jueves, 9 de enero de 2014

Arquitectura del porvenir


Hace 26 años que vivo frente a un colegio. Las ventanas de mi vivienda no distan  más  de  20 metros de las aulas.  Esto no tendría  nada de particular si no fuese porque el edificio escolar fue construido en el año 1935 y porque fue diseñado por el arquitecto Josep Lluis Sert. Era el modelo con el que se debían haber construido todos los colegios de  la II República española bajo las prescripciones del grupo  GATCPAC (Grup d’Arquitectes i Tècnics Catalans per al Progrès de la Cultura Contemporània), que fue fundado y liderado por el mismo Sert.
El colegio debió de ser en su día revolucionario. Cualquiera que lo vea hoy  por primera vez, libre de los adornos infantiles que han colocado los maestros sobre los amplios ventanales,  tendría serias dificultades en asignarle una función y, del mismo modo, me atrevería a asegurar que muy pocas personas  creerían  que en  apenas 20 años el edificio cumplirá el siglo de vida.
No tengo ni idea de arquitectura. Por eso,  para poder decir algo más sobre esta  escuela,  no me queda más remedio que utilizar un lugar común: aquello tan socorrido de “el edificio está tan integrado en el entorno, que pasa totalmente desapercibido”. Pero es que es así.  El colegio consta de  una única nave en planta baja  que se alarga en paralelo unos 50 metros a lo largo de la calle arbolada. Es tan poca cosa, tan discreto, ágil y diáfano, que da la sensación de haber surgido tímidamente desde la tierra, casi pidiendo permiso, como si fuese el resultado  de una modesta germinación  ocurrida en el tiempo en que todo  estaba por hacer. Parece estar  ahí desde antes que urbanizaran la calle, desde  antes de que plantasen los plataneros que le observan; antes incluso de que el mismo pueblo donde ejerce se constituyese como tal.
Y es que la fachada prácticamente no contiene ladrillo, hormigón o cualquier otro material de construcción; únicamente lo  justo y necesario para separar y acoger seis grandes ventanales que, debido a  alguna  decisión relacionada con un estúpido sentido de la intimidad, del pudor, o vete tú a saber qué otras razones, los responsables del centro han optado por tintarlos de blanco convirtiéndolos así  en telones opacos, en una especie de  biombos hospitalarios. Ese afán casi enfermizo e incomprensible  por la opacidad, por separar la escuela de la vida que transcurre en la calle, y por el escamoteo de lo que pasa día a día  dentro de una escuela,  impiden la entrada de luz y, sobre todo, imposibilita  que los transeúntes puedan ver una de las imágenes más edificantes, sanas y esperanzadoras: el pasillo de un colegio de enseñanza primaria, el espacio vivo  donde  maestros y niños comparten el trayecto sobre el que discurren sus pasos.
Las escuelas viejas -que así las llama injustamente  todo el mundo, como si las otras que existen en el pueblo  fuesen nuevas debido al hecho de haber sido construidas años más tarde; como si lo nuevo y lo viejo tuviese que tener algo que ver con el tiempo, con el paso de los años o  con los números-  también  sorprenden en su parte posterior. El diseño y la disposición de los espacios son, nuevamente, otro acierto revolucionario, muy en la línea de acción transformadora de la II República española  y, me atrevería a decir, de los preceptos de la olvidada Institución Libre de Enseñanza. Cada aula está conectada directamente con el exterior, con el patio,  a través de otros tantos ventanales  que  hacen las veces de portal  hacia el aire y hacia la luz, de manera que  la clase está permanentemente iluminada y ventilada  naturalmente. El patio, además,  triplica con creces la superficie edificada, con lo cual los niños disponen de un amplio territorio de esparcimiento.  Todo en este colegio republicano  está pensado en función de las necesidades de un niño para ofrecerle  el entorno más adecuado en el que formarse.
