Los nuevos tiempos nos obligan a reformular el lenguaje.
Un libro best seller ya no debería llamarse así, porque en realidad
es un libro populista. Lo mismo ocurre con las canciones de los artistas que nutren las
listas de los 40 principales, o con las películas que se producen para que, durante
los quince días posteriores a su estreno, revienten la taquilla y la máquina de
palomitas, y ya nunca más se vuelva a saber de ellas.
Por tanto, una novela, un disco o una película populista
serían aquellos que contienen lo que quiere el gran público, lo que algunos
creen que queremos, lo que unos pocos dictan que tenemos que querer. A saber.
En una novela, sexo, crimen, amor típico y tópico, un poco de misterio, y a
veces una trama enmarcada en un momento de la historia, aderezada convenientemente
con datos falsos y vendida adecuadamente como histórica. En un disco, un estribillo pegadizo, ritmo
uniforme y la belleza y juventud de sus intérpretes, aliñada con unas gotas de
falsa rebeldía. Y en una peli que triunfe en taquilla y que sea rentable para la industria
transgénica del maíz, los
consabidos efectos especiales,
violencia, buenos y malos bien definidos, a veces un puñado de chistes más a menos afortunados, un final feliz y la
interpretación del actor o de la actriz
de moda.
Si además está adecuadamente publicitado y distribuido, millones de personas consumirán masivamente cualquier producto llamado cultural que contenga alguno de los ingredientes que he mencionado. Es decir, simplezas, ausencia de profundidad, vulgaridad y el abc elemental de fácil digestión para cualquier ciudadano que ofrezca, del modo más sencillo posible, incertidumbre controlada, sorpresa previsible, alegrías, miedos irreales, lágrimas fugaces y evasión, mucha evasión.
Todo con dos fines. El principal es aumentar la cuenta de resultados del grupo editorial o la productora audiovisual de turno, que en el mundo global son uno y trino. Pero la finalidad también es abundar en una serie de lugares comunes, muy fáciles de transmitir y de digerir, que imprimen en la sociedad determinados códigos de conducta colectiva, igual que marcas de fuego sobre la piel, con el fin de camuflar bajo un grueso manto de vulgaridad la corriente subterránea por la que fluyen las complejidades de la vida, de las relaciones sociales, los valores y las realidades que nos ayudan a conocernos mejor y que nos convierten en mejores personas cuando un artista de verdad es capaz de hacerlos emerger.
Si además está adecuadamente publicitado y distribuido, millones de personas consumirán masivamente cualquier producto llamado cultural que contenga alguno de los ingredientes que he mencionado. Es decir, simplezas, ausencia de profundidad, vulgaridad y el abc elemental de fácil digestión para cualquier ciudadano que ofrezca, del modo más sencillo posible, incertidumbre controlada, sorpresa previsible, alegrías, miedos irreales, lágrimas fugaces y evasión, mucha evasión.
Todo con dos fines. El principal es aumentar la cuenta de resultados del grupo editorial o la productora audiovisual de turno, que en el mundo global son uno y trino. Pero la finalidad también es abundar en una serie de lugares comunes, muy fáciles de transmitir y de digerir, que imprimen en la sociedad determinados códigos de conducta colectiva, igual que marcas de fuego sobre la piel, con el fin de camuflar bajo un grueso manto de vulgaridad la corriente subterránea por la que fluyen las complejidades de la vida, de las relaciones sociales, los valores y las realidades que nos ayudan a conocernos mejor y que nos convierten en mejores personas cuando un artista de verdad es capaz de hacerlos emerger.
Por eso, a estos productos pretendidamente
culturales etiquetados como best sellers
en función de su eficacia comercial, deberíamos llamarlos populistas, porque su
fin y su función tiene que ver con ese mismo término cuando se aplica a la
política.
Populismo es una palabra que
nos han inoculado en vena durante meses
y que, una vez cumplido su cometido, encajada convenientemente en el marco
electoral, postelectoral y de negociaciones para el establecimiento de un
gobierno en España, parece que va perdiendo presencia.
Populismo ha sido el término con el que los spin doctors patrios han forjado un hierro para grabarlo sobre la piel de los partidos políticos transformadores. Curiosamente, el
PP es el primer partido político de España que se definió en su fundación, a sí mismo, como populista y ha sido el partido que más ha utilizado el término para desprestigiar
a sus nuevos adversarios.
El día cinco de julio de 1988 la edición nacional del diario ABC publicaba una
noticia en la que la periodista Luisa Palma informa sobre un documento
estratégico elaborado por Alianza Popular a cargo de Manuel Renedo, en el que se constata que una parte
significativa del electorado de este
partido es de extrema derecha, motivo por el cual el documento de Renedo situa
a AP “en la idea de populismo”. “Por eso”, continua el informe, “es necesario centrar el mensaje político y
situarlo en la idea del populismo" [Por tanto], "el partido se proclama como populista”.
