lunes, 10 de septiembre de 2018

En construcción



Resulta perturbador constatar que apenas unos pocos centímetros de pared nos separan de la intemperie  mientras dormimos plácidamente nuestros sueños. Solamente un cristal y dos hileras de ladrillos superpuestos preservan nuestra intimidad, nuestro hogar, ese espacio cerrado en el que vivimos a diario  la ilusión de la posesión, de la privacidad  y de  la exclusividad. 

Unas decenas de metros cuadrados distribuidos en unas pocas estancias nos arropan, nos protegen, nos conceden  ciertas comodidades,  y sobre todo nos procuran la quimera de  la  inviolabilidad.

Solamente la delgada puerta de madera y el mecanismo que acciona una sencilla llave  salvaguardan en ese mínimo espacio nuestra fragilidad, nos mantienen separados del resto del mundo, a salvo de  los otros, y mantiene  abrigados nuestros momentos de felicidad, las rutinas más tediosas, las miserias de nuestros cuerpos y  las vicisitudes  diarias que jornada a jornada conforman nuestras existencias. 

Si fuésemos dioses o banqueros con  el poder de abrir como una lata las fachadas de los edificios donde vivimos, podríamos vernos en  otra dimensión; observaríamos desde una  perspectiva inédita y real, simétricamente distribuida en celdas de hormigón, la vulgaridad de nuestro proceder; neutralizaríamos los afanes de  singularidad y, sobre todo, caeríamos en la cuenta de  la inconsistencia de nuestra seguridad, tan solo a salvo gracias a la confianza mutua y a  la pervivencia de cierto sentido del  respeto a los demás, cuestiones éstas maleables, frágiles y meramente coyunturales, ni mucho menos socialmente universales. 

Hemos asumido que todo cambia cuando abrimos la puerta, la volvemos a cerrar, salimos a la calle y renunciamos a los límites de nuestro espacio, al asilo de los tabiques que  nos custodian. “Ahí vivo yo”, podemos decir, señalando nuestro balcón, que viene a ser tanto como decir que  tras esos muros, tras los  finos cristales, yo respiro, subsisto, habito, y duermo  tranquilo. 

En esos  ochenta metros cuadrados por los que vendemos a precio de saldo nuestro tiempo y nuestro esfuerzo, cobijamos nuestras costumbres y dormimos nuestro descanso mientras se escapan  entre  los orificios de las persianas y los  desajustes de las ventanas todos nuestros sueños comunes.

Pero eso  nos resulta  indiferente   porque, en realidad, solamente  perseguimos  compartir  la mínima confianza y el mínimo respeto recíproco  con el fin de  proteger nuestra propiedad y  la integridad de nuestros cuerpos. Cualquier idea o  suceso que cuestione  levemente  esa relación y esa certeza  la consideramos una amenaza. Y así, tras la seguridad ilusoria que nos ofrece la tela liviana de unas cortinas,  construimos día a día el bucle de la ingenuidad y del miedo.

2 comentarios:

emejota dijo...

No podría estar más de acuerdo con la gran falacia human.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Saludos, emejota !