miércoles, 7 de diciembre de 2011

El mito y la furia (V)

(Viene de aquí)



Estuvimos muy a gusto en el Campus de Leioa. Escuchamos a personas sabias decir cosas muy interesantes. Ese tipo de reflexiones que todo el mundo se hace alguna vez en la vida, incluso varias decenas de veces en la vida, pero que van a parar al purgatorio de las ideas, que es donde reposan, comatosas, las buenas intenciones que nadie pone en práctica, ni el que las piensa, ni el que las dice, ni el que las escucha.

Es este un misterio difícil de resolver, porque todo el mundo estaría de acuerdo en lo esencial para lograr cambiar algunos hábitos que harían de la vida un hilo de agua limpia fluyendo pendiente abajo sobre aluminio. Y es que las soluciones a los grandes problemas del mundo pasarían por eliminar algunas malas costumbres, detalles diarios, que nos van convirtiendo día a día en pequeños mezquinos. Si sumamos la mezquindad, cotidiana, mínima y particular que cada cual ejerce en su reducido ámbito de relaciones, a la que practica el vecino, y a la que han ejercido todos los humanos que en el mundo han sido, tenemos como resultado esta actualidad perversa que emite el mensaje inequívoco de que cuanto peor es uno, mejor la va en la vida.

Es como la sucesión de pequeños detalles que convierten en un estercolero humano el hogar que deciden formar una pareja enamorada. Un buen día aparece en el rostro de uno de los dos una pequeña mueca de fastidio, apenas imperceptible. Otro día la mueca se verbaliza en un reproche dicho con poca delicadeza, en la frontera de la buena educación. Otro, surge descarada una palabra grosera; quizá al día siguiente un insulto, y un portazo, una imprecación, un soplido, una mañana sin beso, una noche sin abrazo, una cena sin mirar o un paseo sin mano. Para el arraigo de cada una de estas costumbres hubo una primera vez y la torpeza o la falta de voluntad para percibirlas y corregirlas. Eso es lo que convirtió a la pareja en un nuevo nodo en la red humana, un nuevo origen de mezquindades donde al cabo del tiempo surge la pregunta tonta y estúpida de cómo hemos podido llegar aquí.

Todo esto venía a cuento del recuerdo de mi visita a una universidad. Me he pasado media vida metido en ella. No en la que visité, sino en otras dos, de cuyo nombre ahora no quiero acordarme. De hecho conozco muy bien los entresijos de su funcionamiento, los vicios y las virtudes, los pecados y los milagros que se producen al atravesar el dintel del santuario en el que se imparte y se produce el conocimiento, donde se fragua el futuro y se estudia el pasado y donde la inteligencia forma parte de la composición del aire que respira cada uno de los miembros de la academia, los cuales, parafraseando a Unamuno, son ni más menos que los sumos sacerdotes que oran, ordenan, explican y descubren el universo vivo, físico y artístico en el templo de la sabiduría. Esto es lo que pensaba yo de la universidad, hace muchos, muchos años. De hecho, esa frase me ha salido de corrido, y al releer este capítulo antes de publicarlo no he tocado de ella ni una coma. (Debo de tener esa percepción mítica adherida en algún rincón de la amígdala cerebral, que es donde se fabrican las emociones. )

Porque para mi - hijo de trabajadores, miembro de una generación que creció mamando a diario la leche de los discursos paternos sobre la importante de tener estudios, sobre el sacrificio que ellos estaban dispuestos a hacer para que llegásemos un día a la universidad, sobre el prestigio social casi innato de médicos, de abogados, ingenieros, arquitectos - para mí la universidad era, efectivamente, un espacio sagrado. El lugar, el único lugar posible donde se distribuía y se generaba el conocimiento profundo de las cosas. Según lo que yo imaginaba , en la universidad no se estudiaba lo que hasta el momento nos habían enseñado; temas banales, más o menos complicados, sin trascendencia, algunos de cierto interés, otros más que despreciables, que teníamos que aprender de carrerilla o que copiábamos de chuletas ingeniosas para aprobar exámenes.

