienen por respuesta el dedo corazón en alto, o insultos procaces de vanguardia que los viejos ya no entienden.
Viéndoles me sonrío. Enciendo el enésimo cigarrillo, estrujo el paquete vacío y lo lanzo al suelo. Camino hacia el bar de siempre saboreándolo, pero ya no me sabe a nada, quizás a papel quemado, o a cuerpo de insecto. Me solazo observando contra los rayos del sol incipiente la densidad del humo salir de mi boca y al comprobar cómo se disuelve en el aire vislumbro nítidamente un grupo de muchachos de la edad de los que acaban de pasar como una exhalación.
Es verano. Atardece en la sierra. Los vencejos planean y llenan todo el aire del pueblo con su bulla. Ellos están sentados contra las paredes de una pequeña ermita. Se refugian del viento del Norte que sopla en la cima del monte donde está construida. Dos de ellos todavía visten pantalones cortos. Otro, el más precoz, saca de los calcetines un paquete de Jean: (solamente quedan 6, mañana habrá que comprar de nuevo). Reparte uno a cada uno y mientras se los llevan a la boca, el que tiene las cerillas lucha contra la corriente. Corre el riesgo de gastarlas todas, así que opta por agacharse dentro de la cavidad antropomorfa excavada en la roca de una de las tres viejas tumbas visigóticas que custodian la vieja capilla, y allí acuclillado, sobre el hueco donde el muerto primitivo reposó por siempre sus pies, finalmente enciende el primero, con cuya brasa prenderán todos los demás. Fuman y se vigilan los unos a los otros, inquiriéndose mutuamente cuando alguien no se traga el humo. Uno de ello no puede más, se levanta, dobla la esquina y vomita delante de la puerta de la ermita. El aire, que en ese punto arrecia, ha provocado que se manche las zapatillas. Finalmente, con el rostro lívido de un penitente, vuelve con sus compinches, que se ríen alborozados y le consuelan con unos golpes guasones en la espalda. Suenan las 10 en el campanario. Se levantan todos como un resorte y se precipitan monte abajo a grandes trompicones, casi rodando por el sendero que nace en la fuente. Al llegar a las primeras casas del pueblo, se detienen, se reparten chicles de menta, beben agua como si acabasen de pasar un desierto y cada cual corre hacia su cubil pensando en qué explicación dar al entrar y ver a todo el mundo sentado a la mesa, cenando.
Yo entro ahora al bar. La parroquia desayuna, bebe palomicas, fuma en la puerta y tira el subsidio a las máquinas cantarinas de las frutas de colores. Me siento a la barra y pido un café, el tercer café del día. Soy incapaz de recordar cuándo decidí que me gustaba. Pero tanto da. Tampoco recuerdo haber tomado otras decisiones.
4 comentarios:
Muy interesante como se comienza la relación con el tabaco y los cafés, y un punto de vista muy peculiar el tuyo. Un abrazo, y te llevo a mi Nido de Urraca, ya sabes como somos las urracas jajjaja.
Gracias Loli
Con 16 años se fuma, ya sabemos porqué se fuma: ser macho, chulear, sentirse importante....
La razón de fumar de adulto no la sé, quizá sea la de encontrar en el tabaco la seguridad vital que no tenéis sin él.
Un beso,
Ester
Hoy es pura adicción físico-quimica por los componentes que lleva.
A los 16 eran ansias de libertad.
Aunque, bueno, creo que la decisión de asumir que hay que trabajar es bastante más perniciosa...por lo menos para Adan
Besos
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