viernes, 24 de julio de 2020

La mosca en la tela de araña



Desde luego son posibles tantas formas de afrontar la vida como personas hay sobre la Tierra, en equivalencia a la diversidad de criaturas que  nacen, se reproducen y mueren;  cada una de ellas tal y como dicta su instinto, acogida  al segmento taxonómico que clasifica y etiqueta la comunidad científica, previa exhaustiva y minuciosa observación.

A pesar de que los mamíferos marinos se aparean a través de su aleta dorsal sumergidos en la intimidad de las profundidades, siguen siendo mamíferos, a diferencia de los peces, quienes pese a convivir con ballenas, morsas y delfines, jamás abandonarían el agua porque fallecerían asfixiados.

Mamíferos marinos, peces, crustáceos y cefalópodos no saben que lo son. Tampoco los rumiantes saben que la hierba que ingieren se digieres cuatro veces, ni los insectos invertebrados tienen la menor idea del lugar que ocupan en la clasificación de los científicos, que intentan ordenar y conocer las características fundamentales de todo ser vivo, a través de las cuales se integran  en grandes familias biológicas, de tal manera que si alguien  intentase mantener tercamente  la opinión de  que un boquerón es un paquidermo, disimuladamente marcaríamos el número de teléfono del centro de salud mental más cercano.

Nos resulta sencillo  clasificar especies animales porque no hay un solo pulpo nadando en los siete mares  que levante uno de sus tentáculos para solicitar turno de réplica y exigir obligada rectificación -y si le apuran hasta una cuantiosa indemnización- ante la afrenta de incorporar a los miembros de su especie en el mismo grupo que a los pulpitos, a las sepias o a los calamares, a todas luces seres de menor clase y alcurnia, bastante menos lucidos y sugerentes.

Por el contrario, a pesar de que los humanos contamos con la conciencia de nuestra existencia y  de nuestro final  y nos arrogamos la facultad de nombrar y clasificar a las demás criaturas terrestres, somos muy reacios a que nos cataloguen nuestros propios congéneres, los únicos capaces de hacerlo, ya que, a lo sumo, solamente algún gran felino perdería su precioso tiempo salvaje en encasillarnos  en función  de su apetito circunstancial y de si nos encuentra apetecibles o no apetecibles.

El celo con que defendemos a ultranza nuestra individualidad y diferencia ante los demás miembros de la especie produce el fenómeno exclusivamente humano de mostrar las uñas y los dientes frente a cualquiera que intente incluirnos en algún grupo de sujetos, ya sea numeroso o ínfimo, por mor de determinadas coincidencias con respecto a otros sujetos. Sólo lo permitimos en algunos casos. Por ejemplo, en la adolescencia y primera juventud nos identificamos con determinadas estéticas que nos arropan dentro de un grupo concreto  con cuyos valores, gustos y preferencias compartidos por sus miembros, nos identificamos, proporcionándonos así la personalidad de la que carecemos.

Ya como adultos seguimos etiquetando y permitimos que lo hagan cuando la pertenencia a un grupo  determinado nos promete diferencias ostensiblemente ventajosas con respecto a otros grupos que se forman en función de criterios similares. Por eso,  la religión y la patria o la identidad nacional genera los vínculos gregarios más potentes, que en la mayor parte de las ocasiones son perpetuos y de carácter hereditario. Casi de modo parecido actúan sobre los sentimientos de la gente los clubs de fútbol o de cualquier otro deporte de masas.

En los últimos años ( o quizás ha sido siempre así), los partidos políticos han dejado de ser herramientas humanas de organización -susceptibles de cambio, refundación y desaparición para la consecución de determinados modelos de sociedad- y han devenido en una suerte de Iglesia, clubs de fans o centros doctrinarios de beligerante sectarismo ideológico con los que se reconocen  acríticamente decenas de miles de personas como si se tratase de sus mismísimos huesos. El partido político al que votan y con el que se identifican ha arraigado tanto en sus corazones que son capaces de enemistarse con sus mejores amigos si alguno de ellos contradice o cuestiona, ni que sea mínimamente, su credo, o incluso  no les duelen prendas poner en peligro la paz familiar en una sobremesa navideña.

En cierto modo puedo llegar entenderlo, porque al fin y al cabo lo que hacen  los partidos políticos es  venderse a un público objetivo como depositarios de determinados valores, tanto morales, éticos como sociales  de modo que, abanderándolos,  pretenden conectar directamente con nuestras percepciones de la vida en el mundo, azuzando miedo, rechazo e incertidumbre, o  esperanza, ilusión y  certezas, según convenga. Así, no somos más que simples moscas vulnerables en una tela de araña publicitaria, atrapadas y transformadas en alimento del poder.