Yo imaginaba que la universidad era la cima más alta, o el límite oscuro en las profundidades de la tierra de donde surgían, como una luz palpitante, los restos del reflejo eterno de la llama con que el espíritu de los sabios ilumina el estudio y las certezas, los secretos universales que solamente estaban al alcance de unos pocos privilegiados, prometeos contemporáneos portadores del fuego que habían de señalar el camino del progreso y de la verdad. Esa era la universidad de mis sueños, el lugar a donde yo nunca podría acceder porque la obtención de la llave que me daba acceso era una tarea que me resultaba absurda y tediosa: un programa de asignaturas sin el más mínimo interés que debía aprender para después examinarme de ellas durante dos días en la celebérrima e inútil selectividad. Los profesores que me las impartían no dejaban de decirnos, una y otra vez, que “ya veréis cuando lleguéis a la universidad” “ya entenderéis esto cuando lleguéis a la universidad” “cuidado porque en la universidad no habrá nadie que os diga lo que tenéis que hacer” y cosas por el estilo que provocaban en mí un doble efecto: por un lado acentuaban mi visión idealizada y mítica, pero por el otro me desfondaban y me desmotivaban porque no podía entender que la prueba que había de superar sin equa non consistiese en todo lo contrario a lo que yo presuponía que era el pensamiento reflexivo y el aprendizaje racional y lógico. Ahí había algo que no me cuadraba.

Sin embargo mis sospechas se diluían enseguida y aunque la conclusión era de lo más evidente, yo me aferraba a mi ilusión, y seguía imaginando en las aulas y en todos los espacios universitarios, estudiantes y profesores discutiendo, acaloradamente, con gran pasión, sobre los temas que de verdad importaban al mundo; estableciendo las líneas maestras de las soluciones a los problemas; dando calor a las ideas que habrían de nacer con las que surgirían nuevas formas de expresión artística y cultural, nuevas disciplinas científicas y sociales que dejarían atrás los métodos de experimentación más sofisticados conocidos hasta el momento y que germinarían la semilla sembrada siglos atrás que lo cambiaría todo para bien la humidad y asombro de dioses y demiurgos.

De modo que me pasé cuatro años de mi vida intentando pasar el Rubicón del COU. Recuerdo que el cuarto, último y definitivo intento, cuando el jefe de estudios vio asomar mi nariz por la ventanilla de la secretaría, gritó mi apellido en medio de una breve y sonora carcajada. Después de hablar con él, de aguantar estoicamente sus ironías y de jurarle y perjurarle que esta era la vencida, tuve que pedirle formalmente, a través de la instancia pertinente, permiso excepcional para una convocatoria extraordinaria porque el libro azul de escolaridad ya no tenía más hojas y la administrativa del instituto se vio obligada a añadir dos más grapándolas a la cubierta.

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A ver si ahora sí que lo aprovechas, niño- recuerdo que me dijo.

Yo, por entonces, había cumplido los 25 años, estaba casado, trabajaba de camionero y tenía una preciosa y linda hipoteca.

Continua aquí

4 comentarios:

Ana Rodríguez Fischer dijo...

¡Ay, dolor...!, que dirías en otros tiempos.Los tuyos,sin embargo,jamás legitimarían la imagen univeridad-santuario, pues que nunca, pese a...
Y sin emabrago,ay...

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

En otros tiempos y ahora. Dolor, dolor, dolor de no contatr con lo que deberíamos contar. Otro gallo nos catantaría
Después de años, y entradas, empiezo a entender tus puntos suspensivos. Estos de ahora son muy claros. Es verdad, nunca lo ha sido, un santuario. Solamente estaba en la mente de Don Miguel, pese a los esfuerzos de denodados creyentes. Y sin embargo, malos tiempos, muy malos. Se abren experimentos para ver si funciona un nuevo modelo universitario neoliberal a 57€ el crédito de aquí a 2 años, ¡en la pública!

ESTER dijo...

Y “mudat” que estabas en tu boda!
Lo de la Universidad creo que ha cambiado un poco. Yo puedo comparar la Universidad de toda la vida con la virtual y resumirlo escuetamente en:

Profesores, bolígrafo, compañeros, apuntes y bar vs. PC, teclado, pantalla y cocina.

Un beso, NENA

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

No creas Nena. En esencia casi es la misma que la que se describe en los primeros capítulos de "El árbol de la ciencia". A pesar de Bolonia, que se va a quedar en nada, porque van a volver los grupos de centenares de estudiantes en un aula a raiz del despido próximo de miles y miles de profesores asociados, que suponen, en algunos casos, el 60% de la plantilla docente.
Otra cosa es la universidad en la que tu estudias, porque su origen y su naturaleza no presencial la hace diferente.
Aquí hay un profe que resume el nuevo EEES con una frase: "Nos hemos creído que Bolonia es utilizar el Power Point"

Y repito, en un par de años el crédito en la universidad pública estará a 55€. Es para estar todo el día en la calle dando la matraca, pero como si nada

Como dice Ana, Ay, que dolor!