Etienne: Hace ya un
mes que llegó el otoño. Sin embargo, los árboles todavía no dejan caer las
hojas, duermo desnudo sobre la cama y no es necesario
el abrigo, ni si quiera de madrugada.
Hoy mismo, mientras paseaba para espantar tantas horas de oficina, me acordaba de ti. Si me hubieses acompañado
verías florecer la hierba en los campos igual que si estuviésemos en primavera.
Durante el paseo ha habido un momento en que me he detenido para observar tranquilamente
el espectáculo de un prado inundado de pequeños tréboles blancos, abigarrados
entre tallos de alfalfa. Parecía nieve, o la campiña en el mes de mayo; un
sueño, una mentira, o el recuerdo de la
blancura inclemente con que el frío terrible teñía las vastas llanuras del
Norte de Francia por las que anduve contigo no hace mucho en busca de
trabajo, de un porvenir y del destino.
Pero ocurrió lo que ocurrió; probablemente lo que tenía que
ocurrir, y nuestros caminos se separaron. No he vuelto a saber de ti. Imagino
que Plutarch te acogió de mil amores y te ofrecieron un lugar en la Internacional. Si fue así, me alegro, ya
no solamente por ti, sino por todos los
compañeros. Eras de los buenos, de los que no traicionan. Todavía recuerdo los dilemas
morales con los que tu conciencia se debatía. Realmente te mortificabas, porque lo que deseabas era estar
al lado de los tuyos, los más débiles, y al mismo tiempo querías saber, necesitabas conocer, y ansiabas moverte
en espacios donde las personas se relacionasen de otra manera. "Sentías aquella
repugnancia, ese malestar del obrero que ha salido de su clase, que se ha
refinado con el estudio y que está atormentado por la ambición". al tiempo que
“despreciabas a los buenos oradores,
esas gentes que entran en la política como en el foro para ganar rentas a
golpes de frases”.
Sin embargo, tenías algo muy claro. “desde el 89 se habían
reído de los trabajadores, declarándolos libres: sí, libres de morir de hambre
[…] Votar por unos tipos que luego se dedicaban a divertirse, sin pensar más en
los miserables que en sus botas viejas […] Había que terminar con aquello, de
buenas maneras, mediante leyes y con acuerdos de buena voluntad, o de modo
salvaje, quemándolo todo y devorándose unos a otros […] porque ahora es el
obrero que quiere comerse al obrero”.
¡Qué extraña y
desconcertante es la memoria!. Después de tanto tiempo, me llegan los
recuerdos de aquellos años, los
recuerdos de la mina Veureux y de Montsou,
mientras disfruto de mi tiempo libre frente a un plácido campo de alfalfa florida: un
día como otro cualquiera finalizamos nuestro turno de 12 horas; 12 horas comprimidos
en las grietas de la veta, respirando hulla y grisú, a 400 metros de
profundidad. Salíamos al frío glacial del invierno totalmente tiznados de negro, igual
que si hubiésemos salido de un tintero, negros como el carbón y totalmente empapados
en sudor. Todavía no me explico cómo no caíamos como insectos, fulminados por una pulmonía. Una tarde, de
camino a casa, nos cruzamos con una calesa en la que viajaban el ingeniero
Negrel y las hijas del mayor accionista de la mina, un tipo tranquilo, de aspecto bonachón, en el
que se hacía buena la frase “el dinero que para uno ganan los demás es el que
más engorda”. ¿Recuerdas? Pudimos
escuchar perfectamente cómo una de aquellas niñatas decía en tono jocoso
“¡Sacad vuestros frasquitos de perfume, pasa el sudor del pueblo!”. No dijimos
nada. No teníamos fuerza ni para apretar los puños. Con solo mirarnos supimos
lo que pensábamos. A mí me acudieron
“ideas de miseria y de revancha”, y creo que los dos coincidíamos. De hecho la
situación de explotación estaba llegando al límite. Cada vez nos pagaban menos
y nos obligaban a trabajar más. La familia en cuya casa te alojabas, la familia
Maeheu -¿recuerdas?- apenas reunía dinero suficiente para comer, y eso que –exceptuando
su hija recién nacida, los dos menores, sin fuerzas apenas como para empujar vagonetas, y la
pobre jorobada- allí trabaja todo Dios:
el padre, la madre, el hijo mayor, la muchacha ¿cómo se llamaba? Catherine (tu
querida Catherine) el pequeño bribón y hasta el abuelo, que a pesar de no tenerse
en pie, todavía se veía con fuerzas para
hacer el turno de noche sacando vagonetas con los caballos: soñaba con
sus 140 francos de jubilación. ¡Pobre infeliz!
Era hermosa Catherine. Raquítica, de una blancura grisácea,
y sin embargo hermosa. No me extraña
nada que perdieses los estribos por ella, ni que te partieses la cara con
aquel cabrón, el chivato de Chaval. Los
tipos como Chaval son lo peor; peor que el más ambicioso de los accionistas,
porque son traidores. Y además ni
siquiera vale la pena intentar razonar con ellos, decirles, por ejemplo, lo que pensabas un día en la taberna de Rasseneur. Al verte ensimismado te pregunté y me
dijiste medio borracho “Yo, por la justicia, lo daría todo, la bebida y las
mujeres”. Nos reímos con ganas de aquella ocurrencia, pero al poco volviste a
tu ensimismamiento y me dijiste, en tono reflexivo, mientras mirabas fijamente
a Chaval “Nunca seréis dignos de la
felicidad, mientras tengáis algo vuestro, y mientras vuestro odio a los
burgueses proceda únicamente de vuestra necesidad rabiosa de ser burgueses en
su puesto”.