Sin embargo, lejos de concedernos el beneficio de la víctima y a pesar de que en cierto modo lo somos, no es menos cierta la indolencia con la que aceptamos y asumimos sin más los mensajes y los ardides de quienes intentan atraernos a sus redes. Hasta tal punto es así que, por ejemplo, renunciamos a leer prensa crítica con nuestros postulados y hemos dejado de ser lectores, oyentes o espectadores de periódicos, radios y televisión para convertirnos en intolerantes militantes de medios de comunicación, renunciando así a conocer otros puntos de vista, a contrastar lo que nos dicen a sabiendas de que en su mayor parte no es información, sino publicidad, regalos para nuestros ojos, bálsamos o himnos para nuestros oídos. En consecuencia, también aceptamos orgullosos, sin poner ningún reparo,  la etiqueta de lectores de determinadas cabeceras, haciendo ostentación de ello.

Y a pesar de todo, lo cierto es que al  hermanarnos con otros tantos miles de personas al calor de unas siglas, de un logotipo y de unas consignas, lo que hacemos es posicionarnos en un determinado segmento moral. Desde que Norberto Bobbio escribiese en 1992 “Derecha e izquierda” constatamos ( por si cabía alguna duda) que, efectivamente, ambos extremos de la cosa política en la que se posicionan los partidos en función de su ideología no son meras clasificaciones sumarias o conceptos demodé, superados por el prometido final de la Historia que vaticinó Francis Fukuyama justo el mismo año en el que Bobbio publicó su ensayo, con tan mal ojo que, muy a pesar suyo, no sólo la Historia continua, sino que casi cuatro décadas después de tan desafortunada predicción, nuestro Occidente no podía estar más polarizado y la dialéctica entre los que poseen o no poseen los medios de producción, entre justicia o injusticia, explotados y explotadores, igualdad y desigualdad, distribución o acumulación sigue tan vigente como la ausencia del politólogo norteamericano en el debate intelectual.

Y es que alumbrada la década de los noventa, después de la defunción de la URSS, de la caída del Muro de Berlín y del  triunfo global de la revolución neoliberal liderada por Reagan y Thatcher, hubo quien creyó en el final de las ideologías,  de tal manera que si osabas proclamar en público soy de derechas o soy de izquierdas corrías el riesgo de la risa, la  burla, o el mejor de los casos, el desdén. Norberto Bobbio salió al paso de la gran juerga del pensamiento único y levantó la aguja del tocadiscos con un ensayo que, para su sorpresa y la de otros muchos,  en pocos meses se convirtió en un best seller.

Dice Bobbio que “ El criterio más frecuentemente adoptado para distinguir la derecha de la izquierda es el de la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad, que es, junto al de la libertad y al de la paz, uno de los fines últimos que se proponen alcanzar y por los cuales están dispuestos a luchar”. Es decir, más que un par de etiquetas con las que podemos identificarnos o clasificar a las formaciones de un arco parlamentario, la derecha y la izquierda son dos conceptos morales que trascienden la clasificación política y  su origen: el lugar de la cámara parlamentaria  donde asentaban sus posaderas los diputados de diferente signo político.

Y añade el politólogo italiano. “El mayor obstáculo a la igualdad entre los hombres ha sido la propiedad individual, ‘el terrible derecho´”. Porque, efectivamente, si algo proclaman las ideologías que acogen y defienden el libre comercio y el libre mercado es la libertad por encima de todo, por encima del bien común, la libertad de enriquecimiento a costa del empobrecimiento de otros. Por eso, Norberto Bobbio asegura que “la libertad de elección de la esfera privada  es intrínsicamente no igualitaria, porque la libertad privada de los ricos es inmensamente más amplia que la de los pobres.” De ahí que los partidos de derecha o centro derecha propongan medidas dirigidas a una libertad sin igualdad, o a lo sumo proclamen la igualdad ante la ley, lo cual, como descubrió su compatriota Antonio Gramsci, no deja de ser una trampa, sobre todo para los más desfavorecidos. Creo que fue Eduardo Galdeano quien definió a la justicia “como una serpiente, porque sólo muerde a quien camina descalzo”.

Consecuentemente,  la cuestión que a mí me interesa es la eficacia de los partidos de izquierda contemporáneos para conseguir establecerse de manera hegemónica, ante la mayoría de la población y en un sistema democrático, como el referente de los valores  de la libertad, de los derechos humanos, de la dignidad, del trabajo, del esfuerzo, de la igualdad, del bien común, de la conciencia comunitaria, de la solidaridad, del progreso humano y social, de la conciencia, de la justicia, de la regeneración, de la honradez, de la distribución de la riqueza, del respeto al planeta tierra y en definitiva de la bondad. La ejemplaridad de sus líderes sería un buen comienzo,  junto al compromiso de todos nosotros con estos valores y con las organizaciones que los defiendan.