Esta descripción un tanto  insustancial se me viene a la cabeza viendo llover. Es tarde invernal de domingo, y cae el agua despacio, suavemente, igual que en el Norte. Estaba leyendo. Me he levantado del sillón para poner un poco de música y para descasar la vista. Canta (o  más bien recita) Leonard Cohen. Aparto levemente la cortina. Las gotas minúsculas rebotan sobre el asfalto; son pequeños puntos de luz que en lugar de caer del  cielo surgen del interior de las farolas, precipitándose  como si fuesen polillas que se disuelven al tocar el suelo. Más allá de la pantalla luminiscente que forma la  lluvia, a un paso,  respira el colegio, arropado tras las ramas desnudas de los árboles, que actúan  como manos delante de la cara cuando queremos  evitar  ser reconocidos. Los haces de luz de los pocos vehículos que circulan  se proyectan sobre los ventanales opacos y sobre las paredes breves, desvelando intermitentemente su existencia.  Ausente y vacía,  tal vez aburrida sin la algarabía con que discurren los días de clase, parece como si  en  este domingo lánguido y húmedo de invierno la escuela vieja  propusiese a  la noche el juego infantil del escondite.
De hecho, parece que alguien ha escuchado mi sugerencia porque ahora  mismo acabo de descubrir un grupo de sombras moviéndose. Son cinco figuras humanas, cuatro sentadas y una de pie.  Se han refugiado bajo el voladizo del colegio  y apoyan sus cuerpos sobre los ventanales. Son cinco adolescentes risueños. Mal camuflado como estoy tras las cortinas de la ventana,  deben estar  especulando sobre mi naturaleza: “Un fantasma, un espectro,  la vieja del visillo, algún viejo chiflado que, aburrido de ver la  tele, se ha puesto a fisgonear  y que probablemente se apresurará  a llamar por teléfono a los guardias urbanos al vernos sin más ocupación que permanecer sentados, apoyados sobre las cristaleras de la escuela mientras wasapeamos velozmente con los pulgares  y reímos descuidados antes de cometer una gamberrada.”
Estos chicos seguramente estudian en el Instituto. Me pregunto, ahora que les veo mirar de nuevo hacia mí, ahora que vuelven a reírse a carcajadas, divertidos y despreocupados,  si serán ex alumnos del colegio, si serán  un grupo de  nostálgicos precoces que,  de modo inconsciente,  han decidido buscar abrigo en el lugar donde probablemente fueron más felices de lo que lo son ahora, agobiados y angustiados en el presente que viven, hartos de escuchar en sus casas y de boca de sus profesores   la letanía del trabajo, del futuro y del dinero.  Porque, aunque ya no me miran, ahí siguen. Continúan charlando  tranquilamente de sus cosas, seguramente intrascendencias, algún chiste malo, confidencias de poca monta, minutos y minutos de palabras ante la lluvia suave de invierno con las que se sienten iguales, cómplices, libres de cualquier responsabilidad que no sea la de la lealtad recíproca, la voluntad inquebrantable de una amistad que no romperán por nada del mundo  mientras yo, en mi casa, me dejo llevar por la voz profunda de Leonard Cohen que columpia mis pensamientos y hace volar mi imaginación ante el espacio vivo  en el que estos muchachos han vuelto para resguardarse de su destino y quién sabe si para solicitarle a la noche, a la lluvia, o a las sombras que les protegen, un retorno al patio donde hace muy pocos años corrían y gritaban libres y a salvo  de cualquier porvenir.   



Fotos: El Pobrecito Hablador del Siglo XXI

2 comentarios:

Ana Rodríguez Fischer dijo...

El lugar común, querido, es una expresión que no debería sonrojarnos. Porque nace del "sentido" común (cosa distinta del "seny" que nos predican/venden), imprescindible para la vida. La sorpresa de aquella arquitectura "racional" nace de ahí, de la sencillez, o de la sensatez. Basta leer las crónicas-reportajes de un autor que te encantaría, Luis Bello, sus viajes por las escuelas de España, para...
Basta ver las fotos de lo que fueron, en la Barcelona republicana, la Escola del Bosc y la Escola del Mar (esos proyectos de Rosa Sensat revividos por su hija, mi querida directora del Infanta, Angeleta Ferrer) para percibir...
Dichoso tú que gozas...

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Tenerlo frente a casa de manera habitual hace que no repare uno mucho en la belleza de la sencillez de esa escuela, hasta que un buen día, la lluvia, la penumbra, qué sé yo, un estado especial, te revela sus virtudes. Soin embargo, creo que el principal mérito no es la racionalidad: la escuela que hay frente a mi casa es como los niños, sin complicaciones, esencial, luminosa, casi diría que está todavía por hacer, como ellos...
¡Abrazos!