Este documento fue discutido y aprobado por el comité ejecutivo del partido,
del que ya formaba parte Mariano Rajoy, y aprobado en el congreso que secelebró
en Enero del año siguiente.
Sea como fuere, el populismo político ofrece lo mismo que
un best seller, la canción del verano o la enésima precuela de la Guerra de las Galaxias, un
producto fácil de entender, que entusiasme a los ciudadanos y que les ofrezca seguridad, confianza, y esperanza. Estribillos
bailables, clichés
archiconocidos y finales felices.
Parece que sobre el populismo está todo dicho, porque
cuando pensamos en esta palabra todo el mundo dirige la vista hacia el mismo
lugar. Es el efecto “Corte Inglés”. A
fuerza de repetir el mensaje, quiéreteme
se ha convertido en una nueva forma pronominal y verbal que pronto deberemos
conjugar y admitir en los manuales de gramática y de sintaxis. De hecho, mi corrector
de Word ya la incluye.
Porque populismo es igual a Unidos Podemos; populismo y
Pablo Iglesias constituye una relación
semántica tan consolidada y asumida por
el gran público, que aguanta hasta la equivalencia con Donald Trump sin el más mínimo atisbo de duda. Ya puede
salir al estrado Susana la sultana a no decir nada durante horas ; ya puede evacuar toda
su simpleza política de cuñado político Albert Rivera; ya puede mentir un día sí
y otro también el gobierno y el partido de Rajoy, que aquí los populistas son
Pablo Iglesias o Alberto Garzón.
Efectivamente, todo es sumamente contradictorio. Porque
si Pablo Iglesias –el supuesto populista del país- no ha sido capaz de ganar unas elecciones, es
porque ha habido otros que han vendido mejor su producto, porque no se han
andado por las ramas de las complejidades que conlleva hacer política de verdad y han ofrecido un mensaje sencillito, dirigido
al gran público, con final feliz, similar a lo que nos dan los best sellers. Y el gran público lo ha comprado.
En Cataluña solamente utiliza
el término el tontito de García Albiol, como un eco desafinado de lo que dicen sus jefes en Madrid. Aquí no hay nadie al que se acuse de
populista. Este es
un hecho que me resulta altamente sorprendente. Nadie en el
PP, en el PSOE o en C’s ha tachado de populista a los partidos que integran
Junts pel Sí, o a la CUP, y a la inversa. Nadie ha dicho nunca que el tono y el
modo de actuar de la Assemblea Nacional de Catalunya es populista. Decir, como
dijo Santi Vidal y tantos otros en público, en los auditorios de los pueblos catalanes, (Vidal no es el único que anda diciendo por ahí barbaridades nacionalcatólicas), que al día siguiente
de la independencia, la pensión mínima de
jubilación sería de 1.000 euros, parece que no es populismo. Utilizar,
como han utilizado los políticos convergentes, de ERC y de la CUP, los
sentimientos de identidad; tergiversar la historia; fomentar la animadversión
hacia otros pueblos de España; difundir la posibilidad cercana de una arcadia feliz donde ataremos los perros
con longaniza… y prometer que todo eso se hará sin problemas, pacíficamente,
con la aquiescencia de los poderes financieros y el beneplácito del mundo civilizado, no es populismo.
Eppur si muove. Por eso, en Cataluña los superventas son los partidos que defienden
la independencia; una historia que
empezó a gestarse el día en que Artur
Mas tuvo que escapar del Parlament de Catalunya en helicóptero, debido a las
protestas radicales contra sus recortes, protagonizadas por quienes en breve aprobarán
sus presupuestos (¡qué cosas!).
Sin embargo, las editoriales y las productoras saben que la vida de un best
seller es corta, y que en ese tipo de obras no hay mucho donde rascar, porque al consumirlas se disuelven como una azucarillo y no queda nada de ellas. De ahí que sea necesario hacer caja durante las primeras semanas o meses inmediatamente posteriores al lanzamiento de
la obra. El producto puede estar arriba, muy arriba de las listas de ventas, incluso un par de años,
pero después el público pierde el interés, porque la maquinaria no se detiene
y aparecen nuevos títulos.
Cuando llegue el momento de constatar que todo era ficción barata, que no había más que una sola
lectura, que las palomitas se han terminado y que además no se han solucionado los problemas que nos agobian ¿Qué nuevos títulos nos ofrecerán a los
catalanes? ¿Cambiará el argumento? ¿Y el estribillo? ¿Cantaremos la misma letra
con otra tonada? ¿ O cerraremos la editorial porque ya no vende?
No hay comentarios:
Publicar un comentario