Pero ¿Cabe en las actuales circunstancias, en el contexto actual, con los modos y maneras de hacer política, de albergar algún tipo de esperanza en que algo así tenga lugar? Sinceramente, yo creo que no. La red de la araña es muy poderosa. Cada cual con nuestra etiqueta nos hemos acostumbrado a movernos, unos mejor y otros más torpes, en la viscosidad de los hilos de los que penden nuestras voluntades y nuestras vidas. Por ello creo que es necesario cambiar de paradigma.

La política institucional y  convencional ya no va aportar nada nuevo a la historia, aunque la historia y sus hijos, que somos todos nosotros,  exija  cambios radicales. Los valores morales que siglo a siglo nos han conducido a la época de la Historia en la que cualquier hombre y mujer del pasado le hubiese gustado vivir son los valores de la izquierda. Ha llegado el momento de la imaginación, de inventar nuevos mecanismos de participación y acción democrática, de superar  las estrategias y los  de los partidos políticos convencionales, de la participación ciudadana en proyectos comunes que se conviertan en realidades regeneradoras, emancipadoras, redistributivas, igualitarias y justas.

Podríamos empezar por mirarnos a nosotros mismos y dilucidar si, a  pesar de que nos hemos clasificado a nosotros mismos como especie humana, mamíferos, vertebrados y racionales, pertenecemos a algún otro subgrupo. Por ejemplo al de  los preocupados por nuestro futuro en común; o quizás a los que solo les preocupa su propio futuro; al de los preocupados por  el devenir de la historia, del hombre y de todas las criaturas del planeta; o  al de los que solamente les preocupa la cuenta de resultados y su propio y exclusivo bienestar. Por el momento no somos más que moscas, kafkianas, vulnerables; a veces, caprichosas, y en ocasiones díscolas; en el mejor de los casos moscas cojoneras que de vez en cuando molestan un poco. Algunos ejemplares incluso escapan de la red pero al poco son aplastadas. Estaban solas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Que te voy a decir que no te haya dicho ya.
No he encontrado a nadie que tenga y trasmita tan literariamente mi propio pensamiento.
Llevas razón. No es el fin de las ideologías. La ideología dominante lo impregna todo tan profundamente que lo parece.
Lo fuerte es que esto, por supuesto, desde su opusino punto de vista, ya lo adivinó Fernandez de la Mora, hace 50 años, cuando escribió "El crepúsculo de las ideologías".
Lo grave es que llevas razón cuando dices que los partidos de izquierda (y hablo también de los llamados de izquierda trasformadora por no atreverse a decir revolucionaria) se hacen rehenes de las encuestas de opinión. Algo no funciona cuando el hombre fuerte de estos partidos ha pasado de ser el secretario de organización al secretario de comunicación.
Ya no se expresa una ideología y se busca quien se una a ella. Ahora se pregunta al personal y se trata de adaptar a lo que parece que es tendencia. Y la tendencia forma parte de la superestructura, luego la genera el sistema dominante.
A ver si surge ese hombre nuevo que atisba Gomá pero mucho me temo que eso formará parte de otro capitulo lejano que no veremos ni tu ni yo.
J.C.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Justo después de escribir esta entrada me puese a leer "Atraco a la memoria" , un repaso a la trayectoria de Julio Anguita en conversación con el historiador Juan Andrade. Y me ha sorprendido ver muchas coincidencias de mi texto con el pensamiento de Anguita con respecto al modo de organizar un movimiento que vaya más allá de las estructuras y de los modos de hacer de un partido político, es decir, un movimiento social de largo alcance, con vocación hegemónica. Y ese movimiento social pasa por la regeneración moral y ética de los indíviduos, desde su pleno convencimiento.Ahí es donde se encuentra la equivalencia con el pensamiento de Gomá. Por supuesto, eso no se hace en dos días, y probablemente ni en dos lustros, pero no hay otra manera de cambiar el paradigma, con paciencia, insistencia, compromiso y organización. Los partidos, incluídos el PCE, están muy lejos de adoptar esa estrategia. Hay mucha gente viviendo de ellos. Por eso la iniciativa debe surgir de la sociedad civil, de los individuos concienciados y comprometidos con la construcción de un nuevo sentido común.
Un abrazo, J.C