lunes, 21 de mayo de 2018

Desencadenada



Fui a Oviedo para encontrarme con  Ana Ozores.  Callejeé  atento y despacio, circundando  la catedral, deteniéndome durante unos segundos en  los ángulos más retirados. Permanecí largos minutos a la sombra del palacio del Conde de Toreno, sin otro entretenimiento más que la  contemplación un tanto apenada de  Willians B. Arrensberg, detenido para siempre con sus maletas y su paradoja de viajero inmóvil. 

Busqué en las puertas de los palacios, en los pórticos de las iglesias. Pensé que si sorprendía a don Fermín saliendo del palacio Episcopal,  solamente tendría que seguirle y así daría con Ana, pero únicamente  vi algún estudiante apresurado corriendo hacia el conservatorio con su instrumento enfundado mientras  huían por alguna de las ventanas las notas esforzadas de un violín desafinado. 

Vueltas y vueltas por aquellas calles  ya no  tan vetustas: conservan las piedras,  el señorío y la solera de antaño, pero por fortuna apenas  son  un recuerdo de la ciudad clariniana de  redingote, chistera, mantilla negra y aromas de  puchero. 

Me senté junto al edificio que albergó el casino; junto a la puerta donde, hace tiempo, los señorones y los  oportunistas de medio pelo fumaban grandes puros, bebían brandy añejo  y arreglaban el país despellejando  insidiosos a  enemigos y amigos.

Buscaba alguna figura que me resultase familiar, pero no reconocí  en ningún transeúnte el porte atildado, canalla y un tanto snob de  Don Álvaro Mesía. Y fue una lástima, porque tenía la certeza de que siguiéndole, me llevaría también a  La Regenta. 

Opté por subir  Cimadevilla, cruzar por  la calle Magdalena y escrutar los comercios y las cafeterías, preguntar precios, fisgar, entretener a los dependientes mientras soslayaba la calle por si advertía la sombra  de Ana caminando acuciante y discreta, con el rostro velando   miradas y murmuraciones,  el misal y el rosario entre las manos enguantadas, dejando a su paso el sonido de su tacones y  un leve  aroma  a incienso y perfume caro. Pero nada. Ni rastro. 

Llegué a la plaza de Trascorrales, donde Vetusta hace honor a su nombre. Quizá  Ana visitase alguna de aquellas casas en busca de consejo. Quizás alguna modista confidente le tomase medidas mientras ella se  sinceraba y desahogaba su desdicha. O quizás se encontrase el algún saloncito recogido y oscuro con alguna mujer desconocida con la que poder charlar sin reservas y compartir abiertamente  sus deseos, sus tormentos y  la hipocresía  provinciana de sus verdugos. Aunque la plaza preservaba las arquitecturas  de la ciudad vieja, finalmente concluí que no, que aquel no me parecía un lugar donde hoy Ana pasearía su estampa  hermosa de  mujer abrumada. 

De modo que enfilé hacia la plaza  del Ayuntamiento, y tampoco: sólo el trajín de algún funcionario, turistas con paloselfie  y las campanas de San Isidoro  dando el mediodía.  El momento de respirar, de sentarse, beber y aprovechar para escrutar la gente  que pasea desde la lglesia  hacia el Fontán, despreocupada, dejando a un lado el hermoso mercado como si no estuviese, de tanto verlo, cada día, y observando a quienes  observan, porque  se pasea para observar y ser observado.

Y yo sentado en mi atalaya, preguntándome quién de todas las mujeres que pasen delante de mí durante esta hora larga de descanso podría ser Anita Ozores, ahora, en nuestro tiempo. Qué hermosa mujer de hoy podría relevar  a La Regenta. En Oviedo, en Madrid, en Barcelona, en cualquier ciudad, grande o pequeña, cosmopolita o provinciana, que a veces hay más provincia en una gran metrópoli que en la aldea más insignificante. ¿Cómo será? ¿Recatada, discreta, casi transparente?¿ O por el contrario,  excesiva, desinhibida, exuberantemente libre,  con cierto aire de descaro vengador? 

También es posible que si encuentro a La Regenta de hoy resulte  demodé, anacrónica,  ya vieja, enlutada, decadente, caminando sola entre el gentío, encorvada, apoyada a cada paso que da en el bastón de puño nacarado que sujeta con dificultad las manos artríticas, casi transparentes, sin ganas de observar a nadie, ni siquiera de saludar, digna  y resentida ante la ciudad que la destruyó.

La Regenta únicamente sigue  caminando, empecinada, para seguir existiendo; para imponer su presencia entre las ventanas que la maltrataron. Allí la veo. Tarda unos segundos en traspasar el lugar desde donde yo la observo y por un momento parece que se da cuenta de que la miro, porque alza levemente la cabeza y me dedica un leve  soslayo inquisitivo,  y entonces distingo  su rostro de marfil, anciano, aunque sin una sola  arruga;  rasgos angulosos, cincelados por  las miradas y la apariencia, por  la represión y el  desengaño. Un semblante  eterno, que paseó las calles de Vetusta antes de que lo viese Clarín y que verán otros visitantes igual que yo, mientras estas piedras se mantengan en pie.

Porque La Regenta que yo buscaba no se puede esculpir. Uno la puede tocar, sentir un frío negro, una suavidad extraña, como encantada, parecida a la piel viva de los muertos que todavía respiran. Puedes circundarla, mirar fijamente las cuencas negras de sus ojos de bronce, y por un momento creer que es ella; intentar besar la carne oscura de sus labios y susurrarle palabras apenas insinuadas para que abandone el castigo de su lugar, porque Víctor y Don Álvaro han muerto, y tú, querida Ana, ya eres libre.

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