miércoles, 10 de julio de 2019

Confesión del fariseo



A lo largo de mi tercera vida creí que era mejor que otros; me convencí de que merecía el privilegio de ser alguien. Mis méritos eran de peso y, en justicia, debía estar por encima de los demás. Probablemente, gracias a ese firme convencimiento, mi creencia se convirtió en  realidad, pero cuanto mayor era la satisfacción que experimentaba observando el mundo y sus criaturas desde la cima de mi autoestima, sentí un vértigo irracional, un horror perturbador al abismo que después de los primeros estremecimientos pude traducir como un  miedo incontenible al fracaso. 

Así es que, una vez  repuesto del espanto inicial  y atenuados los vahídos  y  las arcadas,  decidí rechazar sin contemplaciones toda oportunidad de acrecentar mi orgullo, despreciando con desdén todo tipo de elogios, arropándome con el manto monástico de la pureza  inmaculada,  abocando al estercolero la mayor parte de mis virtudes, la materia prima, única y exclusiva,  de la que se nutre mi talento.

Ahora soy  todo sencillez, moderación y decoro. Mi humildad no conoce límites. He inmolado ínfulas y arrogancias. Todo mi ser, mi sola presencia, mis gestos y mis palabras no desprenden más  que  modestia y, en estos momentos de confesión dolorosa, puedo afirmar sin rubor que he conseguido culminar el vértice más escarpado en las cumbres de la humildad. No ha sido un camino fácil,  pero  al observar desde esta cúspide virtuosa recién conquistada el paisaje humano de la soberbia presuntuosa, doy por bien empleado el sacrificio, y para que sirva de ejemplo, lo difundo

Vuelvo mañana

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