lunes, 20 de julio de 2020

Recuerdos marsianos de una tarde electoral


 
Lo recuerdo muy bien. El 28 de noviembre de 2010 fui a votar. Teníamos que escoger a los hombres y mujeres que nos iban a representar en el Parlament de Catalunya de entre los cuales surgiría el nuevo presidente de la Generalitat. Ese domingo había comido bien. De primero, una cazuela de fideos con sepia, gloriosa, fundamentada en un sofrito histórico  y aromatizada con un pellizco de  comino final. De  segundo  unas ruedas de bacalao fresco frito en un suave aceite de oliva, bien enharinadas, al punto de sal, acompañadas de unos poco pimientos de Padrón…  para quitar el sentido. Todo regado con un cava brut nature, muy frío. Después, un whiski on the rocks y la siesta. 

No recuerdo si soñé o no soñé. Probablemente sí, porque los sueños más intensos y materiales se viven durante la siesta; al poco de cerrar los ojos los vapores y la contundencia de los alimentos actúan de desencadenante de una fase REM súbita y profunda  y los sucesos y las imágenes se suceden en la cara oculta del cerebro con inusitado realismo e intensidad. Sin embargo,  no recuerdo lo que soñé. Lo que sí que puedo certificar es  que al despertar ya  había oscurecido y me  sobresalté, pues temía que  hubiesen cerrado los colegios electorales. Eran casi las siete y media de la tarde. Debía de  apresurarme si pretendía  votar.

Decidí mi voto desde antes  de la campaña electoral. En  pocas convocatorias electorales mi decisión había sido más consciente, fruto de una larga y sesuda  reflexión que  enfrentaba sin paños calientes, con sinceridad, ahuyentado prejuicios y sectarismos las distintas opciones posibles, los programas, las figuras humanas y políticas de los contendientes, sus trayectorias, formación y preparación,  la consistencia, sinceridad y realismo de sus propuestas, el contexto social presente y el momento histórico proyectado hacia el futuro relacionado con mi particular situación personal y el modelo de sociedad al que aspiro. 

De hecho, hasta ese año casi se podía decir que regalaba mi voto, porque al contrario de lo que hace la mayoría de la gente, decidía mi opción después del debate en la tele, de valorar el ingenio  de los zascas en las sesiones  parlamentarias, o escuchando a los tertulianos en la radio. Pero parece ser que estaba madurando, afirmando  mi condición de adulto,  y ese día de otoño de hace una década  fue el momento de actuar de manera responsable  ante la historia, como actúa  la mayoría de la gente, y no al tuntún, tal y como hacemos unos pocos descerebrados. 

De modo que me refresqué la cara, me calcé, cogí la cartera, mi pluma estilográfica de escribir poemas, el abrigo, y salí escopeteado hacia mi colegio electoral, para participar civilizada, cívica y responsablemente  de la fiesta de la democracia. Casi no había gente. Solamente un guardia municipal fumando en la puerta, los interventores de los partidos en contienda afilando sus lápices mientras soslayan disimulados a sus contrincantes y algunos pocos rezagados como yo, que dejan siempre lo importante a última hora. 

Me dirigí a la mesa donde descansan como fajos de billetes las pilas de papeletas de cada una de las formaciones. Busqué la de Convergencia i Unió (CiU), el partido de los nacionalistas catalanes, que representaba -y representa ahora con otros nombres- a lo mejorcito de la burguesía catalana, a la gent guapa,  a los que manejan el cotarro, a los que se lo llevan crudo a Andorra, a los que han exprimido y han fundido el país. Sentí  un picor en la espalda parecido al pinchazo de una aguja. Era el efecto sobre mi piel de  las miradas de los interventores. Ya se sabe, en un pueblo nos conocemos todos. Con mi papeleta fui hasta una de las dos cabinas disponibles. Siempre he pensado que una cabina electoral es como el probador del Zara, un lugar estrecho, incómodo y maloliente donde te pruebas algo que en quince días pasa de moda. 

Deposité la papeleta de CiU sobre el pupitre, tomé  mi estilográfica y muy despacio,  concienzudamente, taché de la lista el primer nombre, Artur Mas. Sobre la tachadura, con mi letra de los domingos electorales, escribí:  Manolo Reyes, el Pijoaparte. Contemplé durante unos pocos segundos mi obra, el fruto de mis reflexiones.

Después de doblar la papeleta  e introducirla en el sobre, me dirigí a mi mesa. Tras las comprobaciones de rigor, con mi conciencia  a salvo por el deber cumplido, introduje el voto en la urna. Al salir, me acerqué al bar más próximo, pedí una cerveza y mientras bebía con gran placer no dejaba de pensar en los miembros de  mesa electoral y en los interventores al extraer mi papeleta del sobre. ¿Cantarían el nombre? ¿Conocerían a mi candidato? ¿Entenderían algo?  Desde  aquel día no hay jornada electoral que no recuerde aquel momento álgido en la historia de mi madurez. Hoy me vino a la memoria porque se nos ha ido Juan Marsé, el maestro Juan Marsé. Va por él.  

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