Finalmente todo estalló. Más de 10.000 almas hambrientas,
famélicas, puestas en pie después de 2 meses de huelga en busca de justicia, o
de revancha, o de un destino lejano que
ellos no pudieron ver, ni siquiera imaginar:
mi destino. Todavía veo la cara de horror del hijo de puta de Magrait,
el dueño del supermercado, que prestaba víveres, petróleo para alumbrar las
noches, jabón negro que convertía el
pelo en paja… todo a cambio de la carne mísera de las jóvenes hijas de los compañeros. Ahora se me ha olvidado quién fue. ¿Fue la Mouquette?
¡Qué importa! Le arrancó de cuajo la
polla y los testículos y los colgó de una pica, a modo de bandera. Era un triunfo,
la gloria de la venganza que la masa iracunda disfrutaría durante unos pocos minutos
enfebrecida de rabia, extasiada ante la visión del colgajo sangrante. Llegaron
los gendarmes y dispararon, y a los pocos días ya estaban todos bajando otra
vez a la mina, derrotados, condenados ya en el vientre de sus madres, antes
incluso de su nacimiento, sin más futuro
que la oscuridad de las galerías, que la
muerte en vida, entre carbón y miseria humana.
Y ahora, mientras camino tranquilo a casa para darme una
buena ducha, merendar, tomarme una cerveza con mis amigos y
quizá planear lo que haremos este fin de semana, me invade un profundo
sentimiento de vergüenza al recordar
todo aquello; aquellos días de lucha feroz por la más mínima dignidad,
solamente por el pan.
Etienne: Pocos años antes, antes incluso de que tu nacieses,
hubo un tipo muy listo, un
economista pagado de sí mismo, de esa clase de economistas que devienen en
poco menos que oráculos, como los que hay hoy.
Consiguió fama y celebridad transformando la apología de
la explotación en ciencia social.
Se llamaba David Ricardo, sus teorías hicieron fortuna a principios del XIX y fue el autor de la famosa “Ley del cobre”.
La ley del cobre dictaba que en aras de
la buena salud de las economías europeas,
al trabajador había que pagarle
lo justo para que pudiese comer, ni más
ni menos, y así asegurar la energía de producción suficientemente durante toda
la semana. De manera que, en aras de la
ley del cobre -hoy en día vigente- en realidad solamente trabajábamos por el
pan “¿Pan? ¿Basta con eso, imbéciles?” Así os hablaba el patrón cuando llegasteis
a su casa a pedirle que os incluyese el
entibado de las galerías en el sueldo de la jornada diaria. Sabía lo que decía.
¡Ya lo creo que lo sabía!
Como te explicaba, la
memoria de todo aquello me sonroja, me entristece, me provoca un sentimiento de
culpabilidad infinito y profundo. Tú no lo podías saber, porque tu lucha era la
lucha de tu presente. Sin embargo, tus sacrificios,
tu audacia y tu valentía, el dolor y las vidas perdidas que dejasteis en el
camino no fueron en vano. Gracias a ti, a decenas de miles de
camaradas que se levantaron contra la avaricia y contra la injusticia, hoy
tengo pensión, sanidad pública, y vacaciones pagadas. Firmamos cada año un
convenio colectivo, donde pactamos con el empresario las condiciones laborales,
y ese convenio es ley. Y, fíjate Etienne,
incluso he podido estudiar en la universidad. Sí, como lo oyes, en la
universidad, yo, un hijo de trabajadores, que apenas sabían leer, escribir. ¿Puedes creelo, camarada?.
Pero ahora, compañero, amigo, ahora que podemos votar a nuestros gobernantes, decidimos
mayoritariamente, alegremente, en la gran fiesta de la democracia, regalar el poder al dueño de la mina. Y vuelven a reírse en nuestra
cara de imbéciles. Todo aquello por lo que luchasteis se está quedando en nada.
Han conseguido nuevamente que el trabajador se coma al trabajador, mientras
ellos, unos pocos, “en el fondo de sus grandes camas […] siguen durmiendo con
la cabeza en la pluma de la almohada”.
Y yo me siento como tú me decías que te sentías “dominado por el desaliento ante el poder
invencible de los grandes capitales, tan fuertes en la batalla que engordan en
la derrota, devorando los cadáveres de
los pequeños caídos a su lado”.
Tanto las citas entrecomilladas y en cursiva como los nombres propios que se referencian en este texto pertenecen a la novela "Germinal" (1885), de Emile Zola
4 comentarios:
Magnífica narración, pero me pillas en momentos infantiles...no sé qué decir.
Besos Ester
Como Etienn, quien pertenece a la infancia del movimiento obrero, ya muerto
Siempre son los pobres obreros los que mueren en la mina o en cualquier trabajo, mientras el amo explotador gana dinero fácil. Un abrazo, y estupenda entrada.
Lo peor es que continuamos luchando contra nosotros mismos
¡Salud Loli!
Publicar un comentario